miércoles, octubre 25, 2006

8. La flechita verde

Sigo analizando las leyes de esta ciudad y estoy convencido de que aún no soy pasible de obtener una licencia de conducir. Si me preguntaran mi interpretación de la norma, yo diría que no soy residente, que estoy de paso, que no radico acá más de seis meses y que, por ende, bastaría la licencia que traje de mi país para poder manejar libremente por estos lares. Claro, pero todos los demás no piensan lo mismo. A quien le preguntaba me decía “saca la licencia, es indispensable para identificarse”, porque parece que en este país uno se identifica con el permiso para manejar el auto (o sea, ¿quien no maneja no existe?, a veces pareciera cierto). Medio aburrido del “sí pero no” en el que me veía embarcado a cada momento decidí ajustarme a la sabiduría del “vox populi, vox dei” y averigüé los procedimientos para conseguir el bendito documento.

Primer dato: Acá todo empieza en Internet y termina en el correo. Lo primero, revisar la página web donde señalan los requisitos: visa en regla, licencia anterior y partida de nacimiento (segundo dato: sin la partida de nacimiento ningún trámite es posible aunque una vez que tienes la partida en la mano nadie te la va a pedir). Hay que llenar un formulario electrónico y solicitar una cita a través de él. En realidad son dos citas, una para el examen teórico (que todos llaman “escrito” aunque nadie “escriba” nada porque se toca una pantalla para responder) y otra para el práctico (“de manejo”, si es que a andar con el carro quince minutos por la playa de estacionamiento de un centro comercial puede llamársele “manejar”). Además se debe imprimir y completar un formulario “para agilizar los datos” (tercer dato: el formulario lo llenas por las puras porque nadie te lo pide, nadie lo mira, nadie le hace caso). Las citas no son inmediatas así que uno puede esperar algunas semanas.

Si bien pensé estudiar las reglas y practicar el manejo para estar preparado para “el día”, muy a nuestro estilo latinoamericano, esperé hasta la hora undécima para hacerlo. ¡Y vaya jornada la que me esperaba!

Sólo fue en la mañana previa a mis exámenes cuando me lancé por las autopistas de esta ciudad —verdaderas telarañas voladoras que se cruzan en el aire como asombrosos malabares de concreto—. La dejé a Ella en su oficina y me aventuré por las calles y carreteras sin más guía que mi despistado sentido de ubicación y sin otro propósito que retomar la fluidez con el timón. Estuve varias horas dando vueltas, me detuve en un café, devoré una deliciosa tortilla de jamón y me puse a leer el reglamento mientras me tomaba un jugo de naranjas recién exprimido (un pequeño lujo en una ciudad donde todo —hasta las conciencias— está envasado o es de plástico). Meche —mi amiga hasta el tuétano— me llamó por teléfono, interrumpí la lectura del manual y acepté almorzar con ella.

Abandoné el café que me albergaba y me lancé nuevamente por las carreteras, superé el tráfico del mediodía (cuarto dato: acá todos almuerzan a las doce y cenan ¡a las seis de la tarde!) y me encontraba ya a tres calles de la casa de Meche cuando me crucé con un patrullero (quinto dato —para despistados totales acostumbrados a la criollada—: los policías de esta ciudad son insobornables —al menos al nivel de una multa de tránsito— y es imposible “conversarlos” a la usanza nuestra, sólo por insinuarte te pueden meter preso y acá no hay tío comandante que valga).

No sé si sería la proximidad del examen o ver que el uniformado traía cara de pocos amigos, lo cierto es que me puse ligeramente nervioso. No quería adelantarlo pero fue imperioso, él iba muy lento —como el depredador al acecho de su presa— y quedarme atrás hubiera sido más sospechoso que rebasarlo. Lo pasé, lo pasó otra camioneta y, en eso, me encontré con el semáforo en rojo. Tenía que hacer una curva a la izquierda y la flecha verde que me autorizaba el viraje se había apagado hacía unos momentos. Me detuve con la luz roja, pasaron unos minutos y se encendió la luz verde pero se mantuvo apagada la flecha. Dudé. ¿Volteo o no volteo? (¡por qué no leí esa página del reglamento!)

No tenía la menor idea de cómo proceder y me hallaba más dubitativo que Hamlet con su calavera hasta que miré por el retrovisor y me encontré con la señora de la camioneta que estaba detrás de la mía hecha un energúmeno y moviendo histéricamente los brazos como gritándome “¡avanza idiota!”; así que avancé. En ese instante supe que si la mujer había sido tan expresiva, el policía —que se encontraba mirando toda esta escena desde la platea de su automóvil— estaría apunto de encender sus luces; así que —resignado— volteé lentamente y me puse a la derecha. Avancé muy despacio mientras la respetable vieja me rebasaba a toda velocidad diciéndome no sé qué cosa aunque intuí que se refería a mi sagrada madrecita.

Transcurrieron cuatro segundos y por el espejo vi cómo el patrullero se transformaba en una especie de ovni lleno de luces multicolores. Me hice a un lado y me detuve de manera tal que los carros pudieran seguir su camino sin evocar airados a mi santa progenitora. Recordando el manual (¡esa parte sí la leí!), bajé la ventana y puse las manos sobre el timón. El policía se tomó su tiempo (que a mí y a mis intestinos nos pareció una eternidad), habló con alguien por la radio (mientras yo me sentía uno de esos asesinos múltiples y fugitivos que en las películas caen en manos de la policía por una torpe infracción del reglamento de tránsito), esperó, volvió a hablar, espero, habló y bajó.

Se acercó lentamente y con una seca amabilidad me pidió mis documentos. Mientras los buscaba le dije que el carro era alquilado (“sí, ya lo sé”, fue su comentario desdeñoso) y que no era ciudadano de ese país (“ajá”). Le entregué mi licencia extranjera y mi documento de identidad. Mientras revisaba mis papeles me preguntó: “¿qué sucedió?”, y le expliqué que estaba aguardando “la flechita verde” para poder voltear y él me dijo que bastaba con la luz verde para virar a la izquierda y que yo había estado “obstruyendo y obstaculizando el tránsito” y que esa era una infracción. Insistí amablemente con lo de “la flechita verde” y él me ignoró con una esterilizada gentileza mientras leía mis datos. De repente su rostro se transformó, de la indiferencia al asombro: “acá dice que este documento venció el año pasado”, me dijo. Me puse lívido, mis intestinos empezaron a sublevarse, pero me controlé. Serenamente pedí ver los documentos… Debo confesar que me tomó varios minutos explicarle al oficial la diferencia entre “expedición” y “expiración”, sutilezas verbales que su mal español tardó en procesar.

Me devolvió los papeles desganado (sexto dato —me lo contaron después—: es muy complicado ponerle papeleta a un turista porque no tiene registro en la ciudad, así que las infracciones leves las dejan pasar —obviamente es de suponer que por las graves igual vas preso—) y me dijo: “tenga cuidado la próxima vez y ya sabe, la flechita verde no es indispensable para voltear”, y me dejó ir mientras mis intestinos y yo seguíamos imaginando cómo serían las celdas de la comisaría adonde pude haber ido a dar con mis huesos.

Almorcé con Meche en un delicioso restaurante argentino —un bife de chorizo alivia cualquier angustia— y le conté lo sucedido mientras me prometía estudiar el manual hasta el agotamiento. Sin embargo, entre los pañales de la hija, las compras del supermercado, el colegio del hijo y el lonche hogareño, se me pasó el día y no terminé de leer el reglamento de tránsito.

Al caer la noche fui a recogerla a Ella a la oficina y me guió hasta el mismo local donde rendiría mis pruebas al día siguiente. “El escrito es fácil, si estudias; el práctico se puede complicar si te distraes, te voy a enseñar la ruta”, así que hicimos varias veces el mismo camino —dentro del estacionamiento de un supermercado— con el que Ella había aprobado unos días atrás y, aparentemente, demostré la destreza suficiente para no hacer el ridículo, aunque los acontecimientos de “la flechita verde” me hicieron presagiar el desastre…

miércoles, octubre 18, 2006

7. Hágalo usted mismo

Una de las tragedias de abandonar las comodidades de un hotel es que en esta ciudad uno se ve expelido de repente a la realidad del “mundo civilizado”. La mano de obra barata no existe, no hay el “chico” que hace cualquier cosa por unas monedas ni el “maestrito” que funge de electricista, gasfitero, pintor y jardinero por un solo pago (que siempre se regateará) ni la “empleada” que por un sueldo ridículo permite a la más elemental clase media contar con mucama multiusos.

El asunto de “la doméstica”, como más de una vez escuché en mi patria (cuando no el peyorativo “la chola”), merece una crónica aparte pero no está de más recordar a la mujer que cocina, lava, plancha, limpia, cuida hijos ajenos, es guardiana de la casa, toma recados telefónicos, va de compras y hasta lustra zapatos en un “generoso horario” que empieza al alba –digamos seis de la mañana, con el jugo y las poncheras de los niños– y concluye tardísimo –digamos como a las once de la noche cuando la señora ha tomado su última taza de té–. Sus quince días de vacaciones (en un país donde el más infeliz de los burócratas goza de treinta) no dejan de ser significativos; sólo porque los legisladores consideraron que era muy molesto quedarse sin empleada por más de dos semanas se inventaron excusas tan extraordinarias como “no gasta en pasaje”, “come en la casa”, “ve televisión” o el sencillo “si no hace nada todo el día”.

Pero no nos desviemos. En el primer mundo los servicios o son muy caros o simplemente no existen. Allí reside una de las grandes causas de la gran inmigración: un trabajador manual que en nuestras patrias está mal pagado y no cuenta con ninguna protección laboral puede, si obtiene sus papeles y entra en la legalidad, decuplicar sus ingresos en poco tiempo, si no, al menos, los quintuplica de ilegal.

La primera vez que sentí el golpe de la civilización fue en una estación de gasolina. Acabábamos de abandonar el hotel, donde un amable botones se había encargado de colocar las tres mil quinientas maletas en el coche (maletas que luego yo tendría que cargar en la “casa nueva” –que de nueva no tiene nada– y subir a un segundo piso a través de una escalera infame). Pues bien, la “obscena” camioneta –rentada, por supuesto– empezó a proferir unos infernales ruidos cada vez que se encendía el motor y en la pantalla del tablero, frente al timón, una luz parpadeaba y unas letras aparecieron diciendo algo así como “la llanta está desinflada”. Así que pusimos norte a una gasolinería y aprovechamos para llenar el tanque que ya se encontraba famélico y deshidratado luego de varias idas y venidas por la ciudad.

Acá, en esta ciudad, las estaciones de gasolina tienen un solo empleado y rara veces dos. Él está en sentado, detrás de su caja registradora y desde allí controla, a través de una máquina, todo el movimiento del lugar. Cada una de las bombas tiene un sistema que permite el pago a través de tarjeta de crédito siempre y cuando el bendito plástico haya sido emitido dentro del territorio. Ah, las tarjetas emitidas en el extranjero no funcionan porque hay que poner un código postal, salvo que te aprendas el truco de colocar el número de la circunscripción en la que te encuentras, algo que me enseñó un cubano muy simpático para evitarme el trabajito de ir a la caja, entregar mi plástico y pedir que me “abran” el dispensador de la máquina tal y regresar después para firmar. Claro, eso lo aprendí después de haberme peleado con mi tarjeta y con la máquina dispensadora por diez minutos que parecieron eternos porque la señora de la camioneta que estaba detrás de nosotros empezaba a impacientarse.

Entonces el trámite es el siguiente: uno se detiene, apaga el motor del automóvil, baja, mete la tarjeta, saca la tarjeta, pone el código postal, toma la manguera, abre la tapa del tanque del carro, introduce la manguera, aprieta el botón que libera el flujo de gasolina, coloca el seguro y espera a que “salte” indicando que el depósito está lleno, retira la manguera, la coloca en hoyo que la sostiene, cierra la tapa del tanque, la máquina carga el gasto en la tarjeta, sube a su carro y se va. Muy sencillo de escribirlo pero, ¡a ver!, me encantaría observar cómo mis compatriotas, acostumbrados a ser servidos, lidian con este trabajito la primera vez.

Esa fue la parte sencilla. El timbre y el parpadeo de la luz continuaban y el aviso de “la llanta está desinflada” se mantenía incólume atormentándonos. Ubicamos la máquina del aire comprimido y funcionaba con monedas, buscamos y no teníamos, tuve que ir a la tienda y comprar un chocolate (¡ah, los chocolates!) y pedir que el vuelto me lo dieran en monedas.

Cuando regresaba adonde estaba la camioneta me di cuenta de varios problemas: uno, no contaba con un medidor de presión; dos, no tenía la más remota idea de cuál era la presión ideal para esas llantas; y, tres, la pantalla, tan precisa para torturarnos, no declaraba cuál de las llantas necesitaba su cuota de aire. Miré las cuatro y todas me parecieron igual de infladas o igual de desinfladas, según se viera (a mí me daba la mismo). No soy un experto en llantas así que no sé qué tan tensas deben esta para que la computadora de la camioneta las considere “bien infladas” y no “muy infladas” (semánticamente semejantes pero físicamente divergentes, sobre todo ante la posibilidad de una explosión del neumático en medio de estas carreteras donde todos manejan con la despreocupación de los que suponen que los accidentes y las emergencias no ocurren). Entonces recordé que en mi país le daba una moneda a un chiquillo (que siempre estaba allí o aparecía de quién sabe dónde como por arte de magia) y él sabe perfectamente la cantidad de aire que necesita cada tipo de neumático y, con la agilidad de gato, resuelve el asunto en tres minutos. Pero no estoy en mi país…

Ni modo, decidí que sería al “ojo de buen cubero” (¿sabían que cubero es el que hace las cubas y cubas son los barriles o toneles donde se almacena el vino o el aceite?, me lo acaba de contar el diccionario). Echaría aire hasta que las llantas estuvieran sólidas o hasta que se apagara la señal en el tablero. Metí la moneda y la máquina cobró vida, empezó a sonar escandalosamente un motor y el aire estaba allí listo para alimentar el hambre del neumático. Me agaché tan cuidadosamente como pude y, siguiendo los consejos de mi padre, me puse de cuclillas (claro, mi padre pesaba sesenta kilos y eso hacía infinitamente más sencilla su teoría). En medio del ruido ensordecedor de la máquina de aire, me encontré con que cada uno de los pistones de las llantas tenía una tapa de seguridad aparentemente muy fácil de desenroscar pero cuyo proceso se convertía en una tortura mientras mis rodillas crujían bajo el rigor de mi peso. Saqué la primera tapa, puse el aire comprimido y la inflé un poco mientras sudaba bajo el sol de fuego como el pobre Filípides después de la batalla de Maratón yendo a dar las buenas nuevas a los atenienses.

Levanté mi humanidad con calma y trabajo, avancé hasta la segunda llanta y en eso, como en las películas de ciencia ficción, cuando los extraterrestres atacan, percibí que una nave gigantesca pasaba sobre nosotros. No era una nave, era una nube. Una nube negra como mi consciencia y cargada de agua. De repente, arrancó la lluvia. La lluvia es un decir; el chubasco, el aguacero, el temporal, ¡el diluvio! La situación se complicó muchísimo pero yo, como un nuevo y empecinado Noé, me negué a rendirme. Abrí el segundo seguro, puse el aire y cerré. Avancé decidido con la camisa mojada pero con el orgullo intacto hacia mi tercera llanta... ¡No alcanzaba la manguera! Ella movió el carro hacia delante mientras la lluvia, cada vez más feroz, como ofendida por mi decisión de ignorarla mientras todos buscaban refugio, me seguía empapando. Me agaché a pelear con la tercera tapa. Mi espalda resistió por la adrenalina del momento (luego me pasaría la factura). Me hallaba en medio del tercer desenrosque cuando se hizo un silencio funeral que sólo se interrumpía con el tintineo del agua sobre el coche… ¡Había que echarle otra moneda a la máquina! Me puse de pie, me arrastré hasta el aparato, me mojé más el pantalón, introduje mis manos –mugrientas ya– en los bolsillos, saqué una moneda, la puse y el ensordecedor escándalo de la compresora hizo unísono concierto con el traqueteo de la lluvia sobre los metales y sobre los charcos que ya se empezaban a formar en la pista. Inflé la tercera, inflé la cuarta y, ¡por fin!, se apagó la bendita luz del tablero. Tiré la manguera del aire con furia, maldije la lluvia que tanto quiero y me trepé así como estaba, sin aseo previo, sin secarme, e hice pagar al pobre tapiz de mi asiento las consecuencias de mi cólera.

Arrancó el automóvil y tomamos la carretera que nos llevaría por media ciudad atravesando islas y puentes. La calma estaba llegando a mi fatigado cuerpo cuando de repente, sin aviso previo, como los terremotos o las bombas, arrancó de nuevo el ruido ensordecedor, las luces comenzaron a parpadear como en un avión en picada y, ¡oh eterna maldición de la modernidad!, apareció un nuevo cartelito… Nos estábamos quedando sin aceite…