Está toda la familia, los padres, los primos, los tíos que viven acá y los que viven allá pero se encuentran de paso, los que llaman por teléfono y los que mandan cartas, despedidas y tequieros, todos de alguna manera, de alguna forma, están acá. Compartimos la sopa, sí, una sencilla sopa de pescado, sencilla allá —ese allá de dónde todos venimos, ese allá que acá todos extrañamos—, allá donde los ingredientes se encuentran en las más humildes cocinas, en las más pobres, en las más arregladas, allá donde todo lo necesario se consigue en el mercado, en el puesto de la casera, la de siempre, esa señora que nos conoce porque allí fuimos desde que éramos chicos y acompañábamos a mamá con la secreta intención de conseguir un dulce, la misma casera donde compra doña Rosa, la vecina, la que se sabe cada cosa que hacemos y cada vez que salimos y la hora a la que llegamos, y donde compra —también— don Esteban, el más respetado habitante del barrio, el profesor del colegio que les enseñó a los hijos y les enseña a los nietos y que parece que nunca va a cansarse ni a morirse. Allá todo sucede con la naturalidad de las cosas que siempre han ocurrido y no hay grandes cambios, ni grandes mudanzas, ni grandes penas; la muerte es el único viaje que realmente es definitivo y todos los demás son breves o largos, pero son viajes con retorno, con vuelta, con boleto de regreso, y las cosas suceden en la puerta, en la calle o en el parque, con la naturalidad con la que pasan los días y pasan las semanas y pasan las estaciones, así, sin alharaca, sin escándalo, sin ruido, porque las fiestas, la música y el baile, las reuniones familiares donde todos conversan a la vez y donde todos tienen algo que decir y donde no hay que quedarse callado porque si no, no hablas nunca, son cosa de todos los sábados o de todos los domingos y de cada rato, y en eso no hay nada de lo que admirarse o preocuparse o estar tomando nota en el diario o en el cuaderno de bitácora o estar publicándolo en el periódico como las defunciones y los robos que, de cualquier manera, no son muy frecuentes, porque allá todo el mundo se conoce y el que no se conoce se presenta y tiende la mano y la mano tendida encuentra otras manos y se saludan y ya se sabe quiénes son —quiénes somos— y ya no se es más forastero y otra vez a la costumbre, a las cosas de cada rato, a lo que no llama la atención ni da miedo, ni sale en primera plana, al mercado por la mañana, al cuidado de la casa, a la cocina que sirve de altar a los más deliciosos platos, al comedor compartido, al almuerzo con todos, juntos, sin apuro y sin relojes y sin teléfonos, sin nada que interrumpa la más sagrada de las reuniones familiares, la de todos los días alrededor del mantel, alrededor de la mesa. Allá nadie anda preocupándose del seguro que se venció, porque las cosas están aseguradas por la nobleza de su origen, por su buena madera, por el buen trabajo, por el buen artesano y su mano buena que hace maravillas. Nadie anda pensando en los apuros del calendario porque las estaciones llegan el día que deben llegar y si no llegan tan puntuales como el tren pues ya llegarán con calma y habrá, en todo caso, que pedirle o reclamarle al taita, al padre, al jefe, al de arriba, a ese que sin duda hará algo, moverá el dedo como quien mezcla el café con leche y, ya, todo solucionado, todo en su sitio, y las luces de nuevo poblarán los campos para que germine la semilla y los árboles reverdecerán y las flores se pondrán lindas y coloridas y se caerán de las ramas y las ramas quedan como vacías, como abandonadas, pero sólo por un tiempo porque después serán hermosas y fuertes de nuevo, hermosas como las muchachas que este verano habrán dejado de jugar a las muñecas para ser mujeres, y fuertes como los muchachos que abandonarán como nunca el partido de fútbol porque esta tarde se han dado un duchazo de esos, una afeitada de esas, una arreglada de esas y se han puesto el terno que le queda chico al papá o el que le sobra al primo o el que el tío les ha prestado medio a regañadientes y entre bromas, para salir a la fiesta que se organiza por quién sabe qué, porque salió el sol o porque saldrá o porque amanecimos todos y no queremos quedarnos así, callados, ingratos, desabridos, mientras el mundo entero, los pájaros, los perros y los gallos, cantan en no se sabe qué idioma una canción llena de entusiasmo, llena de pasión, llena de esperanza. Allá es tan sencilla la sopa de pescado que se come todos los días, a cada rato, por cualquier ocasión, es tan simple y tan importante que se prepara como se preparan las tradiciones, las costumbres y las repetidas epopeyas domésticas, con calma, con ganas, con alegría y, claro, con pescado. Pero pescado fresco, el del sacrificio de cada día, el que trae don Lorenzo a su puesto en el mercado, el que está al final de todos, al último, después de don Carlos, el carnicero, y de don Benjamín, el de las aves; pescado recién arrebatado al mar, recién cosechado de las aguas, recién conseguido, no el congelado ése que traen los innobles camiones que vienen de quién sabe dónde llenos de hielo, fábricas ambulantes de frío, donde los peces parecen haber sido petrificados mientras nadaban en sus ríos, con los ojos abiertos, sorprendidos por la violencia de tanta modernidad, de tanto avance, de tanto querer abarcarlo todo en poco tiempo, como esos hombres que quieren hacerse ricos y siguen acumulando fortuna y siguen queriendo más y guardando más y sufriendo más pensando cómo conservar lo que tienen y cómo seguir juntando más cosas, más monedas, más papeles, en una delirante carrera contra la nada a la que nada le interesan el ancho de los bolsillos o lo grande del arca o lo profundo del cofre, la nada —serena y clara, limpia y blanca— que se viene con esa cara de señora vieja que le pintaron ayer los artistas y que no ha querido despintarse porque en el fondo es tierna y dulce y no quiere desilusionarnos, la nada que nada pide sino la sencilla paz del tránsito, la serenidad de la transición, la tranquilidad del camino que debe seguir para seguir siendo, que solo anhela el sosegado recorrido de la naturaleza, esa madre que sólo exige a las estaciones que cumplan sus compromisos y que después de tantas flores florecidas (perdónenme la redundancia), de tanta primavera, de tantas luminosidades, de tanto cálido verano, de tantas hojas que se caen entre las manos de las chicas que juegan en el parque a esconderse con los chicos, de tanto otoño sencillón y simple, después de tanto paso y de tanto peso, lleguen los fríos con sus vientos y sus lluvias y sus resfriados, y algunos se marchen, como ha sido siempre, como debe ser, adelantándose un poco en esa jornada, en esa vía, en esa comunión con la tierra que a nadie debiera atemorizar porque es sencillamente lo que es y lo que ha sido desde que somos y aún desde antes, porque es lo que es desde siempre y para siempre sin que importe demasiado nuestra opinión en contra o cualquier nota de protesta. Por eso digo que el caldo de pescado es algo común, como la vida y como la muerte, común como todo lo que sucede y se sucede, sin demasiadas muestras de ilusión o desencanto, común como los ríos y como los pájaros, como el amigo que nos visita sin pedir permiso porque sabe que estaremos felices de verlo y como el pan que se comparte sin andar contando los pedazos, caldo, pues, común y fácil, simple de hacer, tan simple como la receta de la abuela que no tiene más secretos que su infinito amor y sus ganas de ser. Pero eso es allá, no acá, allá donde somos quienes somos y no somos estos vagabundos indocumentados o sí, ilegales o no, con crédito o desacreditados, enteros o partidos, asilados o aislados, —que a estas alturas y en estas tierras parece significar la misma soledad—, estos extranjeros en los que nos hemos convertido por obra y gracia de nosotros mismos, por nuestra mano, por nuestra causa, porque quisimos caminar otros pasos, hacer otros recorridos, librarnos de pobrezas o tiranos, labrarnos un futuro, y entonces llegamos acá y acá la familia se hizo más familia o más ganas de familia porque la amenaza de dejar de serlo es grande, como es más grande la nostalgia, y todo porque es difícil verse los domingos, porque vivimos lejos aunque sea la misma ciudad, porque estamos ocupados viviendo como esclavos para ser libres algún día, porque hay mucho que hacer, mucho que trabajar, mucho que progresar, mucho que comprar, mucho que cumplir, mucho que pagar —a plazos y para siempre— y no hay nada de tiempo para sentarse alrededor de la mesa a compartir esa sopita de pescado hablando de cualquier cosa que no suene a trabajo, a hipotecas, a fondo de pensiones y pagarés y tarjetas y compromiso, y entonces hay que aferrarse a los recuerdos, agarrarse de la memoria, sujetarse fuerte de lo que queda de familia y buscar oportunidades como ésta, ocasiones como ésta, en las que la despedida de quien se va —no de regreso a la casa vieja, ni a la calle gastada, ni al barrio ni al parque, ni al perro de la esquina que aún debe estar esperándonos moviéndonos la cola—, de quien se va a otro allá, uno más allá, más lejos, más distante, no porque sean más los metros o los kilómetros, si no porque será mayor la soledad porque seremos menos los nosotros, los exiliados, los que empezamos a ser familia, porque acá, este acá —esta lejanía, esta distancia— ha sido tan visitada, tan concurrida, tan presagiada, tan soñada por tantos en tantas generaciones, en tantas persecuciones, en tantas huidas, que este acá sigue siendo lejos pero es ahora un lejos poblado, acompañado, reunido, un lejos que ya empieza a quedarnos cerca, donde es posible acordarse de la vieja receta de la sopa de pescado y donde, con un poco de buena voluntad y otro poco de ingenio, es posible aún cocinar esa sopa, ese consomé, ese chupe delicioso que hacía la abuela los domingos mientras cantaba esas canciones de las que aún nos acordamos y que cantaremos esta noche, en esta despedida, en esta ocasión, en esta marcha que sigue y continúa, para celebrar la familia, la sangre, la comunidad, la tradición y la vida. Sí, es cierto, en esta Ciudad todos nos estamos yendo, todos estamos de paso y todos somos extranjeros, pero de alguna manera, de alguna forma, esta sopa de pescado nos devuelve a la casa de antes, al comedor poblado de recuerdos, a la sala donde departen los viejos de la tribu, a la biblioteca donde alguno de los que fueron sabios lee un libro todavía, al poema que alguien recita en la tarde, junto con el café, a la risa de todos, al canto, a la esperanza, a la familia nuestra y común, a la familia, grande y definitiva, que ni se acaba ni se termina porque la llevamos dentro, en el estómago, en los huesos y en la piel, en cada cosa que hacemos, en cada selva que poblamos, en cada pared que construimos, en cada palabra, en cada gesto, en cada forma, en cada centímetro de nuestra herencia, en cada una de las cucharadas de sopa de pescado, calentita y sabrosa, que compartimos.