miércoles, septiembre 13, 2006

6. ¿Evacuamos?

Debo declarar que a mí me encanta la vida de hotel. Habiendo nacido “poltrón y perezoso”, como decía Cervantes, no hallo nada más afín a la vida náufraga de los haraganes que la compensatoria y hacendosa labor de todos los que trabajan en esos edificios en donde nunca cae completamente la noche. Allí los cuartos siempre están como nuevos, las sábanas lavadas, los baños impecables, los basureros limpios, los jabones por estrenar y hasta el papel higiénico inmaculado con un tierno doblez en la punta. Si la existencia me arrojara nuevamente a la vida solitaria (y me diera los medios suficientes), habitaría (hasta darle cuentas al diablo) en las cómodas habitaciones de un hotel de cinco estrellas. Pero Ella no ama los hoteles, así que había que mudarse.

Confesaré que dilaté la partida hasta donde mis recursos alcanzaron, pero a su urgencia, nacida de una aversión hepática e intestinal contra el hospedaje hotelero (por su poca privacidad y la escasa independencia que otorga a cada uno de sus ocupantes) hubo de agregársele una serie de infaustos acontecimientos que complotaron inmisericordemente contra mis intenciones.

Una larga noche de tormenta trae consigo una serie de desarreglos en los sistemas eléctricos y el generador de energía del hotel que nos cobijaba no pudo resistir el embate de los vientos ni la furia de los rayos ni la persistencia oriental de la lluvia, y se arruinó. Previsores, los administradores contaban con un segundo generador que, si bien alcanzaba para no infartarse subiendo las escaleras, no tenía suficiente capacidad como para poner en funcionamiento el aire acondicionado (“un despilfarro de energía” según me explicaba Fabián que en sus viajes de negocios a esta tierra desconecta el equipo y duerme “al tiempo”, como en Europa).

Yo, gordo, al fin, en un país donde la obesidad mata más gente que el terrorismo, pasé un viernes negro envidiando la frescura artificial encapsulada de cada uno de los automóviles que pasaban bajo mi ventana mientras soportaba con mal logrado estoicismo el sofocante calor de un edificio sellado donde los pocos ventiladores que colocaron sólo servían para recircular el aire caliente.

Felizmente que alguien compuso la máquina y ya, al caer la tarde, un viento cariñosamente frío nos despabilaba a todos y nos regresaba –sobrevivientes– del mundo de los entes adormecidos por la modorra. Tan calurosos se hallaban los ambientes que cuando Ella llegó de la oficina sugerí que partiéramos de inmediato a buscar un heladito que aliviara mis labios y mi garganta de la ferocidad del clima.

Regresamos en la noche y nos dirigimos a la habitación. Mi poca previsión no había tomado en cuenta que cuando el aire empezó a enfriar nuevamente ya era tarde y, como sucedió, nadie había ingresado al dormitorio para ajustar los niveles de la máquina que nos amparaba del calor tropical. Si bien en los corredores la atmósfera era agradable, al abrir la puerta de nuestro cuarto un soplo enrarecido, intenso y pegajoso, nos pegó en el rostro. Tan viciado se hallaba el oxígeno que ni el aire acondicionado, puesto en su máxima capacidad, pudo enfriar la pieza de inmediato. Así que esperamos.

Cuando una hora después nos dormimos, la fuerza del motor le doblaba ya el brazo al sopor y había refrescado tanto que Ella –friolenta como todos los que tienen la bendición de la presión baja que los redime del infarto y los derrames– apagó la máquina mal aconsejada por el soplo helado que recorría el dormitorio.

Yo –el del calor, la presión en alza y el infarto–, me desperté como a las dos de la mañana sudando como maratonista. Aún bajo los rigores de una pesadilla en la que me ahogaba en mis propios fluidos –como castigo por mis excesos–, me acerqué al control del aire acondicionado y empujé, de un solo gesto, la palanca del aparato hasta los extremos siberianos. Triunfante, me dormí.

No me percaté de lo sucedido hasta unas horas después cuando el aviso de Ella fue la alarma que disparó mi más elemental instinto de supervivencia. “Huele a quemado...”, fueron las palabras que entrecortadamente recibieron mis oídos y que mi cerebro, dopado por el sueño, se tardó varios segundos en procesar. Cuando mis neuronas relacionaron “quemado” con “fuego” y “fuego” con “incendio”, mi pánico vegetativo se disparó con un “¿evacuamos?” que a Ella le causó una sonrisa y a mí la burla de todos los que se enteran de la historia.

Felizmente no hubo que llamar a los bomberos y el olorcillo, proveniente del aire acondicionado, empezó a ceder apenas Ella apagó el motor. Allí empezó el final de nuestra estadía hotelera.

Llamé a la recepción, eran las cinco de la mañana, alguien dijo “en quince minutos llegará el ingeniero”. “¡Qué maravilla!”, pensé hasta que tuve que volver a llamar media hora después, “ya va”, me dijeron de nuevo mientras Ella se quedaba dormida y yo le explicaba que no era saludable abandonar el estado consciente con el olor a chamuscado que, si bien no aumentaba, aún se mantenía poderoso en el ambiente. A las seis de la mañana sencillamente ya no me respondieron.

Golpeado en mi orgullo me bañé furibundo (un reclamo en pantalones cortos, camiseta sudada y pantuflas pierde consistencia) y bajé al primer piso donde me encontré con un sujeto uniformado con esa inconfundible sonrisa de quien trabaja tras un mostrador. Le conté detalladamente lo sucedido, le hice saber mi descontento y él se deshizo en disculpas, responsabilizó al “turno anterior” de la falta de respuesta y me dijo que podía despreocuparme puesto que él se encargaría –personalmente– del asunto. Satisfecho, me fui a tomar desayuno.

Ella bajó unas horas después, recuperado el sueño y radiante. El sábado luminoso era propicio para recorrer la ciudad y partimos a un largo día de distracción. Regresamos tarde –pasada la medianoche–, tomamos el elevador, entramos a la habitación y nuevamente un soplo enrarecido, intenso y pegajoso, nos pegó en la cara.

“¿Nadie encendió el aire acondicionado?”, pregunté como haciéndome el desentendido con lo que a todas luces era el anuncio de la desgracia. Fui al control, apreté, zarandeé, agité, meneé, revolví, hurgué y trajiné cada milímetro y cada orificio del mismo y ¡nada! Monté en cólera. Ella me observaba. Levanté el auricular, marqué “conserjería”, hablé serena pero firmemente. “En quince minutos”, me dijo otra voz de nuevo. Cumplieron. Llegó un técnico con una escalera, vio, movió, removió y nada. “Esto está malogrado”, me dijo. “Ciertamente, lo reporté en la mañana”, contesté con un gruñido. “Debe hablar con la recepción, yo voy a informar de inmediato y lo llamarán”, me dijo, se dio media vuelta y me dejó su escalera, sus herramientas y todo desarmado. Dos minutos después se comunicaron “...lamentablemente el equipo está dañado y tendrá que cambiarse de habitación de inmediato”, “usted dirá que dormimos en otra habitación y mañana...”, “no señor, tendrán que mudarse por completo porque van a ir los técnicos a trabajar y no podemos garantizar la seguridad de sus cosas”, “pero...”, “la alternativa es que duerma sin aire acondicionado y mañana a las ocho deberá desocupar la habitación”.

Mandaron a un conserje, Ella maldijo cien y mil veces el hotel (“yo te dije que debíamos irnos”, “esto es un maltrato”, “son unos incapaces”, “mañana mismo arrendamos un departamento”, “odio los hoteles”) y nos mudamos con nuestras dos semanas de maletas desordenadas, ropa nueva, ropa sucia, papeles, remedios, vitaminas, libros y cuanta cosa uno va acumulando en este país donde no hay manera de salir a la calle y no regresar con algo en la mano. A las dos de la madrugada estábamos en nuestra nueva habitación. Ella molesta, yo iracundo; nos dormimos.

La mañana siguiente me afeité, me bañé, desprecié los atuendos del turista y me vestí con la amarga sonrisa cortada del cliente insatisfecho. Bajé e ignoré al sujeto de la recepción (¡el mismo cretino que me había prometido que arreglaría todo la mañana anterior!). Me acerqué al mostrador de al lado y hallé la sonrisa cómplice y coqueta de Imadia que me saludó afectuosa preguntándome cómo me había ido en mi caminata por los alrededores. Controlé mi destemplanza, sonreí recíproco y afectuoso, y respondí, breve pero amable (ahora parecía que era yo el que trabajaba en el hotel), con una sonrisa de manual de ventas. Pronto vi la manera de esquivar lugares comunes y finalmente disparé un “disculpe, estimada Imadia, ¿se encontrará el gerente?”, ella se demudó, “¿sucede algo?”, “no, no se preocupe, es sólo que quiero conversar con él”. La bella centroamericana sonrió comprensiva, abrió una puerta y desapareció unos instantes hasta que regresó seguida por un ejecutivo.

Evitaré contar todo lo que le dije a Raúl –que así se llamaba el gerente– . Sólo dejaré constancia de mi cólera sostenida que alcanzó para declarar los hechos, dejar claro mi malestar y rechazar los días “de cortesía” que me ofreció. “No vengo a pedir nada, señor, vengo a formular una queja para que los servicios del hotel mejoren”. Nos despedimos amablemente y él reiteró hasta el hartazgo sus disculpas en nombre de toda una corporación de millonarios a los que jamás tendré –felizmente– que conocer.

Ni el platón de frutas ni la tarjetita edulcorada (escrita por su secretaria, como se colige de la letra de mujer que Ella detectó) lograron cambiar el curso de la historia. La suerte estaba echada y al día siguiente me paseé por media docena de casas, conversé con corredoras, amigos y metiches, y terminamos mudándonos a los pocos días al Cabo Vizcaíno...

miércoles, septiembre 06, 2006

5. La felicidad de Espartaco

Yo dije que no quería pero terminé cediendo en nombre de tolerancia. Así que nos trepamos a la camioneta y nos lanzamos a un largo viaje por unas carreteras cuyo único defecto es la monotonía. Todo está tan ordenado, tan señalizado, tan preparado, que aburre. La seguridad en estas autopistas es tan grande que pareciera que una vez al día alguien se estrella tal vez como un acto de protesta o para probar la efectividad del servicio de emergencias.

Debo confesar que, cuando voy de copiloto, sufro de una especie de narcolepsia producida por el hartazgo de la carretera; ni bien el automóvil ingresa a la rutina de la pista, me duermo. Así que del viaje poco puedo decir, me desperté trescientos kilómetros después cuando una tormenta feroz presagiaba mi desgracia.

Pasamos un tarde extraordinaria en compañía de Claudia, Rafael y el pequeño Ignacio. Todo estuvo muy bien, salimos a conocer la parte de la ciudad a donde no van los turistas y recorrimos las avenidas libres y poco congestionadas de este lugar cuya historia está ligada directamente a la fantasía de todo un pueblo y al sueño de un hombre que se hizo millonario con un ratón distraído, un perro torpe y media docena de patos cuyos vínculos familiares e inclinaciones sexuales son un misterio.

Pensé que me había librado de los famosos parques que le dan razón de ser a esta ciudad y me disponía, simple y feliz, a disfrutar de un fin de semana de conversaciones de sobremesa y paseos en coche por lugares que nadie visita.

Me equivoqué. Me distraje. Me vi copado, de repente, por una fuerza inmensa (dos mujeres, un niño y un entusiasta esposo) que, sin que yo lo percibiera, introdujo de manera soslayada el asunto de “qué parque visitamos mañana”. Cuando reaccioné era tarde, estaba pactada la hora y hasta una pareja amiga había sido convocada; o demostraba ser un varón tolerante o me arriesgaba a convertirme en el ogro malhumorado de las películas para niños.

Me negué a madrugar, detesto esos paseos con agenda donde cada paso está calculado y el tiempo medido de tal manera que se pueda hacer todo sin disfrutar de nada. Siempre he creído que en la diversión, como en el amor, hay que tomarse su tiempo.

Desayunamos con calma, vimos que el día se anunciaba tranquilo y nos aseguramos de que el aguacero de la víspera no se repetiría. Como a las once de la mañana partimos al parque especializado en el “mundo del mar”, el que, según me explicó Rafo, se halla menos atestado por no sé qué maravillosa razón que no entendí.

Estos centros de diversión son extensiones inmensas de tierra, lagos y bosques en donde se han construido las más delirantes atracciones que, cada año, convocan a este lugar a millones de personas de los cuatro puntos del globo. Familias enteras llegan con la ilusión de ser felices en un mundo mágico donde todos sonríen y son amables, vestidos con camisas coloreadas, pantalones cortos y zapatillas, sin importar si el que atiende es un adolescente o un septuagenario.

¿Pasarán por lecciones de sonrisa? –ahora que sé que los actores de un cadena latina local pasan por clases para homogeneizar el acento, no me parece imposible–. Todos sonríen igual, amable y desapasionadamente, como en los comerciales de pasta para lavarse los dientes.

Desde la entrada se nota que algo anda mal (aunque nadie se dé cuenta). Hay una fila inmensa de personas esperando por ser atendidas para comprar un boleto y hay unas veinte máquinas para adquirir boletos con tarjeta de crédito –esto en un país donde el más infeliz maneja tres o cuatro de esos plásticos–. Las máquinas languidecen nostálgicas y abandonadas mientras que las cajas se encuentran abarrotadas, ¿qué puede ser?, me pregunto y la respuesta la hallo cuando, ya cerca a los aparatos automatizados, me encuentro con empleados del parque que ayudan a los clientes con las que imagino que son unas instrucciones incomprensibles... Me aproximo, empiezo a apretar botones según me va indicando un texto en la pantalla y en menos de un minuto tenemos boletos y recibo. Los que estaban antes que yo en las máquinas sigue peleándose con el teclado y los asistentes sudan la gota gorda para no perder su sonrisa.

Entramos, “no hay que caminar mucho” me habían dicho y no fue cierto. Como para aliviar mi anunciado dolor me ofrecen una de las sillas con ruedas y motor a baterías que alquilan al ingresar. La rechazo de plano, hacerle compañía a las abuelas sobrealimentadas y a las tías adiposas me pareció intolerable, uno tendrá sus kilos, pero los carga con dignidad, serena y sudorosamente.

Para castigar mi soberbia el sol decide brillar ese día con la arrogancia de los que pueden. Yo, en chancletas y mangas cortas, empiezo a cocinarme lentamente como el que se extravía en el desierto. Ni me gustan los sombreros ni soporto ver el mundo a través de unos anteojos que todo lo oscurecen, así que el astro rey sigue banqueteándose con mi exceso de grasas. Enemigo de cremas y lociones, me niego a ser rociado por la última y revolucionaria versión “en espray” del bloqueador solar que me ofrecen con una amabilidad tan intolerante como la contagiosa felicidad plastificada que inunda todos los ambientes de este parque. El sol se mantiene implacable sobre mí.

Las gotas corren por mi frente y seguimos andando en busca de los delfines. En una laguna artificial hallamos una docena de esos animales que no sé cómo soportan el griterío a su alrededor. Niños, adultos, abuelos y abuelas, tíos y tías, primos y sobrinos, pelean por un lugar junto al borde para ver de cerca “a los mamíferos más inteligentes después del hombre”, para tocarlos y darles de comer (estratégicamente ubicada, la tienda de pescaditos sacrificados atiende a una fila inmensa de personas). Me mantuve alejado, “mira allá”, “qué lindo”, “qué ternura”, “¡lo toqué!¨” y mil frases más llegaban a mis oídos como si se tratara de una estrella de rock o el incestuoso cabecilla de una secta mesiánica. Yo me mantenía incólume en el único rincón que hallé protegido del sol, Flipper, Sissy y sus innominados primos hermanos no recibieron mis suspiros.

La marea humana aumenta con el calor también. El sol me quema los pies y el escándalo es insoportable; los bebes lloran, los niños corren, las madres cambian pañales a la luz del sol, los padres cargan paquetes, bolsas, coches y maletines, ¡y todos están felices!

Vemos a otros animales marinos en nuestro viaje hacia uno de los auditorios del complejo turístico. Allí somos testigos de un espectáculo que incluye delfines, loros y hasta un cóndor sudamericano. Pura coreografía, pura puesta en escena, pura organización. El auditorio aplaude emocionado mientras intento saciar inútilmente mi sed con una gaseosa insolentemente dulce. Una hora de espera, veinte minutos de malabares marinos y aéreos y una multitud de varios cientos de personas que abandonan el lugar en manada y abarrotan, de inmediato, las pocas cafeterías que existen con su cuota ambicionada de aire acondicionado.

La comida es llanamente mala. Pero ése no es un problema del parque de diversiones, es un problema del país. Lo más sabroso es lo que lleva toneladas de grasa y azúcar en su composición. Hasta los dulces son más empalagosos y las frituras más cargadas, como si la producción industrializada de alimentos los hiciera cada vez más rudos, simplones y poco alimenticios –y lo digo yo, que nada tengo contra la buena mesa–.

Pero la jornada no ha terminado, la actividad central se encuentra en un inmenso auditorio al que se llega tras una larga caminata, cruzando un puente y avanzando rodeado de centenares de personas sudorosas que se detienen a cada instante a tomarse una foto, filmar un paisaje, conversar, comprarse una bebida o sencillamente mirar el alrededor maravillados como si contemplaran la Pietá, las Pirámides o Machu Picchu. Todos, evidentemente, sonríen; todos menos yo.

El aire está caliente, más caliente, las nubes no prometen nada, el sudor recorre mi cuerpo con descaro y el sol se ensaña conmigo. Todos los demás parecen flotar protegidos por una energía negada a mi mal humor.

Llegamos. El espectáculo consiste en los saltos que tres orcas realizan junto a un par de entrenadores sonrientes cuyas fotos infantiles nos recuerdan que “sí se puede” y que “los sueños pueden hacerse realidad” con sólo empeñarse en el asunto. Porque ésta no sólo es una tienda de felicidad, también es una fábrica de sueños donde –para bien de la tía “Bisa” y el tío “Mastercar”– se acepta tarjeta de crédito.

Una muchacha tallada por la natación empieza a monologar frente al público, rinde homenaje a los “veteranos”, el público aplaude emocionado y, una vez obtenida la atmósfera, habla de los sueños y de sus sueños para presentarnos a la ballena asesina que esta vez se halla un poco renegona y se niega a cumplir con las órdenes de los entrenadores que tienen pocos recursos para hacer entrar en disciplinada razón a un mamífero marino de tres toneladas que se desliza en y sobre el agua con la ligereza de una bailarina de ballet.

Mientras observa cómo sus hermanas danzan a las órdenes de sus entrenadores como si fueran gráciles autómatas, la orca rebelde da vueltas alrededor de la pileta como los depredadores lo hacen con su alimento. Los jóvenes y sus ayudantes no se animan a realizar un espectáculo muy atrevido hasta que Shamu, que así se llama la rezongona (vaya uno a saber si no la cambian y le dejan el mismo nombre) se anima, se marea, queda hipnotizada o se aburre de no recibir aplausos y decide realizar sus piruetas. Otra vez todo ordenado, todo preparado y producido, lo único natural que allí existe es el sol que me espera un poco más allá de la sombra protectora, mi hambre, y el mal humor atemperado de la ballena.

Cuando termina el espectáculo y mientras miles de felices y extasiados turistas abandonan el auditorio, pienso, viendo a los entrenadores tomándose fotos con los niños –cuando las ballenas ya han sido retiradas a su prisión dorada– cómo se sentirían los gladiadores de la antigüedad, aparentemente poderosos, grandes, fuertes, afamados, adorados y aclamados por la multitud, deseados por las libertinas romanas –y por sus liberales maridos–, amos y señores de la arena, reyes de su espacio en el coliseo y esclavos, célebres esclavos, en su maravillosa prisión con sirvientes y cortesanas. Pensaba –aguafiestas yo– en Espartaco y me imaginaba a Shamu, harta del calor artificialmente atemperado de la Florida, harta del cautiverio, harta de su celda de plástico transparente y harta de la pasmada felicidad de los turistas, devorando a su primer y sonriente entrenador en nombre de su mar, su fuerza y su libertad.

viernes, septiembre 01, 2006

4. Chaparrones y chubascos

Mi primera vez fue en el estacionamiento del hotel... A ver si me explico. Andábamos llegando a la dorada prisión y tuvimos que permanecer en la camioneta –ajena y alquilada– porque el cielo se venía abajo. Literalmente, se venía abajo; a manguerazos, a baldazos, a oleadas, pero abajo. Porque para un habitante del pueblo donde he nacido –donde “llover” es un verbo que se halla tan devaluado como nuestra moneda–, el aguacero fue impresionante.

En mi vieja Lima garúa, cae una lluvia menuda, tímida o acomplejada, que no logra –jamás, ni en sus mejores intentos–, limpiar ese “cielo sin cielo” que tan acertadamente describió Sebastián Salazar Bondy hace tanto tiempo. Así, el color “panza de burro” característico de las tres veces coronada Ciudad de los Reyes no cede nunca porque las condiciones geográficas impiden que se desparrame a su gusto una lluvia de esas que elimine el polvo, limpie las calles y siembre de verde la geografía desértica, sucia y melancólica, en la que crecí.

Media hora sentado en la camioneta viendo cómo el cielo decide desprenderse de la bóveda celeste convertido en chaparrón o chubasco, es tiempo suficiente para empezar a poner nervioso a cualquiera que no haya vivido esa experiencia con anterioridad. Sin embargo, esa vez Natura no andaba muy enfadada y nos llovió un rato más con algunos rayos que iluminaban la negra noche como fuegos artificiales colocados por algún niño travieso en medio de oscuridad. Al ceder la lluvia, y ya desde el refugio del hotel, tras la impunidad de unas gruesas ventanas fabricadas para resistirla, fue emocionante ver cómo la tormenta juntó nuevas fuerzas y se fue alejando, rumbo al norte, con sus aguas, sus luces y sus escándalos.

“Eso no es nada” me dice Pedro, el alegre camarero cubano de mis desayunos hoteleros, “espérate que lleguen los huracanes, ¡esos sí que son emocionantes!, todo se inunda, todo se llena de agua, no se puede salir, el viento azota como en las películas y, si no tomas precauciones, se cuela en tu casa y te levanta el techo. Un amigo mío terminó refugiado en el baño para que no se lo llevara la tormenta. Pero es emocionante...” y repite vocalizando exageradamente como si notara que no he comprendido nada, “e-mo-cio-nan-te”.

Vuelvo a mi rutina, me encierro en esta cárcel de vidrios y veo pasar las horas y los días, las lluvias y los vientos, pero no llegan los huracanes porque parece que andan –para mi buena fortuna y mi curiosidad insatisfecha– remolones y flojos. “Se me ocurre que va a ser una temporada tranquila”, me dice en otra ocasión Pedro con una sonrisa socarrona, “te vas a perder esa experiencia tan emocionante, e-mo-cio-nan-te”.

No fue sino hasta una semana después cuando, viendo –ya sin fe– cómo el encargado de la sección del tiempo del noticiero repetía una vez más que había cincuenta por ciento de posibilidades de que lloviera –¡y eso es de una pillería maravillosa!, puesto que así nunca se equivoca, ya que llueva o esté todo el día brillando el sol, su predicción se cumplirá de alguna manera–, me di con la sorpresa del anuncio de una “depresión tropical” nacida en el Mar Caribe cuyo movimiento y fuerza parecían no ser peligrosos para nadie. De inmediato explica con voz de profesor que los ciclones tropicales se clasifican, según su magnitud, en tres categorías: depresión tropical, tormenta tropical y huracán, por lo que no había de qué preocuparse frente a este ventarrón débil e insignificante, que andaba pachochudo y poltrón por el Mar de las Antillas.

Como Madre Natura –que debe andar molesta con tanta contaminación, tanto derrame, tanta deforestación, tanto incendio, tanta polución y tanto ozono destruido– no escucha los boletines meteorológicos ni ve el canal del tiempo, ignoró las opiniones de los comentaristas y se sentó –magnífica– en la información del noticiero de las diez. Consecuentemente, al día siguiente, la menospreciada “depresión” era ya una visible “tormenta tropical” cuyos vientos amenazaban convertirla en un pequeño huracán que, no obstante, parecía no tener muchas posibilidades de hacer daño pero cuyos soplos –como los bramidos de un bebé al que le negamos los brazos– llegarían a molestar e interrumpir la vida de varios pueblos del Caribe.

Esa misma noche, convertida ya en huracán, la tormenta visitaba algunas islas de la zona aunque andaba medio deprimida y sin demasiada convicción, así que los expertos –que se referían al episodio como si se tratara de un ser vivo– dijeron que pronto regresaría a su calidad y condición de tormenta tropical, la que ­–muy probablemente– “moriría” sin hacer demasiado escándalo.

Un día después el desahuciado fenómeno atmosférico gozaba de buena salud, superaba la barrera natural de las islas del Caribe y atravesaba –más entusiasmado pero sin mayor violencia– por las montañas cubanas. Los expertos empezaron a hablar de las posibilidades de regeneración del huracán y estimaron que buscaría pisar tierra por el golfo de México con lo que esta ciudad que ahora habito quedaba fuera de la trayectoria de la tormenta.

Por alguna razón dejé de ver las noticias un día y a la mañana siguiente me encontré con la declaración de emergencia, los anuncios del alcalde, los comunicados oficiales y la pasmada sorpresa de los “especialistas” de los noticieros que informaban ahora que el huracán se estaba recomponiendo, que era ya un muchachito impetuoso cuyo crecimiento era evidente, que había caprichosamente cambiado de rumbo y que, contra lo pronosticado por computadoras y expertos, enfilaba hacia esta ciudad. Nos atravesaría, de lado a lado y de extremo a extremo, en cuarenta y ocho horas y bastante agitado.
A partir de ese momento todo se trastornó. La programación de los canales de televisión se suspendió para ser reemplazada por programas especiales o se alteró notablemente con boletines constantes sobre los cambios, avances y retrocesos de la susodicha y sobrealimentada tormenta tropical. Los genios empezaron a opinar, se dijo que pegaría con fuerza, que no, que tal vez... Se afirmó cuánto uno pueda imaginarse y toda la ciudad se conmovió en silencio. No hubo escándalos ni grandes acumulaciones de personas ni incontrolables congestiones de tráfico ni nada que causara pánico colectivo y, sin embargo, allí, subyacente, subterráneo, subrepticio, se notaba un miedo oculto y escondido ante el huracán que se aproximaba...

3. Antología de nostalgias

Entrar a un supermercado por estas tierras es como ingresar a la Torre de Babel, no porque los que atiendan hablen en mil lenguas (que generalmente lo hacen en español porque, como me dijo Eddie, “el inglés, en esta ciudad es la segunda lengua”) sino por la fascinante muestra de productos que puede hallarse.

Como me comentaba Fabián, mi europeizado pero jamás desarraigado primo político de paso por este lugar donde todos parecemos estar de paso (perdónenme el trabalenguas), “en este país todo es servicio, no importa si el producto no es el mejor –y nunca es el mejor– pero tienen un servicio extraordinario”. Y es verdad, sólo pasar del sofocante calor de la calle al aire maravillosamente acondicionado de la tienda hace que el cliente ingrese de buen talante. Todo está hecho para acoger al comprador, el lugar cómodo, los empleados amables, los productos frescos. Todo está al alcance de quien ingrese por esos rumbos y si no, la tarjeta de crédito siempre es una buena compañera en esta nación donde quien “no debe” sencillamente “no existe” y donde sólo pagan al contado los forasteros que aún no ceden a la fiebre del gasto consumista –el “consumerismo” como dicen mis amigos puertorriqueños–, los quebrados o los que sospechosamente –en un país donde últimamente todos somos sospechosos– no quieren dejar rastro de su movimiento económico. Los nombres con letreros grandes, los precios claros, las ofertas precisas –algunas delirantes– y la variedad infinita (algo que a una vieja amiga le parecía infame “cómo no va a ser agresivo un país que hace escoger entre veinte marcas y sesenta tipos de papel higiénico”, reclamaba).

Lo primero que hallé fue la zona de “comida preparada”, toda una institución en este país. Si uno vive cerca de uno de estos supermercados sencillamente se puede pasar la vida sin cocinar, ofrecen desde el pan con jamón para el desayuno hasta el más suculento plato de ravioles, pasando por el pollo al horno, el pescado guisado, el cerdo cocido, la ensalada en sus mil formas y hasta sushi. Esperas tu turno, pides lo que se te antoje, pagas, vuelves a tu cocina, lo metes al horno y almuerzas como en casa, tanto así que si le das una presentación agradable, en fuentes elegantes, sobre una mesa armada de cubiertos finos, servilletas de tela y mantel largo, bien puedes pasar –como me contó otra amiga– por una magnífica cocinera.

Al otro extremo del pasillo hallé la “comida congelada”, otra institución más poderosa todavía, donde la diferencia entre quien cocina y quien no lo hace reside en los minutos en el microondas, el grado de cocción y la complejidad en la mezcla de los ingredientes de cada producto. Hay desde los que están “listos para comer” y sólo necesitan “un minuto en el microondas”, los de “mezcle y sirva”, los “mezcle, caliente y sirva”, y los “mezcle, sazone, caliente y sirva”. Eso sí, cortar nunca. No sé si existe una humana aversión por los cuchillos o algún complejo nacional pero acá todo está cortado y pelado de antemano, tanto que dudo que exista señora alguna que en esta ciudad sepa lo que es llorar picando cebollas. Sin embargo, el colmo del paroxismo fue, sin duda, hallar “deliciosas y frescas”(?) hamburguesas; las había visto solas, no me parecieron extrañas con su queso encima, pero ¡con el pan incluido!, eso sí me pareció delirante, sólo superado en mi asombro cuando encontré que algunas venían ¡con huevo frito!, sí, con su huevito más todo listo para meter la hamburguesa al microondas y devorarla cubierta, como no puede ser de otra manera, con toneladas de salsa de tomate, ketchup, que le llaman.

Sección tras sección fui descubriendo, como el pirata que acaba de abordar el barco naufragado, nuevos “tesoros”.

Los quesos, ¡un pecado!, los embutidos, ¡un exceso!, los vinos, ¡desbordantes!, los productos lácteos, ¡infinitos! Comprar leche se me antojó imposible, hallé una variedad escandalosa de marcas y productos: leche entera, leche semi descremada, leche descremada, leche descremada al 2%, leche descremada al 1%, leche vitaminizada, leche pura, leche más pura, leche de establo (¿y de dónde son las otras?), leche sin lactosa, leche chocolatada, leche de soya (que dicho sea de paso no es leche), leche de soya chocolatada, leche de soya chocolatada sin azúcar, leche de arroz, leche de arroz con sabor a vainilla... ¡Señor! Y otro tanto con el yogurt y la mantequilla.... ¡delirante, esquizofrénico, insoportable! Y aparentemente delicioso.

La sección de verduras llamó mucho mi atención porque se ofrecen allí productos agrícolas venidos de los cuatro puntos del globo, acá la nostalgia se hace evidente. Me imaginaba a la señora que abandonó su patria hace veinte años pero que aún se niega a vivir de comida congelada, encontrando en estos anaqueles un pedacito de su país, un resto de sus costumbres, un retazo del sabor que dejó quién sabe por qué, quién sabe por quién, hace dos o tres décadas. Es allí donde se hace palpable que esta tierra es de inmigrantes, que todos acá tienen un pasado más o menos cercano, un lugar de donde vinieron, un abuelo que cruzó el Atlántico, un padre que atravesó el desierto o un tío que se trepó al avión de los sueños y convirtió una visa de turista en una oportunidad para jugársela. Acá es claro que todos recuerdan un rincón, un barrio, una provincia, un país donde se quedaron –porque no pudieron o porque no quisieron– , esos parientes que aún mandan postales en navidad y que aguardan las vacaciones de los chicos para que ellos –que nacieron “ciudadanos”– no se olviden que también son ciudadanos de otras tradiciones, de otra lengua, de otra historia, de otra tierra que no deja de extrañarlos.

Más fuerte siento la nostalgia cuando paseo por las estanterías que guardan dulces y gaseosas, la variedad es impresionante y, aunque los productos locales dominan el ambiente, allí, en un rincón, veo chocolates, galletas y bebidas de todas partes del mundo para que los clientes no se sientan tan ajenos, tan expatriados, tan arrancados de ese suelo que abandonaron.

Me marcho emocionado, he recorrido nuestra geografía tan sólo caminando por estos corredores. Me topé con vigorosos tacos mexicanos, crocantes chifles dominicanos, machacados tostones puertorriqueños, sencillas arepas venezolanas, aromático café colombiano, sedosos plátanos ecuatorianos, inigualables yucas peruanas, poderosos frijoles brasileños, soberbias uvas chilenas, infaltable mate argentino y apasionante carne uruguaya (me refiero a sus reses, por si acaso). Por lo visto, acá, a la distancia, hasta un frío supermercado se convierte en un almacén de cálidos recuerdos y nostalgias.

(enviado a la lista el 26 de agosto del 2006)

2. Prohibidos los peatones

Ya lo dije, no tener un automóvil en esta ciudad es estar condenado a la prisión del lugar que te cobija y a mí me cobija la escandalosa comodidad de un hotel de cinco estrellas. Debo confesar que algún pudor tercermundista me ha mantenido alejado de la piscina (donde las muchachas escasean y abundan los ejecutivos panzones que siguen bañándose y tomando sol cuando faltan diez minutos para las ocho de la noche porque así de extrañas son las cosas acá). Sólo he visitado, por curiosidad, el gimnasio, y aunque vi una tentadora bicicleta con respaldar y televisión incluidos no me he entregado a ella porque “el amor de los marineros que besan y se van” puedo soportarlo en muchas de sus formas pero no en comodidades que voy a extraviar en unos días cuando me arranquen de este pequeño paraíso y me transfieran al departamento donde, por un par de meses, fatigaré las teclas de esta máquina contándoles esta historia.

Ya todos me miraban como a un sospechoso (algo que en estos tiempos de bombas y atentados no es lo más recomendable). Se me ocurre que se estarían preguntando “¿quién es ese tipo que se sienta a la mesa del comedor a las nueve de la mañana, conecta su computadora y se pone a escribir y si se detiene es sólo para conversar, hojear el diario, hacer preguntas, leer un libro, comer algo y seguir escribiendo hasta las once de la noche en que cierra el restaurante?”. De a pocos me hicieron el interrogatorio y creyeron que no me di cuenta. Siempre fue un camarero distinto el que se interesaba por mi curiosa estadía en el hotel, despreciando la piscina y el gimnasio, pidiéndoles a todos que me cuenten de sus países de origen y escribiendo quién sabe qué en la máquina. De a poco se fueron enterando de mi situación y respiraban como aliviados.

Sin embargo hoy no pude. Me senté varias horas frente a la máquina, me distraje con el desayuno, me distraje con el diario, me distraje conversando con los mozos, me distraje viendo las mesas de al lado y escuchando conversaciones ajenas, pero no pude. La sensación de claustrofobia fue tan grande que decidí tomar medidas graves. Pagué la cuenta, subí a mi habitación, dejé allí la maquina y mis libros, y bajé a la recepción.

Allí estaba Imadia, cuyo nombre inventó su padre, el nicaragüense que inútilmente le contó de niña las historias de la patria porque ella ignora por completo la razón por la cual su familia emigró –se exilió– hace tres décadas. Imadia es morena, tiene una enorme y hermosa sonrisa y me recibe con la cortesía que el manual indica, ni muy poca que parezca desgano, ni demasiada que parezca insinuante, justo la necesaria. Me acerco al mostrador como el culpable que va a decir algo muy bajito, casi en secreto, y ella, cómplice, hace el ademán de acercarse un poco. “Dígame, Imadia, ¿existe algún lugar al que se pueda llegar caminando desde acá?”, “¿un lugar cómo qué?”, “como cualquier cosa, Imadia, que estoy desesperado, un grifo...”. Imadia me mira desconcertada, “una estación de gasolina”, le explico y ella me mira aliviada, “...una bodega, un parque, lo que sea...”. Entonces Imadia sonríe complacida de poder entender este español que por lo visto no practica con frecuencia y me dice: “sí, claro, no hay problema, salga hasta la entrada, de allí a la derecha hasta el semáforo y después nuevamente a la derecha, sigue andando un par de bloques y llegará a un pequeño shopping donde puede tomarse un jugo...”. Le pido una tarjeta del hotel “por si me pierdo” y me dice “pero cómo se me va a perder, además, tenga cuidado con el calor que es muy fuerte, ¿no quiere un agua?, no vaya a ser que se me desmaye...”, y sale a buscarme una botella de agua que me entrega amablemente con la misma sonrisa impecable aunque ahora parece cómplice y hasta coqueta...

Caminar por estas calles al mediodía del verano nórdico es poco menos que una locura, hacerlo con sobrepeso, pantalones y camisa de mangas largas es un suicidio. El aire es caliente, como en la selva de mi país, está cargado de calor y no corre viento, la humedad es mucha. Obviamente, nadie pisa las calles, nadie. Parece una ciudad hecha para los automóviles y no para los peatones. Recorro los cien metros que me separan de la puerta del hotel hasta la salida para vehículos, no hallo ninguna señal que me indique que éste o aquél es un sendero para los bípedos implumes como yo. Me topo con la cerca electrónica que limita la entrada y salida de los coches y leo un mensaje que dice algo así como “este camino es sólo para automóviles, no es un paso peatonal” pero no existe un solo lugar que se vea adecuado para andar así que, violando las reglas, sigo andando. El guardia que está en la caseta mantiene un impávido silencio por lo que prosigo sin darme por enterado del letrero y volteo a la derecha, según me indicó Imadia, y camino.

El sol está en su cenit, es imposible mirar sin cubrirse los ojos, golpea las calles con furia y nadie, sino yo que camino solitario por esta ciudad peatonalmente abandonada, nota la ferocidad de la estrella. Todos los demás pasan raudos en automóviles relucientes y camionetas enormes (“camionetas obscenas” como las describe mi amigo Eddie) cuyas ventanas cerradas cobijan el preciado aire acondicionado con el cual pueden seguir viviendo en la ilusión de estar allí pero no estar (algo que parece ser inherente a esta cultura).

Ya habré avanzado trescientos metros cuando me encuentro con la avenida principal y el semáforo prometido, el sol cae a plomo sobre mi cabeza y siento que traspasa sin rubor la tela que me cubre. La botella de agua ha sido providencial, me salva de la deshidratación pero no me redime de la distancia. Eso de dar pasos atrás y arrepentidos no se condice con mi natural y acriollada arrogancia, así que prosigo y me siento un nuevo explorador en un desierto de fierro y cemento.

A los pocos metros de haber comenzado a andar por la avenida me tropiezo con un paradero, una banca amplia, aparentemente cómoda, con un enorme respaldar donde los reyes del mercado no han perdido la ocasión para pintar un letrero inmenso promocionando no sé qué producto de limpieza. Junto al asiento hay un poste y en él un cartel, ni grande ni pequeño, donde se avisa el horario del bus, todos los días cada media hora comenzando a las 6:27 de la mañana y hasta las 6:47 de la tarde. Los fines de semana, será que nadie usa esa conexión, el servicio de buses no trabaja. Como eran las 11:25, me quedé para ser testigo de esa puntualidad asombrosa aunque, precavidamente, desprecié la aparente comodidad de la banca que ardía bajo el sol.

Después de haber descansado esos dos minutos y tras aprovechar la parada para beber un nuevo sorbo de agua, retomo mis andanzas mirando el bus grande y cómodo, con aire acondicionado, prácticamente vacío, que se detiene un instante como para permitirme subir y parte nuevamente rumbo a su siguiente estación. Mientras lo veo alejarse pienso en mi país, donde los buses pasan cuando quieren y el transporte público es un caos con microbuses atestados de gente que paran dónde mejor les parece y donde las personas son trasladadas con menos consideraciones que las que tienen las reses que van al camal.

Sigo andando, el sol golpea furioso como castigando mi osadía. Atravieso un gracioso puentecito que sube y baja sobre un canal y mi cansancio lo convierte en un espantoso obstáculo. Pocos metros me separan de la parte más alta del puente sin embargo parece interminables. Para distraerme observo el agua bajo mis pies y veo, cómodo y orondo, a un pato que nada ignorándome, lo sigo con la mirada y desaparece detrás de la sombra de unos matorrales que miro con la desesperación del niño pobre que ve los dulces a través de la vitrina de la pastelería.

En el punto más alto del puente veo cómo la ciudad se abre nuevamente para mí. Calles y edificios, cemento y acero, sol y calor. El sudor corre por mis sienes, mi peso –que no es poca cosa– se ha multiplicado por diez, las piernas no me responden, el aire se ha hecho pesado hasta el escándalo y estoy a punto de rendirme aunque deba humillar mi acriollada arrogancia, cuando, de repente a mi derecha, como una visión, como una señal, como un anuncio, veo un gran estacionamiento y una vieja lavandería. No hay muchos automóviles, pero hay algunos y eso ya es algo. La lavandería se ve como abandonada, aunque tras los cristales se anuncia movimiento. Acelero el paso frenética e irresponsablemente y veo una panadería que anuncia en un gran letrero jugos y dulces, bocaditos y panes, voy con más prisa, abandono cualquier cuidado bajo el sol y me agito con desesperación para alcanzar la puerta del local hasta que llego a ella y, así como los espejismos desaparecen, desaparece mi esperanza cuando leo “cerrado por reparaciones”.

Desesperanzado, me dispongo a echarme para esperar la muerte bajo el sol, sin embargo, como el herido en la batalla, doy una última mirada al campo donde dejo mi honor invicto, mi victoria maltrecha y mi orgullo inútil. Y, ¡oh milagros dorados de los tiempos de mi abuela!, como puesto por alguna fuerza divina aparece ante mí, a sólo quince metros de mi desfallecimiento, ¡un supermercado!

Corro –es un decir– y abro las puertas como el que, ahogándose, halla en un último esfuerzo el aire fresco de la vida. Un viento helado llega a mis pulmones y nunca tanta frialdad me pareció tan tierna, tan acogedora, tan familiar. Estornudo, sí, pero ésa ya es otra historia.

(enviado a la lista el 19 de agosto del 2006)

1. Para empezar

Hay exiliados y exiliados. De eso no hay duda. Están, primeros entre los primeros, los que son arrancados de su país de mala manera, los que amanecen en un avión o en un barco porque el sargento tuvo compasión o porque el comandante tiene ya muchos cadáveres en su haber y es mejor un expatriado más y un desaparecido menos. Después están los que se fueron porque sencillamente se hacía irrespirable el aire de su país en esa oscuridad que son todas las dictaduras, nadie los perseguía, es cierto, pero ellos se sentían perseguido y eso fue suficiente o demasiado. Los que se marchan porque simplemente el país “no da más”, porque la situación económica es insostenible y siempre es mejor trabajar como burro para vivir como ser humano que trabajar como burro para seguir viviendo como burro. Los que se van a “hacer la América” como lo hicieron los primeros españoles que llegaron por estas tierras hace más de quinientos años y de pastores de puercos terminaron como marqueses y gobernadores. Los que sencillamente se hartaron de todo y se van como huyendo de sí mismos y nunca sabrán que en realidad la partida es inútil porque de uno mismo nadie se escapa a no ser que se acuda a la generosa asistencia de un balazo en la cabeza, un buen salto al vacío o, en el peor de los casos, una ración abundante de raticida combinado con Coca-Cola. En fin, razones para ser un exiliado hay muchas y no había meditado en ellas hasta ahora en que las circunstancias me convierten en algo así como “exiliado snob”, un privilegiado en un mundo donde, en el mejor de los casos, hay que trabajar fanáticamente para obtener un lugar, una posición, un sitio en el nuevo mundo, un espacio en el nuevo alrededor al que se arriba.

Esto me recuerda el famoso “exilio dorado” muy común en nuestras patrias latinoamericanas, así, cuando un sujeto que por a, be o zeta razones se convertía en una piedra en el zapato del régimen pero –cuando por otras a, be o zetas razones– no podía ser encarcelado, expulsado o desaparecido, se le daba una embajada en París o Katmandú –dependiendo de la importancia, trascendencia o información que tuviera el molestoso– y así se le mantenía contento y lo más alejado que se podía del centro del poder. Claro, con ese precedente es difícil decirse exiliado cuando sales de tu casa a un hotel, cuando viajas cómodamente en un avión, cuando pasas el control migratorio sin que nadie te mire con cara de sospechoso y, antes bien, te dan la bienvenida y ponen “aceptado” en una visa que hace rato se gestionó en un trámite que demoró dos horas cuando algunos llevan veinte años esperándola.

Es difícil creerle a alguien que escribe desde la parsimoniosa tranquilidad de su hotel cerca al mar, sentado en un pulcro restaurante donde vestidos de blanco conversan media docena de exiliados –los otros, los que sí llegaron de prestado, los que obtuvieron sus papeles de a pocos, los que se pasaron trabajando diez o doce horas en dos o tres empleos para conseguir una vida aparentemente menos miserable, con casa propia, carro a la puerta, tarjetas de crédito y deudas suficientes para seguir creyéndose este sueño hasta el último día–, media docena de camareros amables –peruanos, cubanos, venezolanos– que se preguntan ya quién es este tipo que tomó desayuno a las once de la mañana, desapareció cuatro horas y regresó –con la camisa un poco más arrugada por una siesta feroz y depresiva que callo avergonzado– para comerse medio pollo al horno con puré y hablar con el compatriota que lo atiende de las nostalgias de una tierra que abandonaron hace veinticuatro años –el camarero– y sólo ayer –o antes de ayer, que para el caso unas horas más o menos no redimen ni acompañan–. Pero ambos somos exiliados, él olvidándose palabras en nuestro idioma y yo tratando a tropezones de entender el diario en el otro idioma que inútilmente, por largos seis años, Miss Mesa trató de inculcarme.

Él se llama Daniel, vivió en Pueblo Libre y emigró cuando yo aún cursaba la secundaria. Hablamos de la comida peruana, de las condiciones laborales en ambos países, de las distancias, del transporte público y de lo escandalosamente caras que son las frutas en este país donde ambos somos extranjeros. Es interesante ver cómo la distancia idealiza todo, “allá era diferente”, dice Daniel con nostalgia hasta que le pregunto por qué se fue del país y empieza con la lista de quejas patrias que tenía olvidada. Entonces recuerda por qué es un exiliado, cómo encontró posibilidades de trabajar que allá nunca tuvo y ya no le parece tan malo el empleo que tiene hace veinte años en este hotel. Porque, mi respetable Daniel, ni nuestro país es el infierno ni éste es el paraíso. Pero, claro, se sonríe cuando le digo que yo también me he exiliado y que, en principio, no ha sido voluntad mía sino ajena la que me movió tantas miles de millas hacia este norte donde los kilómetros no significan nada. Se sonríe porque me ve cómodo en el hotel de cinco estrellas, frente a la piscina donde una señora pasea sus carnes infames sin la menor consideración por la estética y donde –serán las clases, será el lugar, será el horario– no se ha aparecido aún ninguna de esas diosas de perfección publicitaria, blonda cabellera y minúsculos bikinis que desafían las aguas calientes y los tiburones. Se sonríe porque él se vino cómo pudo, su compañero de al lado cruzó las noventa millas famosas en balsa y la simpática morena que mueve las caderas más allá se largó, con lo que tenía puesto, de no sé qué país caribeño tiranizado por el sargento de turno. Se sonríe porque me ve escribiendo estas líneas en mi máquina portátil que no sé por qué no halla la conexión inalámbrica que ando buscando desde hace rato para revisar los correos electrónicos que me acerquen un poco a la ciudad que hace sólo unas horas abandoné y que me atrapa –como un ancla atada a los pies del pirata– a ese lugar y a esos tiempos a los cuales ya soy ajeno, de los cuales ya soy un extranjero.

Sí, tengo todas las comodidades que cualquiera puede pedir, he dormido en una cama mullida, he comido atendido por la servicial cortesía de Daniel, me paseo por el hotel guarnecido por la impunidad de un plástico dorado y soy “el feliz poseedor” de la “visa para un sueño” por la que tantos –tanto– han sufrido. Sí, es infame, sin duda, pero yo también soy un exiliado.

(enviado a la lista el 10 de agosto del 2006)