viernes, marzo 16, 2007

18. Parrillada

Tiene razón Eugenia cuando dice que en su país “uno hace un asado en cualquier esquina”; en mi país es igual, claro, le llaman “parrillada”, pero significa lo mismo, un fin de semana, un grupo de amigos, una casa cualquiera, la parrilla empotrada o la portátil (jamás usar ese monstruoso clon que funciona con energía eléctrica, que esa para los flojos), la bolsa de carbón (que no esté húmedo porque humea), las bebidas (gaseosas, espirituosas, azucaradas, dietéticas o simple agua), algo de ensalada (que nadie come, aunque unas generosas rebanadas de tomate jugoso vienen muy bien acompañando la abundancia de palta —fruto delicioso de origen, para mí, divino, que fue apreciado tanto por los Incas, que en quechua así lo bautizaron, como por los Aztecas, que en Náhuatl le llamaban “ahuacatl”, de donde proviene el actual nombre de “aguacate” y el agringado “avocado” que se produce en California—), las carnes (de variedad casi obscena que incluye chorizos, choricitos y morcillas —entre los visitados embutidos— y pollo, chancho y res —en orden ascendente, entre los animales sacrificados a nuestra insaciable voracidad carnívora y antediluviana—), y, claro, el indispensable, el único, el irreemplazable experto parrillero (no se preocupen por eso, siempre hay uno, entusiasta y proactivo, que no teme ensuciarse las manos, ni engrasarse todo, ni cocinarse a fuego lento junto al lomo de cerdo o a la picaña, y es feliz frente a los carbones ardientes, sin más ambición que una cerveza bien helada —la popular “chela al polo” de mis tierras— y un buen par de amigos —patas, yuntas, carnales, brothers, causas, chocheras— para acompañar la jornada; él es quien sabe del calor necesario, del tiempo necesario, de la sal necesaria y conoce como nadie —como cierta vez me enseñó Carlitos, aunque confieso que jamás lo aprendí— no sé qué secreto indispensable para encender la brasa colocando una especie de cucurucho de papel en el centro de una montaña de carbones que terminan convirtiéndose en un fuego estupendo sin acudir nunca, so pena de ser condenado al averno de los inútiles voluntariosos, de los blandengues inexpertos o de los comodones contaminantes, a los artificios tramposos, lúbricos e inflamables, del aceite, la gasolina, la cera, el abanico, el ventilador o la secadora de pelo).

¿Cuántos meses venía postergándose la parrillada? Ya no lo recuerdo. En esta ciudad todo lo que se refiere a la vida social se aplaza, se demora, se piensa demasiado, se procesa y así pierde naturalidad y frescura. Todo el mundo está apurado, todos están cansados, todos tienen muchas cosas que hacer, obligaciones que cumplir, horarios que satisfacer, deudas que pagar, compras que realizar, ropas que lavar y pisos que barrer. La modernidad, que viene con sus carros del año, sus televisores de cincuenta pulgadas, sus viajes fabulosos, sus sueños que duran una semana y se pagan toda la vida, tiene también sus complicaciones. No es como en nuestras patrias, virreinales y clasistas, emergentes y subdesarrolladas, donde tenemos a la empleada (la chica, la muchacha, la mucama, la sirvienta) y a una corte de subordinados mal pagados y subempleados que hacen de nuestras vidas un lugar menos miserable mientras las suyas (sus vidas) se extravían en décadas dedicadas a un trabajo casero, chato, improductivo e interminable (como la condena del pobre Sísifo) pero, no obstante, indispensable.

Pero éste no es un trabajo de sociología ni una teoría del absurdo devenir humano que oscila entre la antigüedad esclavista y la modernidad auto-esclavizante, esta es (o quiso ser) la narración de un delicioso día de parrillada que amaneció con un sol radiante frente a las aguas, mansas todavía, de estas tierras que miran, entre el temor y la envidia, el esplendor a veces virginal, a veces lujurioso, y siempre lúdico, del Caribe.

Está dicho que acá, en esta ciudad, no es posible decir, “hago una parrillada” y hacerla sin más. Acá hay reglas, normas, estatutos, policías neuróticos, vecinos paranoicos, denuncias anónimas y todo un entramado fabuloso que garantiza una vida civilizada, sin excesos, sin vecinos empinando demasiado el codo y sin escándalos finsemaneros. Así que había que hallar el lugar propicio para reunirse (sin ser acosados por las autoridades) como lo hacían nuestros ancestros, alrededor del fuego que espantaba fantasmas y prolongaba, con su luminoso calor, la luz protectora del mediodía.

Echarse a buscar el sitio indicado tomó un tiempo, fatigó nuestra paciencia y probó nuestra amerindia terquedad. Los departamentos, donde casi todos vivimos, tienen claras “políticas de convivencia” que impiden que el molesto humo del carbón ardiendo se cuele por las rendijas de la ventana y active involuntariamente cualquiera de los infinitos detectores de incendio y sus taladrantes alarmas. Así, en uno de los condominios había que dejar “en garantía” una escandalosa suma de dinero “para preservar el patrimonio comunal en caso de desastre”; en otro había un solo ambiente “adecuado” para encender el carbón parrillero y había que separarlo con una anticipación delirante que nuestra latinísima y natural improvisación rechazaba desde lo más íntimo de nuestras vísceras tercermundistas; y, en un tercero, autorizaban solamente el uso de parrillas eléctricas y ya, sublevados, molestos y emperrechinados en nuestro soberano derecho al caos mestizo, decidimos que no, o era una parrillada con todas las de la ley o no era nada. Así que seguimos buscando.

Si Militza, en sus años de exilio —más real, más valiente y menos dorado—, no hubiera visitado en sus días grises la belleza de estas costas con sus pastos que llegan hasta el mar, sus árboles frondoso, sus arbustos poblados de aves marineras, sus piedras albergadoras de escurridizas lagartijas, su mar tranquilo, azul, surcado por barcos y veleros lejanos, probablemente jamás me hubiera hablado de ese lugar amable y paradisíaco, a unos pocos kilómetros de la rutina del centro, de las aguas negras del puerto y de las carreteras acrobáticas y apabullantes, en donde halló muchas mañanas y muchos atardeceres, la calma indispensable para conservar la calma y la serenidad suficiente para mantenerse serena en estas tierras de huracanes, tormentas y borrascas.

Así que en esas semanas de búsqueda frustrante, de límites y prohibiciones, me acordé de esos espacios de los que tanto me habló la vieja —pero nunca envejecida— amiga de la escuela y me lancé a investigar con tan buena fortuna que hallé —allí donde ella lo recordaba— un parque público, cuidado, limpio, bello, animado de vida silvestre y pleno de un verdor revitalizante, poblado de bancas, mesas, parillas y toda esa parafernalia irrenunciable que hacía posible, en nuestras tierras, la parrillada en cuestión. Por unas monedas la democracia se abría paso y, más allá del pago del arancel impuesto por ocupar el estacionamiento, el uso del ambiente era irrestricto (lo que en nuestras tierras morenas hubiera estado restringido por algún letrero que rezara “para el uso exclusivo de los socios” de algún club cuyas cuotas prohibitivas mantuvieran a los pobres en su lugar y a nosotros —arribistas y arribados, mercaderes y mercenarios— en nuestra comodidad clasemediera que en América Latina es dulcemente amarga y amargamente discriminatoria, artificial y verdadera, limpia y nebulosa, plena de un tufillo falsamente aristocrático que a veces da ternura y casi siempre da náuseas).

Bueno, tampoco tan irrestricto era el lugar, que algunos límites había y, entre ellos, el claro mandato que liquidaba cualquier intento de consumo de alcohol (una bendición para los abstemios entre los que me cuento).

Llegado el día, coordinado todo, con la emoción al tope, el grupo variopinto decidió reunirse para rememorar el viejo rito de la parrillada carbónica de brasas y grasas dentro del marco fabuloso de un paisaje de película.

Nos levantamos temprano y Ella empezó a coordinarlo todo; las horas pasaron, como siempre pasan, veloces y voraces, entre conversaciones telefónicas de mujeres poniéndose de acuerdo, hasta que me dijo: “vamos, Eugenia está haciendo las compras con Natalia, Boris está en camino y Eduardo ya viene”, vaguedad suficiente para arrancarme de mi delicioso apoltronamiento y conducirme al parque aquel que ya empezaba a llenarse de familias animadas y bulliciosas que separaban las parrillas y las mesas y las bancas, para preparar el almuerzo. “Guarda el sitio mientras yo voy a comprar algunas cositas en el supermercado, no creo que me demore mucho y los demás ya llegan ahorita”, me dijo Ella cuando hallamos la ubicación exacta, cerca del mar y cerca de los baños y cerca de todo, que la complació por completo.

Ella se fue en el auto, me abandonó a mi suerte, pasaron los minutos y siguieron pasando, pero soy paciente. Paciente sí, pero no impermeable; una lluvia, feroz, abrumadora, tropical y absolutamente mojadora y empapante se arrancó con la misma ferocidad de los administradores de condominios y sus prohibiciones de hacer parrilla. No me rindió la sorpresa y allí me quedé, enhiesto, sólido, terco y solidario, bajo las aguas del diluvio defendiendo el puente con la inútil gallardía de los viejos caballeros…