sábado, noviembre 18, 2006

11. En el plazo máximo de treinta días

Susan me dijo que fuera “allí, donde están todos”, así que, obediente, marché a ese rincón, justo a las puertas de una cafetería donde una docena de personas se hallaban entre nerviosas y preocupadas. Hasta este lugar no llegaban las virtudes del sistema ni del aire acondicionado, estábamos bajo el sol de fuego, cobijados por la tenue sombra de una escalera. Varios fumaban y el ambiente era tenso como en la sala de espera de un hospital donde la parentela aguarda impaciente las noticias del médico que continúa en el quirófano acomodando las tripas de algún pariente querido.

He descubierto que todos tienen necesidad de hablar, esa humana debilidad de contarle al mundo nuestras experiencias, y a mí me encanta escuchar. Así que pronto hallé a un compatriota, se llamaba Daniel (¿o era David?) y estaba “de paso”. Me interesé por su caso, ¿por qué una persona “de paso por la ciudad” tendría la obligación de obtener una licencia de conducir? “Bueno, es que mi hija vive acá y venimos a visitarla con frecuencia y puede ser que permanezcamos por acá una temporada con mi señora…”. “Otro que se queda”, pensé. Lo cierto es que el buen Daniel, un jubilado de ya no me acuerdo cuál ineficiente ministerio público, con sus cincuenta y largos años encima, estaba desolado, “ayer me jalaron, es que detrás de esos arbustos hay una señal y si te la pasas te jalan, así de simple, “el PARE es sagrado” me dijo el examinador cuando me devolvía el papel descalificándome y recomendándome que practique un poco más para dar de nuevo la prueba, ¡imagínese jovencito!, como si uno no supiera manejar, uno que lleva más de treinta años conduciendo por las calles de nuestro país, ¡ese sí es un reto!, con las combis, los micros y los taxistas, ¡eso es cosa seria!, ¿no es cierto joven?”.

Afirmé con un gesto y con un aire nostálgico mientras recordaba a la pobre chata, ella también había emigrado unos meses atrás y había tenido que realizar los mismos trámites, rendir los mismos exámenes, vencer la misma burocracia y aún hoy se indigna cuando recuerda que la primera vez que se presentó a la prueba de manejo también la descalificaron. “El tipo era un obtuso, gordo, un obtuso, ¿me entiendes?, no puede ser, no puede ser, una que toma sus precauciones y el sujeto ése que dice que no, que así no es y me descalifica, no hay derecho, gordo, no hay derecho”, y por supuesto que no hay derecho porque la pobre chata estaba haciendo lo que cualquiera de nosotros haría previsoramente en nuestra América Morena, “entonces llegamos a un semáforo y estaba en verde y, obviamente paré, pero paré un poquitito, sólo un ratito, ¡oh, qué gran pecado ser cuidadoso!, ¿qué pretendía?, ¿que siguiera de largo sin mirar si por la derecha venía alguna bestia pasándose la luz roja?”.

Estaba riéndome solo recordando el cuento de la chata cuando se nos acercó un muchacho que no tendría más de veinticinco años, pálido, flaco, con cara de turista extraviado, y nos preguntó “¿acá se espera?”, Daniel dijo que sí y enseguida el nuevo se sintió en compañía, caribeño al fin, empezó a contar sus peripecias de exiliado, sus viajes por las carreteras de “este gran país”, sus líos con la policía por “errores de la juventud”, sus pretensiones de “trabajar en lo que sea, juntar un dinero y volver a mi patria para poner un negocito” y su preocupación por este examen “porque me han dicho que los inspectores son realmente bravos, pura candela, chico, no te perdonan ni una, dicen que el PARE…”, “¡es sagrado!”, lo interrumpimos Daniel y yo al unísono. Entonces conté la anécdota de la chata y ambos se solidarizaron con ella, “por supuesto, hizo bien en detenerse como precaución, si no, pueden matarla, ¡con tanto animal manejando!”, exclamó Clodomiro, que así se llamaba el muchacho. “Por eso cuando en esta ciudad hay un choque, es múltiple, porque estos tipos no saben reaccionar, se creen eso del rojo y de las señales y del respeto al reglamento y pasan por el semáforo sin siquiera ver a los costados, ¿y qué sucede?, lo de siempre, terminan con el otro automóvil incrustado”, agregó Daniel.

Atraídas por el entusiasmo de la cháchara debajo de ese sol feroz, se acercaron dos simpáticas muchachas, Yesenia y Maitén. Ambas eran bastante jóvenes, dicharacheras y agradables, difícilmente tenían más de veinte años, estaban nerviosas por el examen y hacían mil preguntas sobre “¿cómo crees que será?” y Clodo (“díganme así, que así me llama todo el mundo”) se encargaba de satisfacer sus curiosidades con respuestas inverosímiles y cargadas de un persistente galanteo rudimentario, “no se preocupen chicas, cuando el examinador las vea las aprobará por lo lindas que son”, ellas reían nerviosas y celebraban las palabras del galán de barrio. Ninguna tenía muy claro cómo manejar aunque ambas declararon que practicaban “por la casa” y que necesitaban la licencia “para el trabajo”.

Una, Yesenia, la ecuatoriana, trabajaba en agotadores turnos en unos almacenes gigantescos donde la gente va a comprar ropa de marca pero pasada de moda a precios ínfimos, contaba que los clientes pasaban “como marabuntas” y que lo que no les gustaba lo dejaban tirado en el suelo, “reponedora” es su cargo y tiene que ordenar todo lo que los demás desordenan. Se quejaba diciendo que tenía “la espalda rota” de tanto agacharse y que ya estaba cansada de tanto caos. La otra, Maitén, era nicaragüense, y estaba feliz con su empleo, era la encargada de controlar el ingreso de los vehículo en un condominio “de esos inmensos que abundan por acá, tiene como quinientas casas, pero hay más grandes, mi turno es de noche así que casi no hay trabajo, salvo los fines de semana, por lo que aprovecho para estudiar”.

De pronto, y sin proponérnoslo, éramos parte de un entusiasta diálogo entre las dos jovencitas que de los temas superficiales enrumbaron aceleradamente a lo concreto, intercambiaron información salarial y Yesenia descubrió que le pagaban una miseria. “Aprovecha, llevas el curso de vigilancia, donde te enseñan a manejar el programa de control, das el examen y de inmediato consigues trabajo”, “¿es caro?”, “no, para nada, además apenas te contratan te dan el uniforme y te lo descuentan por partes, anímate, justo en mi condominio están buscando gente”, la conversación ya estaba en punto de ebullición y todos metieron su cuchara. Los detalles convirtieron esta mezcla de acentos en una especie de confesionario público, los asuntos se hacían cada vez más personales (la humana necesidad de hablar) y ya sabíamos que Yesenia tenía un hijo, que Maitén andaba decidiendo con qué novio quedarse, que Clodo era casado (“aunque no soy fanático”) y que Daniel ya había conseguido “una peguita” de medio tiempo en una tienda de útiles de escritorio y que pensaba quedarse “porque la pensión allá es un insulto”.

En medio de ese barullo, escuché mi nombre, lo dijeron dos veces, casi con espasmódico apuro, volteé, vi la cara de pocos amigos del tipo que llamaba y marché silencioso a su encuentro. Todos me alentaron como si fuera el viejo caballero de las leyendas que se lanza a la desquiciada, pero hermosa faena, de cazar al dragón que asuela bosques y poblados…

¿Lo demás?, es lo de menos. Todo igual, todo previsible. Manejar como jamás se manejará en las calles, mentirnos todos, guardar apariencias y seguir el patrón que ellos quieren que sigas para poder meterte preso si es que causas algún desastre. Lo cierto es que funciona, aún no comprendo bien cómo, pero funciona.

El examinador, que se limitó a dar instrucciones sin casi un gesto de humanidad en el rostro, sólo sonrió muy ligeramente cuando, después de que yo estacionara el carro con la delicadeza con la que se danza con una princesa de porcelana, me dijo “está aprobado, vaya a la ventanilla cuatro a finalizar con el trámite”.

Un poco más de espera, un poco más de paciencia, un par de firmas, un papel, común y silvestre, con un número y una rúbrica rudimentaria garantizando que la licencia llegaría “en el plazo máximo de treinta días”. Hoy se cumplió el mes.

Ya lo había dicho, acá todo comienza en Internet y termina en la casilla de correo. Hoy la visité. Esperándome, liviana como bailarina pero tan sólida que es el único documento de identidad que te piden para cualquier trámite, se encontraba allí, tímida pero entera, atrincherada en un rinconcito, mi colorida, radiante y jamás mancillada, licencia de conducir.

jueves, noviembre 09, 2006

10. El PARE es sagrado

Susan me dio un papelito que me recordó esos “pases” que daban en el colegio cuando un alumno pedía “permiso para ir al baño”. Me dijo: “lo muestras al guardia” y así fue, avancé impunemente, atravesé filas, pasé la férrea vigilancia del uniformado y salí. Alcancé la calle únicamente blandiendo el formato aquel como si tuviera una bandera blanca o, mejor, un salvoconducto (esos documentos maravillosos por los cuales aquellos que te iban a fusilar no lo hacen —no porque respeten caballerosamente la validez de los tratados sino porque el país vecino es demasiado grande, demasiado rico, demasiado poderoso o demasiado de las de las tres cosas, como para pelearse con él—).

Salí. Me encontré con que la gente que estaba “esperando” era ya una multitud. Desordenados, malhumorados, acalorados, masticando insultos contra el guardia, maldiciendo al sistema, reclamando entre dientes por “el abuso” y sintiéndose los más desvalidos y maltratados seres de esta lado del planeta. Me vieron con envidia, “es uno de los que entró” parecían decirse entre ellos sólo con la mirada. Me preparé para el asalto… Felizmente en esta ciudad esas cosas no suceden casi nunca porque un delicioso y bien aceitado sistema represivo permite que vivamos en libertad; suena paradójico, pero es cierto, acá el “contrato social” de Rousseau funciona, a veces rengo, pero funciona.

Lo cierto es que llegué al estacionamiento del centro comercial donde se ubicaba la oficina de tránsito y me di cuenta de que media docena de sujetos vestidos con ropa llamativa, con cartelitos en la mano, se hallaban a un lado llamando la atención de todos los distraídos que pasábamos por allí. “Lecciones de manejo”, “alquilo autos”, “te enseñamos el circuito”, “tenemos carros pequeños”, de repente me vi fusilado por mil frases como esas mientras me acercaba al grupo. En ese instante tuve una regresión volví a mi país, a mi lugar de siempre, allí donde cuchucientos mil tramitadores, vendedores ambulantes, canillitas, ladrones y estafadores, te esperan a la puerta de cualquier institución pública ofreciéndote todo y de todo para salir bien librado de algún engorroso trámite burocrático. Me asaltó la duda, ¿en quién confiar?, en un país extraño, rodeado de gente extraña, ¿en quién confiar?

Estuve a punto de darme la vuelta, de decirle a Susan que mejor no, que no importaba, que iba a ir a una empresa a alquilarme un automóvil, que daba el examen otro día, cuando en eso se iluminó mi horizonte. Entre el mar de sujetos ensombrerados con caras indescifrables de mercachifles y charlatanes, cuyos ojos cubrían lentes oscuros, apareció una rubia de ojos azules (el tinte y los lentes cosméticos son detalles mezquinos que no pienso mencionar) que sonriente me dijo “¿qué deseas?”. Criado en la vieja tradición de los caballeros del tercer mundo, debo confesar que no tuve el talante para ignorar tamaña pregunta. Así que respondí.

“Un carro, necesito un carro para dar el examen práctico…”, la rubia ni se inmutó. “No hay problema”, sonrió, “yo tengo lo que necesitas”, no puede evitar sonrojarme (porque en el fondo soy tímido). “Firma acá que es el contrato que te piden en la oficina, el costo no sólo incluye que te preste el automóvil sino que, sin cargo extra, te voy a acompañar a hacer el mismo recorrido que realizan los examinadores. Ve a la oficina, entrega los papeles y regresas, te espero. Mi nombre es Mileidy, acá tienes mi tarjeta”.

Firmé irresponsablemente sin leer el contrato (¡Oh, el poder mefistofélico de las blondas cabelleras!) y marché hacia la oficina. El sol caía como clavando cuchillos sobre las espaldas de la multitud que aguardaba en la puerta, todos sudaban, todos se abanicaban, todos maldecían. Llegué a la puerta, siempre blandiendo mi “permiso” y el oficial me dejó entrar. Me acerqué donde Susan y le entregué el papel. “Perfecto”, me dijo y se puso nuevamente a escribir no sé qué cosa en la máquina.

Mientras tecleaba le pregunté distraídamente: “¿Y esas personas llegan a entrar?”, “no todos”, me respondió, “depende de la hora en que terminemos con ustedes, los que pidieron cita”, “¿y por qué ellos no piden cita?”, “no tenemos la menor idea, todos los días salimos con megáfonos y les decimos en dos idiomas que deben pedir cita a través de la página electrónica del departamento de tránsito para atenderse, y nada, pareciera que no entienden lo que se les dice”, “a lo mejor no tienen computadoras”, argumenté en defensa de la marea de inmigrantes que se agolpaba afuera de las oficinas, “ojalá fuera eso, pero no es así, todos los días sacamos una computadora y ofrecemos hacerles las citas nosotros mismos, nadie se inscriben, prefieren esperar, no los entiendo”, me quedé sin argumentos así que contesté con ese vago “¡qué interesante!” que siempre me es muy útil en estas vagas circunstancias.

Susan siguió revisando no sé qué datos hasta que me dijo, “¡listo!, vaya afuera que lo llaman”, “¿afuera?”, “sí, al lado”, agradecí sin entender mucho y salí. Como estaba medio confundido me refugié en los ojos azules de mi rubicunda Mileidy que se conocía todo el tejemaneje de estos trámites. Me acerqué a ella, estaba acompañada por un tipo que tenía la misma cara de extraviado que yo.

“Ya estás listo, bien, bien, eso sí, vas a tener que esperarme un ratito porque primero voy a llevar a dar la vuelta a David, que llegó antes que tú. Además te falta un buen rato, después de dar el teórico… Ah, ¿ya pasaste el teórico?, no había entendido eso, un segundito, este, bueno, David, ¿crees que puedas esperar tú?, lo que sucede es que el señor ya pasó el teórico y lo van a llamar antes que a ti y necesito enseñarle el circuito, ¿puedes esperarme un tantito?, ¡mil gracias! Acabo con él y sigo contigo, y no se preocupen, que acá hay tiempo para todos. Entonces, perfecto, sígueme…”.

Llegamos al automóvil, un compacto, japonés por más señas, color blanco. “Toma las llaves, ponte el cinturón de seguridad, enciende el motor y sigue mis instrucciones, a ver, a ver, ¿luces delanteras?, ¿luces altas?, ¿direccional?, ¿freno?, ¡perfecto!, no te aloques ni te apures.” Se sentó en el asiento del copiloto y siguió dando órdenes: “Ahora vamos a salir en retroceso, no, no, el espejo jamás se mira, ja-más, uno retrocede mirando hacia atrás, pon el brazo derecho en el respaldar del copiloto y mira a ambos lados, sal despacio, despacio, cuando tu espejo esté a la altura del final de esta raya, doblas, vamos, esta es la ruta, el único que cambia la ruta es el moreno, si te toca él, te va a hacer dar dos vueltas más, por allá, ¿ves?, bueno, sigue, a la derecha, a la izquierda, eso, vas bien, fíjate en las señales, es muy importante, recuerda: el PARE es sagrado, sa-gra-do, jamás, ja-más, se te ocurra pasártelo, lo haces y ¡adiós!, se acabó examen, porque te desaprobaron. ¿Bueno?, perfecto, sigue, a la derecha, despacio, despacio, no es una carrera, a la izquierda, ¿ves esos conos?, vas a estacionarte allí, vas a avanzar hasta que tu espejo se alinee con el primer cono y allí doblas todo el timón, siempre despacio, nadie te puede bajar puntos por ir lento, así, un poco más, ¡perfecto!, bien, ahora hay que salir, ya sabes, nada de espejos, sí, eso sí, puedes ayudarte con el brazo, siempre mira hacia atrás y hacia los lados, despacio, ajá, sí, despacio, ¿viste lo que pasó?, te llevaste un cono, trata de que no te suceda en el examen porque ese cono de plástico representa un carro, acabas de chocar, pero no te desanimes, a ver, sigamos, a la derecha, a la izquierda, de frente, bien, este es un cruce de cuatro esquinas, debes parar y esperar, cruza un carro de cada lado, en orden, bien, vamos, izquierda, allí, sí, allí, vamos a practicar tu capacidad de frenar en emergencia, vas a avanzar intentando darle velocidad al auto y cuando te diga paras en seco, eso sí, el secreto es mirar el espejo retrovisor porque si hubiera un carro detrás tuyo te chocaría, y eso lo califican, a ver, acelera, acelera, ¡frena!, muy bien, falta sólo una prueba la maniobra de tres puntos, ¿la conoces?, perfecto, es sencilla, has llegado a un camino sin salida y debes volver pero no puedes ir en retroceso, pones tu direccional y giras todo el timón a la izquierda y avanzas hasta donde te lo permita la pista, luego todo el timón a la derecha y retrocedes hasta el borde con los autos que están estacionados, siempre marcando las luces y finalmente volteas todo el timón nuevamente a la izquierda y ¡listo!, estás afuera. Bueno, te saliste un poquito pero no importa, es que no conoces el carro, bueno, sí, es como si hubieras chocado de nuevo, pero no te desalientes, es fácil. Ahora regresemos al estacionamiento, cuidadito que aún no termina el examen, el examen sólo acaba cuando apagas el motor y los instructores siempre esperan este momento para que te distraigas y ¡pum! haces algo mal y te descalifican. A ver, estaciónate allí, sí allí, a la derecha, despacio, despacio, despacito, muy bien, apaga el motor y dame las llaves, ya puedes esperar que te llamen…”.

viernes, noviembre 03, 2006

9. Quince de veinte

Me levanté temprano, la dejé a Ella en su oficina y marché con la misma desesperanzada fe de las vacas rumbo al matadero. Había permanecido despierto hasta las dos de la mañana estudiando el reglamento de tránsito de esta ciudad y sus mil inverosímiles vericuetos (por ejemplo, no cumplir con la pensión alimenticia de los hijos es causal para la suspensión del derecho a manejar), fue una especie de regresión a mi adolescencia, ese tiempo precioso en el que desperdicié no sé cuántas horas y energías analizando las un mil leyes y reglamentos de mi patria que me convertirían —vano intento— en un picapleitos titulado.

Arribé justo a tiempo al centro comercial donde se hallaba el local donde daría mis exámenes. Una fila de treinta personas esperaba en la puerta. No me desesperé, traía una cita que me permitiría escabullirme de esta primera barrera humana. Me acerqué y vi que un guardia se hallaba al otro lado de la puerta de vidrio. Ingresé con el desparpajo que aprendí en la Facultad de Derecho y entoné “buenos días, tengo una cita para…”, la estentórea voz del uniformado con sobrepeso cruzó los aires y cubrió la mía “a ver, repito una vez más, los que tienen cita hagan fila acá adentro, los que no, por favor, no insistan, deberán esperar afuera”, tres o cuatro señoras entusiastas y atropelladoras tuvieron que retirarse.


Una persistió. “Sólo es un momento”, dijo con dignidad ofendida, y el guardia volteó donde el señor cuyos documentos revisaba y se disculpó por la interrupción. “¿Si, señora?”, “he venido a dejar personalmente este documento”, el hombre lo ojeó (que no lo “hojeó”, porque no eran hojas, sino sólo lo miró superficialmente) y le dijo “debe mandarlo por correo”, “sí, ya sé, por eso lo traigo personalmente, para evitar el correo”, “señora, el envío es por correo y que usted lo traiga no cambia nada, al lado hay una oficina postal, allí debe dejarlo para que siga el trámite”, “por eso mismo, estoy acelerando el trámite”, “lamentablemente el trámite no se acelera, si usted me deja el papel lo único que sucederá es que yo, al término del día, enviaré su papel junto con otros muchos papeles por el mismo correo que usted puede utilizar ahora…”, “…pero…”, “lo lamento, señora, es el procedimiento”. Su última frase fue cortante. Dejó a la dama refunfuñando al lado y volvió a revisar los papeles del sujeto postergado. Antes alzó la mirada y recorriendo la fila volvió a decir “por favor, revisen sus papeles, tengan todos sus documentos a la mano, muestren su cita” y se hundió en las hojas que le mostraba el señor aquel.

Aburrido, me puse a jugar con mis documentos y los ordené por centésima vez, mi pasaporte, mi visa en regla, la licencia de conducir de mi país, mi partida de nacimiento, mi cita… ¡Mi cita...! Mi cita decía “para obtener duplicado”. Sudé frío. Maldije mi incapacidad frente a la burocracia, miré y remiré y no había nada que hacer, en vez de apretar el botón de “primera licencia” erré y marqué el del “duplicado”. La fila, que mientras pensaba que tenía todo en regla avanzó a paso de tortuga, se redujo precipitadamente y ya me encontraba frente al guardia que me pedía “sus documentos, por favor”. Le entregué todo y antes de que empezara a leer le dije “lamentablemente he cometido un error…”, me miró con cara desconfiada y continué. No se inmutó, cogió su lapicero, borroneó un papel que tenía en el escritorio de al lado y me preguntó: “¿hoy va a realizar también el examen práctico?”, contesté afirmativamente y volvió a preguntar “¿dónde están los papeles del automóvil?”.

Los papeles de la camioneta estaban en la guantera, “tráigalos”, salí, atravesé la fila de los sin cita —que ya sumaban medio centenar—, llegué al vehículo, saqué los papeles y mientras caminaba de regreso recordé al sujeto aquel en la compañía de alquileres de automóviles que dijo “si él es su esposo, no es necesario anotar su nombre como segundo conductor” y me molesté conmigo por esa desidia con la que uno deja pasar los detalles que luego te estallan en la cara. Presumí el escenario. “Lo lamento, este carro no está a su nombre”, “bueno pero en la empresa nos dijeron que…”, “señor, lo comprendo, y seguramente detrás de esa puerta la norma sirve, pero en esta oficina no, usted no puede utilizar ese carro para el examen práctico”, “pero, ¿puedo alquilar alguno de de esos que están afuera de las escuelas de manejo?”, “eso lo verá después, ahora pase a la derecha”.

A la derecha no había nadie, es decir, me paré en medio de la nada esperando que alguien me llamara o que alguna de las personas de los mostradores se liberara para atenderme. Andaba distraído cuando una joven uniformada me pasó la voz, me dijo “venga” y me llevó a otra oficina donde había otro mostrador. Llevaba en la solapa de la blusa un cartelito donde se leía “Susan”. Me pidió mis papeles, se los di y empezó a teclear a la velocidad del rayo. Fue muy amable, le expliqué el problema con el carro y me dijo, “eso lo vemos luego”. Terminó con el papeleo y me dijo “perfecto, vaya a la máquina cuatro y luego a la ventanilla tres”.

Fui a la máquina cuatro, una muchacha miraba la pantalla como quien está a punto de ser testigo de una revelación. La observaba casi con devoción, casi paralizada, casi extenuada. No se decidía a hacer nada. Pude ver sobre su hombro que se trataba de la pregunta número siete y era sobre las causas por las que puede suspenderse la licencia. No se movía. Susan me vio esperando y dijo: “pero si la máquina ya debiera estar libre”, preguntó y alguien le respondió que la jovencita tenía ya más de cuarenta y cinco minutos dando el examen. En ese momento algo pareció iluminarla y apretó un botón. Tras unos segundos angustiosos la pantalla empezó a parpadear y apareció un mensaje que decía algo como que ya había cometido los cinco errores permitidos y que se acercara a la ventanilla tres…

“¡Santo cielo!”, me dije, “la ventanilla tres es para los jalados, la señorita sabe que ayer me paró un patrullero, ¡qué modernidad!, ¡qué tecnología!, ¡ya estoy registrado en el sistema!, me arruiné…”. Desanimado me acerqué a la máquina y la miré como quien ve una advertencia, de repente, apareció un cartelito de bienvenida y empezó la tortura.

El examen teórico consta de dos partes, veinte preguntas del reglamento y veinte señales de tránsito que hay que reconocer y descifrar. Cada sección es independiente, para poder dar el práctico hay que responder satisfactoriamente el 75% de cada uno de los cuestionarios. “Esto es un infierno”, pensé, “la muchacha sólo ha respondido bien dos… ¡estoy perdido!”

Sin embargo no era tan fiero el toro como lo pintaban, leí con calma, reflexioné, exprimí el cerebro, opté por las respuestas más lógicas y respondí catorce preguntas sobre el reglamento sin equivocarme. “¡Ya está!”, pensé confiado, “esto es un paseo”. Contesté la quince, error, la dieciséis, ¡error!, la diecisiete, ¡Error!, la dieciocho, ¡ERROR! La máquina me tenía contra las cuerdas, una falla más y estaba perdido, “serénate, reflexiona, haz memoria…”, me decía mientras decidía si la respuesta era “A” o “C”… Apreté la “C” y… ¡eureka!

La prueba de las señales fue más sencilla, un error y listo, en veinte minutos había terminado…

Hice cola en la ventanilla tres, como siete personas antes que yo comentaban sus propios exámenes, algunos habían fracasado en ambas pruebas, otras en una y otros no. Los minutos pasaban lentos. Susan apareció como enviada por los dioses, “venga”, me dijo y obediente la seguí. Tecleó nuevamente en la máquina y habló: “¡listo!, ahora puede pasar al examen práctico”, “¿recuerda que había un problema con mi camioneta?”, “verdad, no puede usarla”, “¿y ahora”, “no hay problema, tome, es un permiso para salir, vaya, contrate un automóvil de cualquier academia de manejo, apenas arregle ese inconveniente regresa y pasa al examen de manejo, supongo que ha practicado, ¿no?”