lunes, mayo 21, 2007

21. Nueve semanas y media

Como uno de esos partos largamente esperados que no se sabe por qué se van atrasando hasta llegar a los peligrosos nueve meses y medio (momento en el que se hace indispensable la intervención del cirujano), este viaje, este “exilio dorado”, este paréntesis, se prolongó casi hasta el quirófano pero, felizmente, las contracciones anuncian el nuevo nacimiento. Aún no se sabe —eso nunca puede saberse, o sólo lo conoce el futuro, lo que es lo mismo o es irrelevante para los simples mortales que ni sabemos de oráculos ni los consultamos— si el niño saldrá completamente sano, si vendrá con taras, quedará rengo o nos sorprenderá con una inteligencia inusitada (en todo caso, eso tampoco importa, porque, una vez nacido, el hijo es el hijo y, salvo que uno sea un cretino descorazonado, uno va a amarlo sin poner condiciones). Así que este nacimiento o expulsión nada garantiza, sólo es cierto que cambia el panorama, el clima, el ambiente, la geografía, las circunstancias, pero nada más. Porque el niño que anduvo en el vientre o el hombre que vivió entre paréntesis por todo este tiempo, esencialmente son lo que son desde su origen aunque muchos se empeñen en ilusionarse con cambios sustanciales y prodigiosos que, como en la persona esa que creemos que el tiempo va a atemperar, jamás suceden.

Lo cierto es que todo se termina, nos guste o no. Todo llega a un final más o menos previsto, más o menos supuesto, más o menos esperado. Desde que la eternidad se la apropiaron los dioses (y ya es un poco tarde para ponerse a discutir con ellos), a los seres humanos se nos ha hecho muy sencillo esto de suponer que todo es efímero y que los buenos y los malos ratos no son sino una colección de perlas —blancas o negras— que vamos ensartando en la memoria hasta que la senilidad, el alzheimer, las tres Parcas o los cuatro Jinetes, venga a visitarnos.

Esta Ciudad, a veces tan descorazonada, a veces fría, a veces sin alma, llena de centros comerciales donde todos compran todo (aunque no tengan la menor idea de para qué sirve todo lo que compran), donde hasta las lechugas tienen no sé qué diabólica composición que las hace tan calóricas y engordantes como una hamburguesa, donde el incomprendido colesterol encuentra su paraíso, donde el apuro es la ley y el consumismo la religión, acá he conocido personas interesantes, mujeres hermosas, hombres valientes, ciudadanos honrados (aunque aún no tengan carta de ciudadanía), trabajadoras responsables, seres humanos que se niegan a aceptar la tiranía del “vivo muy lejos”, “estoy cansado”, “es muy lejos”, e insisten en poder, en hacer, en visitar a los amigos, salir al café, conversar, compartir, ayudar y ofrecer generosos su entusiasmo, su atención y su tiempo.

Irse es morirse un poco, es aceptar la partida, el adiós, es postergar un rumbo y lanzarse a otro, alienar un lugar para poblar otro, dejar un edificio trunco para comenzar a construir casa, interrumpir el viejo camino para andar por otro nuevo. Siempre, al partir, aún de esta Ciudad sin alma, dejamos algo atrás, abandonamos.

Cuando esté en el avión que me llevará a mi nuevo exilio, quizá menos dorado y, sin embargo, quizá más humano y quizá más lleno de aventuras y de historias y de personas que conocer y de historias que escribir, recordaré todo aquello que no dije, todo aquello que postergué porque el tiempo, que fue mucho, se hizo corto sin embargo. Llevaré en la memoria todo aquello que acumulé en estos nueve meses y medio, todas estas vidas, todas estas experiencias, todas estas palabras que me dijeron y que se quedan allí, revoloteando en mi cabeza, distorsionándose, confundiéndose, olvidándose, para que un día, si los dioses quieren —y ya sabemos que nadie sabe qué desean, si es que desean algo—, pueda convertirlos en crónicas o novelas o cuentos o poesías o lo que sea que alcance a hacer el poco o mucho talento que me heredaron.

Así, se quedan “en veremos” Obdulia y sus peripecias para llegar a esta Ciudad, para intentar rearmar su familia, encontrar que es imposible quedarse porque es mejor para sus hijos aunque su vida se reduzca a limpiar casas hasta que las fuerzas no den más o hasta que los chicos hagan su vida y la abandonen; la China con su marido tan falso como el número de la seguridad social que le permite trabajar y soñar que vive una legalidad que no le pertenece, peleándose con el bueno-para-nada que se casó con ella por negocio y que lo único que ha hecho en estos años es sacarle dinero e hipotecarle la esperanza; Brenda, su amiga, la otra camarera, la de la suerte grande, la del tipo noble y bueno, amable y solidario, que ella y su marido (el cierto) y su hijo, aprecian tanto, que también es casado y si lo hace es porque necesita el dinero de ese negocio, de ese matrimonio por papeles, para traer a su verdadera, la que está allá, en uno de esos allases que se encuentra tan lejos cuando no se tiene la documentación en regla; Orlado, el que llegó por terco, por avezado, por insistir en sus ideas, porque el pasaporte era de otro y la foto era de otro y el permiso era de otro, pero llegó con algo de suerte y mucho de coraje, y ahora sueña con hacerse un espacio, con crecer con su esposa y hacerse empresario; Boris, cuyos papeles vencen en cualquier momento, cuyo refugio se termina y sigue terminándose pero no se consigue los documentos falsos “porque no” y no engaña a los burócratas “porque no está bien” y no se matrimonia con la primera que le ofrezca la ciudadanía porque a sus veintipocos aún quiere hacer “por amor” lo que acá es un negocio extraordinario; Kathy, que quiere ser la conductora estrella de un programa de TV y que a sus poquísimos veintes le ha agregado no sé qué porciones inmensas de madurez aunque aún se emocione y llore como una chiquilla cuando en la radio la canción ésa le habla del abuelo que dejó “allá” en la tierra que era suya y ahora es tan ajena como ésta, y aunque pueda, como sólo pueden los jóvenes, enamorarse para siempre en dos semanas; Eugenia que trabaja y trabaja porque cree aún en eso de los méritos y todavía no se convence de las trampas de la vida y no entiende que esto se trata de arreglos y contactos antes que de esfuerzo y talento; Eddie que está harto de esta ciudad sin alma, sin cafecitos, sin amigos con los que ponerse a conversar alrededor de una mesa sin más apuro que el último cigarro con el que se acaba la noche y que aún no vende su casa allá, en la patria, sólo porque es una forma de permanecer en esas tierras suyas, en ese alrededor suyo, en ese metro cuadrado que le pertenece, aunque ya no le pertenezca; Claudia, que espera que el tío providencial firme esos papeles, esos “malditos papeles”, para que entonces quedarse sea una opción, una posibilidad, una decisión y no un imposible ante el cual tenga que explicarle a sus hijos, que acá se han criado, que ésta no es su patria, ni su bandera, ni su historia y que unos señores (que llegaron como ellos, un poco antes, pero ya se olvidaron) decidieron, al fin, echarlos a esa realidad de la que se largaron sus padres hace años porque el futuro y el progreso eran dos palabras que no se conciliaban en el barrio donde nacieron; Olga, que vendió la casa, invirtió todos sus ahorros, empeñó hasta el alma para obtener esos papeles que ya son una realidad aunque, Juan, el mayor de los hijos, jamás alcanzó la visa soñada y se quedó allá, con la tía que es buena como el pan “pero no es lo mismo” y ya han pasado diecisiete años y las llamadas y las visitas y las cartas no son suficientes para consolar a una madre y a un hijo que no saben qué hacer con tanta distancia; Ricardo, el que llegó venciendo las olas en una balsa y ahora limpia piscinas con calma y sin angustiarse porque acá no importa y nadie se escandaliza si se entera que él encuentra más atractivo a Pedro, el jardinero de los brazos anchos, que a Rosa, la pedicura mulata de formas generosas cuyas caderas recuerdan la intensidad del pueblo que la vio nacer; Rolando, el carpintero septuagenario que tiene un hijo en el ejército peleando una guerra perdida, y que aún se trepa, con sus años y sus canas, a los techos de las casas para arreglar maderas desvencijadas y “ganarse un extra” porque la pensión acá, que dicen que es una de las mejores, no alcanza para mantener al hijo de doce años que tuvo con la tercera de sus esposas; Federico, el otro setentón que es un ciclista empeñoso, cuyo divorcio y cuya esposa casquivana lo devolvieron, ya viejo y agradecido, al mundo de las muchachas eventuales y de los amores por hora a los que les cuenta de sus días, de sus glorias, de los tiempos en que producía películas famosas y se tuteaba con los nombres importantes que los demás vemos en la pantalla como cosas ajenas y pasadas.

Acá se quedan todos, los mentados y los no, acá, en los recuerdos, en la retina, en la memoria, en los detalles que guardo, en las anécdotas, en las mil conversaciones, en mis largos interrogatorios que tantos soportaron con paciencia, con buen humor, con tantas ganas de hacerme entender eso que mis preguntas hacían parecer incomprensible. Algún día —no es una promesa pero sí un propósito— volverán en palabras y serán libro aunque solo sea por exorcizar distancias, herir soledades, espantar demonios y decir gracias.

miércoles, mayo 09, 2007

20. Sopa de pescado

Está toda la familia, los padres, los primos, los tíos que viven acá y los que viven allá pero se encuentran de paso, los que llaman por teléfono y los que mandan cartas, despedidas y tequieros, todos de alguna manera, de alguna forma, están acá. Compartimos la sopa, sí, una sencilla sopa de pescado, sencilla allá —ese allá de dónde todos venimos, ese allá que acá todos extrañamos—, allá donde los ingredientes se encuentran en las más humildes cocinas, en las más pobres, en las más arregladas, allá donde todo lo necesario se consigue en el mercado, en el puesto de la casera, la de siempre, esa señora que nos conoce porque allí fuimos desde que éramos chicos y acompañábamos a mamá con la secreta intención de conseguir un dulce, la misma casera donde compra doña Rosa, la vecina, la que se sabe cada cosa que hacemos y cada vez que salimos y la hora a la que llegamos, y donde compra —también— don Esteban, el más respetado habitante del barrio, el profesor del colegio que les enseñó a los hijos y les enseña a los nietos y que parece que nunca va a cansarse ni a morirse. Allá todo sucede con la naturalidad de las cosas que siempre han ocurrido y no hay grandes cambios, ni grandes mudanzas, ni grandes penas; la muerte es el único viaje que realmente es definitivo y todos los demás son breves o largos, pero son viajes con retorno, con vuelta, con boleto de regreso, y las cosas suceden en la puerta, en la calle o en el parque, con la naturalidad con la que pasan los días y pasan las semanas y pasan las estaciones, así, sin alharaca, sin escándalo, sin ruido, porque las fiestas, la música y el baile, las reuniones familiares donde todos conversan a la vez y donde todos tienen algo que decir y donde no hay que quedarse callado porque si no, no hablas nunca, son cosa de todos los sábados o de todos los domingos y de cada rato, y en eso no hay nada de lo que admirarse o preocuparse o estar tomando nota en el diario o en el cuaderno de bitácora o estar publicándolo en el periódico como las defunciones y los robos que, de cualquier manera, no son muy frecuentes, porque allá todo el mundo se conoce y el que no se conoce se presenta y tiende la mano y la mano tendida encuentra otras manos y se saludan y ya se sabe quiénes son —quiénes somos— y ya no se es más forastero y otra vez a la costumbre, a las cosas de cada rato, a lo que no llama la atención ni da miedo, ni sale en primera plana, al mercado por la mañana, al cuidado de la casa, a la cocina que sirve de altar a los más deliciosos platos, al comedor compartido, al almuerzo con todos, juntos, sin apuro y sin relojes y sin teléfonos, sin nada que interrumpa la más sagrada de las reuniones familiares, la de todos los días alrededor del mantel, alrededor de la mesa. Allá nadie anda preocupándose del seguro que se venció, porque las cosas están aseguradas por la nobleza de su origen, por su buena madera, por el buen trabajo, por el buen artesano y su mano buena que hace maravillas. Nadie anda pensando en los apuros del calendario porque las estaciones llegan el día que deben llegar y si no llegan tan puntuales como el tren pues ya llegarán con calma y habrá, en todo caso, que pedirle o reclamarle al taita, al padre, al jefe, al de arriba, a ese que sin duda hará algo, moverá el dedo como quien mezcla el café con leche y, ya, todo solucionado, todo en su sitio, y las luces de nuevo poblarán los campos para que germine la semilla y los árboles reverdecerán y las flores se pondrán lindas y coloridas y se caerán de las ramas y las ramas quedan como vacías, como abandonadas, pero sólo por un tiempo porque después serán hermosas y fuertes de nuevo, hermosas como las muchachas que este verano habrán dejado de jugar a las muñecas para ser mujeres, y fuertes como los muchachos que abandonarán como nunca el partido de fútbol porque esta tarde se han dado un duchazo de esos, una afeitada de esas, una arreglada de esas y se han puesto el terno que le queda chico al papá o el que le sobra al primo o el que el tío les ha prestado medio a regañadientes y entre bromas, para salir a la fiesta que se organiza por quién sabe qué, porque salió el sol o porque saldrá o porque amanecimos todos y no queremos quedarnos así, callados, ingratos, desabridos, mientras el mundo entero, los pájaros, los perros y los gallos, cantan en no se sabe qué idioma una canción llena de entusiasmo, llena de pasión, llena de esperanza. Allá es tan sencilla la sopa de pescado que se come todos los días, a cada rato, por cualquier ocasión, es tan simple y tan importante que se prepara como se preparan las tradiciones, las costumbres y las repetidas epopeyas domésticas, con calma, con ganas, con alegría y, claro, con pescado. Pero pescado fresco, el del sacrificio de cada día, el que trae don Lorenzo a su puesto en el mercado, el que está al final de todos, al último, después de don Carlos, el carnicero, y de don Benjamín, el de las aves; pescado recién arrebatado al mar, recién cosechado de las aguas, recién conseguido, no el congelado ése que traen los innobles camiones que vienen de quién sabe dónde llenos de hielo, fábricas ambulantes de frío, donde los peces parecen haber sido petrificados mientras nadaban en sus ríos, con los ojos abiertos, sorprendidos por la violencia de tanta modernidad, de tanto avance, de tanto querer abarcarlo todo en poco tiempo, como esos hombres que quieren hacerse ricos y siguen acumulando fortuna y siguen queriendo más y guardando más y sufriendo más pensando cómo conservar lo que tienen y cómo seguir juntando más cosas, más monedas, más papeles, en una delirante carrera contra la nada a la que nada le interesan el ancho de los bolsillos o lo grande del arca o lo profundo del cofre, la nada —serena y clara, limpia y blanca— que se viene con esa cara de señora vieja que le pintaron ayer los artistas y que no ha querido despintarse porque en el fondo es tierna y dulce y no quiere desilusionarnos, la nada que nada pide sino la sencilla paz del tránsito, la serenidad de la transición, la tranquilidad del camino que debe seguir para seguir siendo, que solo anhela el sosegado recorrido de la naturaleza, esa madre que sólo exige a las estaciones que cumplan sus compromisos y que después de tantas flores florecidas (perdónenme la redundancia), de tanta primavera, de tantas luminosidades, de tanto cálido verano, de tantas hojas que se caen entre las manos de las chicas que juegan en el parque a esconderse con los chicos, de tanto otoño sencillón y simple, después de tanto paso y de tanto peso, lleguen los fríos con sus vientos y sus lluvias y sus resfriados, y algunos se marchen, como ha sido siempre, como debe ser, adelantándose un poco en esa jornada, en esa vía, en esa comunión con la tierra que a nadie debiera atemorizar porque es sencillamente lo que es y lo que ha sido desde que somos y aún desde antes, porque es lo que es desde siempre y para siempre sin que importe demasiado nuestra opinión en contra o cualquier nota de protesta. Por eso digo que el caldo de pescado es algo común, como la vida y como la muerte, común como todo lo que sucede y se sucede, sin demasiadas muestras de ilusión o desencanto, común como los ríos y como los pájaros, como el amigo que nos visita sin pedir permiso porque sabe que estaremos felices de verlo y como el pan que se comparte sin andar contando los pedazos, caldo, pues, común y fácil, simple de hacer, tan simple como la receta de la abuela que no tiene más secretos que su infinito amor y sus ganas de ser. Pero eso es allá, no acá, allá donde somos quienes somos y no somos estos vagabundos indocumentados o sí, ilegales o no, con crédito o desacreditados, enteros o partidos, asilados o aislados, —que a estas alturas y en estas tierras parece significar la misma soledad—, estos extranjeros en los que nos hemos convertido por obra y gracia de nosotros mismos, por nuestra mano, por nuestra causa, porque quisimos caminar otros pasos, hacer otros recorridos, librarnos de pobrezas o tiranos, labrarnos un futuro, y entonces llegamos acá y acá la familia se hizo más familia o más ganas de familia porque la amenaza de dejar de serlo es grande, como es más grande la nostalgia, y todo porque es difícil verse los domingos, porque vivimos lejos aunque sea la misma ciudad, porque estamos ocupados viviendo como esclavos para ser libres algún día, porque hay mucho que hacer, mucho que trabajar, mucho que progresar, mucho que comprar, mucho que cumplir, mucho que pagar —a plazos y para siempre— y no hay nada de tiempo para sentarse alrededor de la mesa a compartir esa sopita de pescado hablando de cualquier cosa que no suene a trabajo, a hipotecas, a fondo de pensiones y pagarés y tarjetas y compromiso, y entonces hay que aferrarse a los recuerdos, agarrarse de la memoria, sujetarse fuerte de lo que queda de familia y buscar oportunidades como ésta, ocasiones como ésta, en las que la despedida de quien se va —no de regreso a la casa vieja, ni a la calle gastada, ni al barrio ni al parque, ni al perro de la esquina que aún debe estar esperándonos moviéndonos la cola—, de quien se va a otro allá, uno más allá, más lejos, más distante, no porque sean más los metros o los kilómetros, si no porque será mayor la soledad porque seremos menos los nosotros, los exiliados, los que empezamos a ser familia, porque acá, este acá —esta lejanía, esta distancia— ha sido tan visitada, tan concurrida, tan presagiada, tan soñada por tantos en tantas generaciones, en tantas persecuciones, en tantas huidas, que este acá sigue siendo lejos pero es ahora un lejos poblado, acompañado, reunido, un lejos que ya empieza a quedarnos cerca, donde es posible acordarse de la vieja receta de la sopa de pescado y donde, con un poco de buena voluntad y otro poco de ingenio, es posible aún cocinar esa sopa, ese consomé, ese chupe delicioso que hacía la abuela los domingos mientras cantaba esas canciones de las que aún nos acordamos y que cantaremos esta noche, en esta despedida, en esta ocasión, en esta marcha que sigue y continúa, para celebrar la familia, la sangre, la comunidad, la tradición y la vida. Sí, es cierto, en esta Ciudad todos nos estamos yendo, todos estamos de paso y todos somos extranjeros, pero de alguna manera, de alguna forma, esta sopa de pescado nos devuelve a la casa de antes, al comedor poblado de recuerdos, a la sala donde departen los viejos de la tribu, a la biblioteca donde alguno de los que fueron sabios lee un libro todavía, al poema que alguien recita en la tarde, junto con el café, a la risa de todos, al canto, a la esperanza, a la familia nuestra y común, a la familia, grande y definitiva, que ni se acaba ni se termina porque la llevamos dentro, en el estómago, en los huesos y en la piel, en cada cosa que hacemos, en cada selva que poblamos, en cada pared que construimos, en cada palabra, en cada gesto, en cada forma, en cada centímetro de nuestra herencia, en cada una de las cucharadas de sopa de pescado, calentita y sabrosa, que compartimos.

jueves, abril 19, 2007

19. Tiempo para comer

Tiene razón mi amigo Eddie cuando me dice que lo que más se extraña en esta ciudad es el tiempo, es decir “nuestro tiempo”, el tiempo que nos tomamos nosotros para hacer las cosas; comer, por ejemplo.

¿Quién no recuerda la mesa familiar y la sobremesa con las conversaciones interminables de “los mayores” que se proponían salvar al mundo con una copa de vino en la mano o con el café aromático de las tardes domingueras? Allá el tiempo sobraba, siempre se podía pedir un pan más, un postre más, una cerveza más. Los horarios eran simples formalismos para darnos una idea de la fecha, y el atrevimiento de llegar temprano era una torpeza que sólo algunos pocos cometíamos por esa obsesión de no querer pasearse por media casa dándose en manos y besos a abuelas, tíos, tías, sobrinos, sobrinos, amigos, amigas, vecinos y demás comensales (“a quien llega primero lo saludan todos, el último saluda a todos”). Si el almuerzo se citaba a la una de la tarde a nadie se le ocurría llegar antes de las dos (y a ninguno le pasaba por la cabeza llegar con las manos vacías, salvo algunos cuyos nombres guardaré en el silencio cómplice de la vieja amistad) y nunca nadie se preocupaba de la hora de irse, eso era algo natural, nacía de varias condiciones: que se acabara la comida, que la charla empezara a dar vueltas sobre el mismo punto, que el sueño se hiciera grave o que se terminara el trago (y ningún anfitrión se exponía a tamaña deshonra). Así pasaban los minutos, pasaba la tarde, llegaba la noche y vaya uno a saber cuándo concluía todo, entre “la última y nos vamos” y las despedidas que tardaban tanto como el mismo almuerzo, ya en la puerta, ya con el motor del carro encendido, ya con la ventana baja y el conductor diciéndole las últimas palabras al dueño de casa que se quedaba conversando eso que “se me había olvidado”.

En los restaurantes pasaba lo mismo, todo ocurría con calma, con la serenidad de los árboles viejos que no tienen apuro alguno porque con calma o sin ella el verano siempre llega y siempre llega el invierno y eso es así, indefectible, rígido, de feroz cumplimiento y entonces, a qué atolondrarse si ya madre natura camina a su paso sin andar empujando a nadie. En los restaurantes uno era un cliente, es decir, un habitué, uno que siempre iba al mismo lugar porque no existía aún ese complejo de veleta que hace que la gente ahora se la pase de local en local para salir en las fotos de las revistas sociales o para poder comentar que estuvo allí en el “lugar de moda” aunque sea carísimo y desabrido y soso y se encuentre lleno hasta la saciedad de personajes olvidables que no van a degustar nada sino a exhibirse como modelos en la pasarela. No, uno iba a “su” restaurante, al preferido, a aquel donde el mozo no era “oiga joven” sino que se llamaba Ignacio, tenía una esposa y tres hijos y se sabía de memoria que nos encantaba tal o cual plato y ponía sobre la mesa, ya sin preguntar, nuestras bebidas preferidas y nos traía el piqueo imprescindible mientras escogíamos entre los tres o cuatro platos que nos encantaban y nos recomendaba éste o aquel porque “acaba de llegarnos pescado fresco” o “la carne está buenísima” y así disfrutábamos de nuestro almuerzo casi como si estuviéramos en casa. Se juntaban dos o tres mesas y cabía toda la familia y todos conversábamos y hablábamos de esto y de aquello y contábamos historias y chistes y noticias y reíamos y carcajeábamos sin más límites que los de no alterar demasiado a las otras mesas que hacían exactamente lo mismo. Nadie nos miraba con cara de “apúrense que hay otros comensales esperando” y eso de la “rotación” de las mesas y sus clientes no era un concepto aprendido por nuestros camareros que siempre se hallaban solícitos y preparados, pacientes y serenos. Eso era ir a comer, era quedarse varias horas en el restaurante, en sillas cómodas, en un ambiente amable, con alguna música instrumental de liviano fondo que nos acompañaba en los breves períodos en que el silencio era necesario para comer o respirar o tomarse un sorbo de vino o de agua o de lo que fuera, que todo siempre estaba bien y era rico y agradable. El café daba lugar al cigarrillo y el cigarrillo a la conversación de sobremesa y ésta duraba varias horas y todos felices abandonábamos el restaurante sin que nadie nos apurara casi bajo la mirada melancólica del dueño que se acercaba, nos conversaba, preguntaba por algún ausente y se convertía casi como de la familia.

Acá no, acá todo es rápido, hasta en los restaurantes más encopetados se respira ese aire de modernidad mal entendida, de apuro, de necesidad de mucha clientela que compense con largas propinas lo mísero del salario de un mesero. Ni bien llegas te das cuenta que hay que esperar, acá siempre se espera, acá siempre está todo lleno, en muy pocos lugares se hace reserva e impera eso de que “el primero que llega se sirve primero”, claro, siempre y cuando hayan llegado todos, porque si el primo Pepe se demoró un poco en su casa y aún no ha aparecido entonces “no se les puede asignar mesa hasta que no se encuentren presentes todos los comensales” y así pierdes el turno y vuelve a la cola a aguardar de nuevo. Acá la comida no es un placer, es una necesidad biológica con más o menos estilo, según sea tu presupuesto. Los restaurantes no son remansos de paz ni templos del sabor, no, se han convertido en fábricas histéricas y compulsivas de platos exagerados, recargados, desbordantes de colores y salsas y lechugas, pero desabridos, desabridos como el cocinero que hace su trabajo de mala gana o como el mesero que sólo piensa en que te vayas para que venga el siguiente con la siguiente propina (compulsivamente agregada a tu cuenta sin consulta previa y con desvergüenza aunque algunos restaurantes tengan el cuidado de incluir la frase esa de “siéntase en libertad de aumentar, disminuir o eliminar la propina a su juicio”).

Comer se ha vuelto una especie de carrera contra el tiempo entre las compras de la mañana y las compras de la tarde (porque en esta Ciudad todos compran porque el deporte nacional es comprar y porque nadie sabe hacer otra cosa que dividir su tiempo libre entre la tienda tal y la tienda cual donde adquirirán una serie de productos absolutamente inútiles que tirarán en algún rincón de la casa hasta que, como casi todo —sillones, sillas, mesas, televisores y mil etcéteras—, decidan arrojarlos a la basura donde alguno, menos pudiente y más sabio, lo recoja para sí, libre de impuestos). Parece que acá nadie disfrutara de esos almuerzos infinitos o de esas cenas trasnochadoras que dieron forma a nuestro grupo, a nuestra familia, a nuestra sociedad; en esta Ciudad, para no desentonar, todo hay que hacerlo apurado.

Ni bien llegas al restaurante sientes que te están echando, el sistema está hecho así, “come y vete”; nada del disfrute, del gozo del paladar, de la maravilla de la charla entre mordisco y mordisco. Y, claro, ya nadie charla, ya nadie comete esa ligereza. Al atrevido que se queda demasiado tiempo después del último bocado lo miran con mala cara aunque en realidad debieran admirarlo. Admirarlo porque resiste esas sillas incomodísimas (casi siempre de metal o de plástico) en las cuales las posaderas sólo pueden hallar reposo por los minutos indispensables para llenar el estómago. Se me ocurre que algún macabro ser ha pensado, estudiado y repasado los músculos que conforman el cuerpo humano de la cintura para abajo y de las rodillas hacia arriba y ha descubierto la manera de construir sillas que parezcan cómodas por unos minutos pero que luego de un tiempo, determinado y breve, empiecen a molestar de tal manera que lo único que uno quiere es levantarse e irse.

Todo —bebida, comida, postre, café— llega en oleadas, apurado, de prisa. Todo se ha planificado para que lo que era un arte se convierta en negocio y el negocio sea “altamente rentable”, para que el restaurante se convierta en cadena y la cadena en franquicia y la franquicia en ese local sin alma donde sólo somos importantes los comensales como elementos molestos pero indispensables para pagar la cuenta y dejar la propina.

La gente ha aceptado silenciosa (casi agradecida) esa deshumanización. Las familias se hacen cada vez más breves y de las inmensidades nuestras que incluían abuelos, tíos, primos y cualquiera que se animara, todo se ha reducido a papá, mamá e hijos (y claro, cada vez son menos hijos porque “criarlos cuesta una fortuna” y eso atenta contra las próximas vacaciones a crédito en esas playas paradisíacas del Caribe donde la felicidad se alquila como las casas, los autos y los sueños). El asunto se torna delirante cuando ves a la familia sentada a la mesa, distraída, apagada, silenciosa, con el padre leyendo el diario (sección deportiva), la hija mirándose al espejo mientras habla por teléfono o manda mensajes de texto, el hijo jugando epilépticamente con el último pleiesteichion que ha salido al mercado y la madre pensando en el amante que tiene o que debería tener para no suicidarse la semana entrante con una sobredosis de esos antidepresivos que le ha recetado el psiquiatra que le mira más las piernas que el alma.

viernes, marzo 16, 2007

18. Parrillada

Tiene razón Eugenia cuando dice que en su país “uno hace un asado en cualquier esquina”; en mi país es igual, claro, le llaman “parrillada”, pero significa lo mismo, un fin de semana, un grupo de amigos, una casa cualquiera, la parrilla empotrada o la portátil (jamás usar ese monstruoso clon que funciona con energía eléctrica, que esa para los flojos), la bolsa de carbón (que no esté húmedo porque humea), las bebidas (gaseosas, espirituosas, azucaradas, dietéticas o simple agua), algo de ensalada (que nadie come, aunque unas generosas rebanadas de tomate jugoso vienen muy bien acompañando la abundancia de palta —fruto delicioso de origen, para mí, divino, que fue apreciado tanto por los Incas, que en quechua así lo bautizaron, como por los Aztecas, que en Náhuatl le llamaban “ahuacatl”, de donde proviene el actual nombre de “aguacate” y el agringado “avocado” que se produce en California—), las carnes (de variedad casi obscena que incluye chorizos, choricitos y morcillas —entre los visitados embutidos— y pollo, chancho y res —en orden ascendente, entre los animales sacrificados a nuestra insaciable voracidad carnívora y antediluviana—), y, claro, el indispensable, el único, el irreemplazable experto parrillero (no se preocupen por eso, siempre hay uno, entusiasta y proactivo, que no teme ensuciarse las manos, ni engrasarse todo, ni cocinarse a fuego lento junto al lomo de cerdo o a la picaña, y es feliz frente a los carbones ardientes, sin más ambición que una cerveza bien helada —la popular “chela al polo” de mis tierras— y un buen par de amigos —patas, yuntas, carnales, brothers, causas, chocheras— para acompañar la jornada; él es quien sabe del calor necesario, del tiempo necesario, de la sal necesaria y conoce como nadie —como cierta vez me enseñó Carlitos, aunque confieso que jamás lo aprendí— no sé qué secreto indispensable para encender la brasa colocando una especie de cucurucho de papel en el centro de una montaña de carbones que terminan convirtiéndose en un fuego estupendo sin acudir nunca, so pena de ser condenado al averno de los inútiles voluntariosos, de los blandengues inexpertos o de los comodones contaminantes, a los artificios tramposos, lúbricos e inflamables, del aceite, la gasolina, la cera, el abanico, el ventilador o la secadora de pelo).

¿Cuántos meses venía postergándose la parrillada? Ya no lo recuerdo. En esta ciudad todo lo que se refiere a la vida social se aplaza, se demora, se piensa demasiado, se procesa y así pierde naturalidad y frescura. Todo el mundo está apurado, todos están cansados, todos tienen muchas cosas que hacer, obligaciones que cumplir, horarios que satisfacer, deudas que pagar, compras que realizar, ropas que lavar y pisos que barrer. La modernidad, que viene con sus carros del año, sus televisores de cincuenta pulgadas, sus viajes fabulosos, sus sueños que duran una semana y se pagan toda la vida, tiene también sus complicaciones. No es como en nuestras patrias, virreinales y clasistas, emergentes y subdesarrolladas, donde tenemos a la empleada (la chica, la muchacha, la mucama, la sirvienta) y a una corte de subordinados mal pagados y subempleados que hacen de nuestras vidas un lugar menos miserable mientras las suyas (sus vidas) se extravían en décadas dedicadas a un trabajo casero, chato, improductivo e interminable (como la condena del pobre Sísifo) pero, no obstante, indispensable.

Pero éste no es un trabajo de sociología ni una teoría del absurdo devenir humano que oscila entre la antigüedad esclavista y la modernidad auto-esclavizante, esta es (o quiso ser) la narración de un delicioso día de parrillada que amaneció con un sol radiante frente a las aguas, mansas todavía, de estas tierras que miran, entre el temor y la envidia, el esplendor a veces virginal, a veces lujurioso, y siempre lúdico, del Caribe.

Está dicho que acá, en esta ciudad, no es posible decir, “hago una parrillada” y hacerla sin más. Acá hay reglas, normas, estatutos, policías neuróticos, vecinos paranoicos, denuncias anónimas y todo un entramado fabuloso que garantiza una vida civilizada, sin excesos, sin vecinos empinando demasiado el codo y sin escándalos finsemaneros. Así que había que hallar el lugar propicio para reunirse (sin ser acosados por las autoridades) como lo hacían nuestros ancestros, alrededor del fuego que espantaba fantasmas y prolongaba, con su luminoso calor, la luz protectora del mediodía.

Echarse a buscar el sitio indicado tomó un tiempo, fatigó nuestra paciencia y probó nuestra amerindia terquedad. Los departamentos, donde casi todos vivimos, tienen claras “políticas de convivencia” que impiden que el molesto humo del carbón ardiendo se cuele por las rendijas de la ventana y active involuntariamente cualquiera de los infinitos detectores de incendio y sus taladrantes alarmas. Así, en uno de los condominios había que dejar “en garantía” una escandalosa suma de dinero “para preservar el patrimonio comunal en caso de desastre”; en otro había un solo ambiente “adecuado” para encender el carbón parrillero y había que separarlo con una anticipación delirante que nuestra latinísima y natural improvisación rechazaba desde lo más íntimo de nuestras vísceras tercermundistas; y, en un tercero, autorizaban solamente el uso de parrillas eléctricas y ya, sublevados, molestos y emperrechinados en nuestro soberano derecho al caos mestizo, decidimos que no, o era una parrillada con todas las de la ley o no era nada. Así que seguimos buscando.

Si Militza, en sus años de exilio —más real, más valiente y menos dorado—, no hubiera visitado en sus días grises la belleza de estas costas con sus pastos que llegan hasta el mar, sus árboles frondoso, sus arbustos poblados de aves marineras, sus piedras albergadoras de escurridizas lagartijas, su mar tranquilo, azul, surcado por barcos y veleros lejanos, probablemente jamás me hubiera hablado de ese lugar amable y paradisíaco, a unos pocos kilómetros de la rutina del centro, de las aguas negras del puerto y de las carreteras acrobáticas y apabullantes, en donde halló muchas mañanas y muchos atardeceres, la calma indispensable para conservar la calma y la serenidad suficiente para mantenerse serena en estas tierras de huracanes, tormentas y borrascas.

Así que en esas semanas de búsqueda frustrante, de límites y prohibiciones, me acordé de esos espacios de los que tanto me habló la vieja —pero nunca envejecida— amiga de la escuela y me lancé a investigar con tan buena fortuna que hallé —allí donde ella lo recordaba— un parque público, cuidado, limpio, bello, animado de vida silvestre y pleno de un verdor revitalizante, poblado de bancas, mesas, parillas y toda esa parafernalia irrenunciable que hacía posible, en nuestras tierras, la parrillada en cuestión. Por unas monedas la democracia se abría paso y, más allá del pago del arancel impuesto por ocupar el estacionamiento, el uso del ambiente era irrestricto (lo que en nuestras tierras morenas hubiera estado restringido por algún letrero que rezara “para el uso exclusivo de los socios” de algún club cuyas cuotas prohibitivas mantuvieran a los pobres en su lugar y a nosotros —arribistas y arribados, mercaderes y mercenarios— en nuestra comodidad clasemediera que en América Latina es dulcemente amarga y amargamente discriminatoria, artificial y verdadera, limpia y nebulosa, plena de un tufillo falsamente aristocrático que a veces da ternura y casi siempre da náuseas).

Bueno, tampoco tan irrestricto era el lugar, que algunos límites había y, entre ellos, el claro mandato que liquidaba cualquier intento de consumo de alcohol (una bendición para los abstemios entre los que me cuento).

Llegado el día, coordinado todo, con la emoción al tope, el grupo variopinto decidió reunirse para rememorar el viejo rito de la parrillada carbónica de brasas y grasas dentro del marco fabuloso de un paisaje de película.

Nos levantamos temprano y Ella empezó a coordinarlo todo; las horas pasaron, como siempre pasan, veloces y voraces, entre conversaciones telefónicas de mujeres poniéndose de acuerdo, hasta que me dijo: “vamos, Eugenia está haciendo las compras con Natalia, Boris está en camino y Eduardo ya viene”, vaguedad suficiente para arrancarme de mi delicioso apoltronamiento y conducirme al parque aquel que ya empezaba a llenarse de familias animadas y bulliciosas que separaban las parrillas y las mesas y las bancas, para preparar el almuerzo. “Guarda el sitio mientras yo voy a comprar algunas cositas en el supermercado, no creo que me demore mucho y los demás ya llegan ahorita”, me dijo Ella cuando hallamos la ubicación exacta, cerca del mar y cerca de los baños y cerca de todo, que la complació por completo.

Ella se fue en el auto, me abandonó a mi suerte, pasaron los minutos y siguieron pasando, pero soy paciente. Paciente sí, pero no impermeable; una lluvia, feroz, abrumadora, tropical y absolutamente mojadora y empapante se arrancó con la misma ferocidad de los administradores de condominios y sus prohibiciones de hacer parrilla. No me rindió la sorpresa y allí me quedé, enhiesto, sólido, terco y solidario, bajo las aguas del diluvio defendiendo el puente con la inútil gallardía de los viejos caballeros…

sábado, febrero 24, 2007

17. ¿Tiene reserva?

Cuando Ninette colgó el teléfono de su oficina sabía que algo iba a salir mal, esa nueva agencia que la corporación había contratado para encargarse de los viajes de sus ejecutivos le daba mala espina y eso, sumado a su prodigiosa mala suerte como viajante y pasajera —que incluía haber perdido el vuelo que la llevaría a su fascinante luna de miel parisina para terminar su noche de bodas en el hotel del aeropuerto de esta ciudad anodina junto con su mejor amiga y su hermana, amén de varios sobrinos, compartiendo la única habitación que quedaba disponible—, la hizo desconfiar del futuro viaje de negocios.

Normalmente, ir de su pueblo a la ciudad es algo rutinario, hay vuelos diarios y continuos que aseguran una comunicación constante y fluida que lleva y trae turistas, comerciantes, productos y mercancías, sin mayores trabas ni problemas. Esta visita suya tenía un claro y puntual propósito, entrevistarse con el agente de una famosa modelo que prestaría su rostro para la campaña anual de la línea de maquillaje de una famosa marca de cosméticos que ella representaba. Sabía que las negociaciones iban a ser duras, así que preparó muy bien sus propuestas y argumentos con la esperanza de salir de esa reunión con el contrato firmado.

Toda la semana previa tenía un sinnúmero de reuniones y pendientes que sólo le permitían volar la tarde del jueves para dormir esa noche en la ciudad y llegar puntualmente a las nueve de la mañana a la oficina de modelos que quedaba cerca al centro, en “La Plaza”, un moderno conjunto de edificios que incluían viviendas, hoteles y comercios. El mismo viernes, después del consabido almuerzo protocolar de negocios, volaría de regreso porque esa misma noche la esperaba la fiesta de cumpleaños de su sobrino predilecto.

Coordinó todo con precisión, habló con todos los que había que hablar, revisó la agenda, pidió que le reconfirmaran la cita, la hora del almuerzo, los números y horarios de los vuelos y la reserva en el hotel donde se hospedaría; no quiso dejar nada al azar y le hizo saber a la agencia de viajes que necesitaba que todo anduviera correctamente porque ella contaba con el tiempo justo para llegar a su destino, descansar, acudir a su reunión, ofrecer el almuerzo y retirarse al aeropuerto justo para tomar el avión de regreso. Lola, la secretaria de la agencia, le dijo que no se preocupara, que todo estaba en orden y que ellos ya se habían encargado de todo para que “su viaje con Mercurio Tours sea una experiencia inolvidable”.

Si bien no le gustaba el tonito condescendiente y sabiondo de la secretaria, pensó que su preocupación era un exceso de celo y decidió relajarse. Mientras el taxi la llevaba al aeropuerto, iba pensando en hotel Sherat donde se alojaría, saboreaba ya las delicias que cenaría en el famoso restaurante de la terraza, imaginaba cómo se regalaría con una copa de buen vino y gozaba a priori del tibio y reconfortante jacuzzi que la esperaba para relajarse en su habitación. Decidió que se acostaría temprano para disfrutar de ese colchón, amplio y mullido, y para extraviarse entre esos infinitos y delicados cojines que se desbordaban de una cama digna de reyes. Sí, el Sherat del centro era una maravillosa idea. Se congratuló de su decisión, y aunque el hotel se hallaba un poco lejos de “La Plaza”, no se preocupó, madrugaría, visitaría el gimnasio, se daría un duchazo e iría, fresca y radiante, a su negociación.

El vuelo entre el pueblo y la ciudad fue tranquilo pero incómodo. No pudo dormir porque durante los noventa minutos del viaje anduvo martillada por los gritos famélicos, primero, e histéricos, después, de una niña de poco más de un año cuya previsora madre no había llevado leche suficiente para saciar su hambre. El agua proveída por la gentil aeromoza no fue suficiente para aplacar las necesidades de la niña y el griterío no cesó hasta que el avión pisó tierra en la ciudad. Pero Ninette no perdió la paciencia, al contrario, sonreía porque en el Sherat iba a descansar como una reina.

Un provisto y previsor maletín de mano le evitó la insoportable espera del equipaje y pudo abandonar el lugar pronto a bordo de un taxi que Mercurio Tours se había encargado de contratar para ella. Recorrieron media ciudad y llegaron, como estaba planeado, al hermoso hotel Sherat del centro donde la recibió un amable botones que cargó su maletín hasta la recepción.

Cuando dio su nombre, la dama que atendía pidió que lo deletreara, ella accedió algo impaciente: “ene, i, ene, e, te, te, e, ni-net”, dijo ella y la dama siguió apurando inútilmente las teclas de la máquina. ¿Está segura que tiene una reserva”, “indudablemente”, “espero un segundo, por favor”. Preguntas van, respuestas vienen y “lo lamento señora, pero no usted no tiene una reserva a su nombre”. Quejas corren, explicaciones regresan, discusiones, administrador y demás detalles olvidables y la frase de sus labios escapada: “yo tengo una reservación en el Sherat” y alguien iluminado y una llamada telefónica y “¡Sí!, hay una habitación reservada a nombre de la señora Ninette en el Sherat de La Plaza”, “¡imposible!”, dijo ya de mal humor, “yo lo pedí en el Sherat del centro, en este y no en otro, no voy a ir allá, es lejos y no me acomoda, por favor, cancele la reserva”, “pero, señora, si usted desea una movilidad del hotel la llevará a La Plaza de inmediato, sin cargo alguno”, “no gracias, prefiero buscar otro hotel”, “señora, usted está en su derecho, pero le recomiendo que tome esa reserva, porque este fin de semana hay una exposición de yates en la ciudad y no va a encontrar cupo en ningún hotel”, “usted no entiende, señor, no deseo esa reserva, pero si deseo un taxi, por favor”.

¿Fue el orgullo, fue la molestia con Mercurio Toursesos incapaces—, fue la sensación de poder hallar lo que buscaba? Nunca lo supo, lo cierto es que se trepó al taxi que le consiguieron y empezó a recorrer la ciudad. El segundo hotel al que llegaron fue al Intercon, dice que alguna vez fue el más lujoso de la ciudad con más de quinientas habitaciones, “un cuarto por favor”, “¿tiene reserva”, “no, pero…”, “lo lamento, señora, no hay cupo”, fue la respuesta que obtuvo. Felizmente el taxista, conocedor de las carencias de esos días, decidió esperar y vio como Ninette salía apresurada del Intercon, preocupada por perder su movilidad, y le pedía al conductor que la llevara al Jaiya, otro prestigioso y elegante hotel. “¿Tiene reserva?”, “no, pero”, “no hay sitio, lo sentimos”, fue la respuesta. No desmayó. Visitó el Marrio, el Radiss, el Dosárboles, el Cuatrostaciones, el Seisembajadores y ¡nada! Nada más que gentiles disculpas de los encargados que le explicaban que todo estaba vendido y que si no tenía reserva sería imposible que encontrara un lugar libre “porque este fin de semana hay una exposición de yates en la ciudad y no va a encontrar cupo en ningún hotel”.

A las dos de la madrugada, luego de recorrer media ciudad, y cuando el taxímetro marcaba ya una pequeña fortuna, llegó a un hotel localizado en medio de un moderno centro empresarial, donde se levantaban también edificios de vivienda y comercios. Ninette ni siquiera miraba los nombres de los hoteles, sencillamente entraba medio derrotada y preguntaba al conserje, casi sin aliento, si es que había una habitación disponible, le repreguntaban a ella el consabido “¿tiene reserva?” y, al decir que no, recibía cada vez la misma negativa respuesta e idéntica explicación. Nunca antes detestó tanto los yates.

Llegada a este último hotel, agotada, sin haber cenado, sin jacuzzi ni colchones, hizo lo mismo. Ya sin ganas se acercó al mostrador y preguntó, sin embargo, esta vez el conserje sonrió casi aliviado y le dijo: “está con suerte, señorita, hace unas horas una señora medio alocada se equivocó de hotel, llamó desde el local de el centro, se quejó y canceló su reserva, debe estar hasta ahora buscando sitio porque este fin de semana hay una exposición de yates en la ciudad y no va a encontrar cupo en ningún hotel. Lo cierto es que tenemos esa habitación disponible para usted”. Ella abrió los ojos y lo miró casi con furia, casi con cólera, casi con odio. “¿Cómo se llama este hotel?”, preguntó secamente. El hombre contestó con esa inalterable y plastificada sonrisa fingida de aviso publicitario: “Bienvenida al Sherat de La Plaza, señorita, estamos para servirla…”.

jueves, febrero 15, 2007

16. Con lentes oscuros y lentejuelas

Parece muy sencillo eso de “la salida es por la otra puerta”, pero cuando tienes que atravesar un muro formado por infinidad de mujeres en minifalda, aligeradas de ropa, escotadas hasta la desvergüenza y entusiastamente alteradas por el alcohol y por la cadencia sensual de la música latina, eso se convierte en una tarea gigante, faraónica y titánica, más aún si al lado de cada uno de esos monumentos al pecado se contonea un prójimo demasiado próximo y con las hormonas revueltas como para entender que yo, sereno como un mártir y dueño y señor de mis impulsos, no era un libinidoso malintencionado que aprovecha las ocasiones que los oportunistas capturan sino una pobre víctima de mi volumen desplazándose torpemente por los intersticios de los cuerpos que en la pista de baile se deshidrataban llamativos y provocadores.

Ahora comprendo al pobre Ulises amarrado al palo mayor de su nave para que los cantos de las sirenas no lo arrastraran al mar; así yo, amarrado al mástil de mi conciencia (eufemismo maravilloso que alude a un vulgar instinto de supervivencia) evité que las sirenas bípedas que frente a mí se alzaban me tentaran y me arrastraran al mar tenebroso de los celos latinos. Así que atravesé la muralla humana con el heroico e inútil estoicismo de Leónidas en las Termópilas, y llegué a las puertas de vidrio como quien llega a la playa con el penúltimo suspiro, superando al espartano, sobreviviendo.

Pensé que allí terminaba la historia. Se abría ante mí una especie de pequeña explanada donde una docena de fumadores empedernidos agotaban los cigarrillos que llevaban a la boca con el apuro del que, sabiéndose necesitado de la nicotina y el alquitrán que envenenan generosamente sus pulmones, se siente atraído por una fuerza aún mayor y ansía regresar al centro de la pista de baile donde las canciones pegajosas y melodramáticas lo esperan ansiosas. Allí, frente al mar, a las puertas del Caribe, bajo un cielo hermoso y despejado, rodeado de vegetación y mirando la ciudad enorme y toda iluminada como en una postal de esas que ya nadie envía, me sentí seguro. Había logrado pasar la barrera humana que me separaba de la libertad y me disponía a partir rumbo al automóvil que me esperaba para conducirme, sereno y ligero, a la cama que mi cansancio evocaba nostálgico. Pero fue un espejismo.

Sí, un espejismo, con su desengaño, su desencanto, su frustración y su sorpresa. Como el caminante que ha atravesado el desierto y cree, con delusión, persuadido por la sed y la fatiga, que allá, a los pocos metros, se eleva un oasis abundante en frutas y agua cristalina, así yo, engañado por mi desesperación, después de haber soportado los diez mil decibeles de la música latina, pensé, creí o imaginé, que había llegado al paraíso terrenal, liberado de la atronadora banda sonora del interior y del cúmulo de debilidades que me acosaban. ¡Cruel error!, ¡pérfido engaño! Fui víctima de mí mismo y me hallé en medio de un infierno aún mayor que mi mayor pesadilla.

Unos metros más allá de la explanada, dando una vuelta a la derecha, como quien bordea el local de la discoteca, me encontré con un espacio más grande, al aire libre, que ocupaban varios cientos de jóvenes, más jóvenes aún que los que se hallaban bailando los ritmos tropicales. Describir el lugar es tratar de describir el caos, pero haré el intento. El espacio era un inmenso rectángulo en cuyos lados más largos se levantaban carpas, toldos, pabellones y tendales, separados unos de otros por biombos que, sin embargo, no ocultaban por completo el interior. Allá adentro se acumulaban las sillas, los sillones, las poltronas, los sofás y las hamacas, de los más variados colores y formas. Mesitas, velas, lámparas y ceniceros decoraban los espacios y todo parecía ante mis ojos como una de esas grandes tiendas árabes donde, en medio del desierto, se hallan las más hermosas huríes degustando las más sabrosas frutas y esperando, holgadas, tiernas, despreocupadas y deliciosas, al jeque poderoso que viene a relajarse de sus guerras en batallas más amables. Al fondo, en uno de los extremos más cortos del cuadrilátero, se abría un espacio mayor, como un gran ambiente donde los muebles desordenadamente colocados permitían que pequeños grupos se reunieran quién sabe a qué, porque conversar, no conversaban, sencillamente tomaban licor, se apelmazaban unos a otros y seguían el ritmo de la música, si a eso se le pudiera llamar música, haciendo uno que otro movimiento con la cabeza que los demás parecían entender como en un lenguaje cifrado que quedó fuera de mis posibilidades.

Irónicamente, el sonido, que el viento marino alejaba de esa explanada donde por un instante hallé la paz, era en esta nueva Gomorra atronador, absolutamente insoportable. No sabría decir de qué género musical se trataba pero en consultas posteriores todos los interrogados por mí han coincidido en que seguramente se trataba de música electrónica. ¿Cómo lograron deducirlo? Al parecer por los lentes oscuros que la mitad de los concurrentes llevaban puestos. A mí me extrañó. Me pregunté si habría un eclipse a medianoche o si los reflectores eran tan potentes que exigían anteojos para proteger a los jóvenes que allí bailaban, pero no. Varios me han explicado inútilmente —ya estoy demasiado viejo para entender esas cosas— no sé qué relación que existe en esa triada inseparable que conforman la música electrónica, el éxtasis y los lentes oscuros.

Al centro, inmenso, llamativo, lleno de personas alrededor, estaba el bar. No era una barra, eran cuatro barras que formaban un cuadrado dentro del cuadrilátero donde sucedía todo. Dentro, una serie de sujetos, jóvenes e hiperactivos, se exigían sirviendo una cantidad de tragos impresionante. Había una caja donde se cobraba por cada bebida que se pedía y una multitud frenética se agolpaba casi reclamando a gritos un cubalibre, un güisqui, un daikiri, un apelmartini, un quéséyoqué. Los bartenders se esmeraban y cumplían con todos los parroquianos que allí rendían pobre tributo a Baco.

¿Qué decir de las chicas? Escandalosamente jóvenes y espantosamente atractivas, el diablo mismo las había puesto allí para tentar al más templado de los castos con sus movimientos ávidos, descontrolados, epilépticos; no eran los insinuantes deslizamientos de quienes bailaban música latina, no, acá no había sensualidad, no había seducción, no había nada que se pareciera al cortejo de los animales que se reproducen en decenas de bailes alrededor del mundo. Esto era directo, sin cortapisas, sin rodeos, sin remilgos tercermundistas, sin apariencias, sin lugar para el no-creas-que-siempre-soy-así que caracteriza a nuestras mujeres. Acá el asunto era franco y directo, tan directo como los brazos de ellos rodeándolas sin vergüenza, los besos apasionados, las caricias públicas y los muebles que sin discreción alguna recibían los cuerpos de los que hace rato extrañaban la acompañada soledad de dos entre cuatro paredes.

Sin embargo, eso no fue lo más interesante. Algo había más poderoso que esos bailes y esas chicas, algo llamaba más la atención de todos los que a esa hora aún teníamos la lucidez necesaria como para perderla. En cada uno de los lados del cuadrado que formaba la barra se hallaba, trepada, una muchacha. Ninguna tendría más de veinticinco años y todas seguían el ritmo rabioso, delirante y enardecido de esa música sintetizada. Vestían o, mejor dicho, desvestían unos diminutos bikinis adornados con lentejuelas que brillaban al contacto con la infinidad de luces que iban y venían lastimándolo todo con su colorido psicodélico y extravagante. Los movimientos de las muchachas eran intensos, tanto y tan bien realizados, que decidí que era el momento preciso para emprender la huida en nombre de una reputación que aún no termino de arruinar.

Pasé por entre sujetos extraños, sujetas extrañables, distraídos, distrayentes y advenedizos. Alcancé el marco de la puerta no sin antes sortear un grupo delirante de individuos que saltaban alrededor de una tarima que sostenía una batería que atronaba al arrítmico ritmo de la música. Un guardia, que me esperaba allí, me miró casi con compasión y me dijo: “buenas noches”.

Diez minutos después dormía bajo el amparo de mis sábanas…

martes, febrero 06, 2007

15. Si quieres anda a la casa…

Media hora fue suficiente. Me hallaba allí, arrinconado por la música atronadora y los cuerpos movedizos, ligeros de ropa y sudorosos, que marcaban el ritmo de una de esas canciones melosas y pegajosas que hablan de un amor perdido o de la chica linda pero infiel a la que se le perdona todo porque unas buenas piernas siempre merecen una última oportunidad. Mis compañeros de noche ya se encontraban involucrados con lo que allí sucedía y se hallaban inundados del “espíritu” de la noche. A mí me era imposible articular palabra por la sencilla razón de que mi voz no podía pasar a través de la música, excesiva como los adolescentes —con identificación falsa— que colmaban el lugar. Me negaba a maltratar mi garganta, suficiente daño le había infringido a mis oídos como para seguir torturando mi cuerpo en nombre de esta felicidad a media luz.

Como Ella me conoce bastante bien como para saber, aún en mi más enmascarada actitud, si me encuentro cómodo o no en cualquier lugar o circunstancia, se me acercó discretamente y me dijo muy al oído para poder escucharla “si quieres anda a la casa, a mí me lleva Eugenia”, yo asentí y agregué muy pegado a su oreja: “pero antes daré una vuelta”. Muy discretamente, unos minutos después, me escabullí por un pasadizo humano que se había formado entre el final de una canción y el estridente comienzo de la siguiente.

Casi sin darme cuenta ingresé al ambiente que alguna vez fue la sala de esta vivienda convertida en el templo de los cuerpos afiebrados por los rítmicos compases de la música latina. Me encontré con un gran espacio en el que no vi ningún mueble, era un lugar limpio de todo adorno y ajeno a cualquier decoración dentro del cual la única construcción notable era una plataforma cuadrada de unos tres metros por lado que se hallaba al centro a una altura de unos sesenta centímetros y allí, trepados como en una exhibición, se encontraba un número para mí impreciso de jóvenes que se movían armoniosa y sensualmente al son de la música. Las mujeres superaban a los hombres y aquellas que no tenían pareja o bailaban entre ellas o sencillamente movían cadenciosas y solitariamente las caderas hasta que algún entusiasta hijo de Adán se acercaba —generalmente por detrás— como en un ritual de apareamiento que cualquiera de nosotros probablemente ha visto en el canal de National Geographic. El único mueble que hallé cerca de una puerta, luego de completar mi inspección ocular, fue una pequeña cabina de música, con apariencia de improvisada, que de cabina no tenía nada porque se trataba de una mesa de madera con una serie de modernos aparatos encima que eran manejados habilidosamente por un sujeto que no superaría los veinticinco años y en cuyas orejas descansaban unos audífonos gigantescos. En la siniestra sostenía una casi exhausta botella de cerveza; de repente, no de los camareros que por allí pasaba arrebató con delicadeza la botella de la mano del “di-yei” y, con el mismo gesto, colocó otra, sudando de frío y generosamente colmada, que el probó y aprobó mientras con la derecha apretaba un par de botones y el final de la canción que se estaba escuchando se mezcló con el comienzo de la siguiente que prometía ser más escandalosa, así que los cuerpos en la pista no se dieron descanso y continuaron meneándose afanosamente.

Salí de aquella sala y me encontré en la puerta por donde habíamos entrado y por donde supuse que saldría. Allí me apoyé en una esbelta columna que se alzaba a mi lado, junto a mí se encontraba, con rostro inexpresivo, el joven vestido de negro que controlaba el acceso a la discoteca. A sólo dos metros brillaba la barra y allí permanecían, impecables e incansables, las tres muchachas de los minúsculos y apretados vestidos que hacían de "bar-güimens" a todos los gandules que con ojos ávidos se acercaban por su cuota de licor. Parsimoniosamente, casi con desinterés, me puse a ver, desde mi privilegiada posición, a quienes ingresaban. La fauna era, sin duda, digna de un concienzudo análisis sociológico: las parejas de edulcorados amantes agarraditas de la mano, los grupitos de chicas en búsqueda de una emoción nocturna (con faldas brevísimas, ombligos con llamativos aretes, abdómenes rígidos a fuerza de ejercicios interminables, cabellos sueltos, maquillaje encubridor de inocencias, muslos torneados y actitud de femme fatale indispensable para las circunstancias), los muchachotes de cacería (actitud de gallito, pecho enhiesto, mirada altanera como del que está a punto de empezar una pelea, ropa apretada, pelo recién pasado por la secadora y toda esa parafernalia característica de todo “metrosexual” —palabreja relativamente moderna que sirve para designar a aquellos que se pasan toda la mañana del sábado en la peluquería reacondicionándose el cabello, haciéndose limpieza facial, limándose y pintándose las uñas, mirándose adónicamente y enamorados de sí mismos en todos espejos, pero, eso sí, muy seriecitos porque soy bien macho, ¿okey?—), las recataditas esperando la inspiración de la mano de un par daikiris para soltarse las trenzas sin vergüenza, los solitarios voyeuristas fantaseando con las caderas ajenas, las feas ansiosas de levantarse al primer borrachín entusiasta que encuentren, el chato con cadenas de oro al cuello y una modelito despampanante tomada dificultosa y sospechosamente de la cintura, la temerosa, el temerario, la dócil, el tímido, la fácil, el torpe, la deslumbrante, el deslumbrado, ellas, ellos y yo.

Veía también desde mi minúscula trinchera, más con curiosidad que con envidia, cómo al salón VIP, que se encontraba en el segundo piso, ingresaban sólo algunas personas, otras hacían el intento con su mejor sonrisa pero eran rechazadas serenamente por los dos guardias que allí estaban apostados. Volteé donde el encargado de vigilar la entrada, que estaba a mi lado y a quien hasta el momento no le había dirigido la palabra, y le pregunté de sopetón: “¿esa es la zona VIP, cierto?”, asintió, proseguí, “y, ¿qué cualidad especial hay que tener para ingresar allí?”, lacónicamente respondió: “hay que pagar el doble en la entrada”, “¿nada más?”, “nada más”, repitió siempre sin inmutarse.

Desilusionado por tan pedestre, monetaria y vulgar discriminación, decidí que ya había visto lo suficiente como para contarles a ustedes mi experiencia nocturna en las discotecas de esta ciudad, así que le dije a mi eventual compañero: “bueno, creo que ha sido suficiente locura por esta noche, ¿me abres la puerta?”, él se sonrió por primera vez, como diciéndome “acá no acaba el baile” y señaló una puerta de vidrio que se encontraba atravesando una de las pistas de baile y por la cual vi, cuando recién llegamos y me arrinconé contra los ventanales, que salían todos aquellos que querían fumarse un cigarrillo. “¿Por allá?, pero…”, pregunté medio aterrado por la idea de pasar en medio de toda la fiesta, y el cuidador me atajó un inapelable: “lo lamento, la salida es por allá…”.

Sólo entonces descubrí que mi aventura nocturna no había terminado…

miércoles, enero 31, 2007

14. Disfruten la noche

Debo decir que Eugenia es una gaucha encantadora y que no le fue muy difícil convencer de nuestras “buenas intenciones” al censor que hacía de filtro humano en la puerta de la discoteca. Eugenia, su carisma, nuestros años y nuestra vestimenta, indicaron al cancerbero que no pasaríamos la noche calentando una miserable cerveza en la mano, así que, revelada nuestra voluntad (y capacidad) de gastar dinero, se nos dio paso franco. Qué mejor intención puede tener uno en una sociedad maravillosamente contradictoria, consumista e hipócrita, donde a los dieciocho puedes ir a la guerra, matar y ser condecorado, pero debes esperar hasta los veintiuno para comprarte un martini o una cajetilla de cigarros.

Pasado el primer cordón de seguridad fuimos detenidos, diez metros más allá por tres muchachas jóvenes, hermosas, encantadoras, vestidas de rígido negro, que formularon la pregunta del millón, “¿quién paga?”, así que empezamos la demolición de la billetera y, a cambio del precio indicado, la más perturbadora de las chicas, con una sonrisa vampiresca iluminándole el rostro, nos dijo: “bienvenidos, disfruten la noche” y se abrió una gran puerta de madera que daba a un pasadizo de unos veinte metros donde la música nos recibió con la ferocidad de un vendaval.

El lugar me pareció una gran casa vieja y reciclada. El pasadizo daba a una especie de recibidor, con más fortachones de negro vigilantes, el cual se abría en tres direcciones: a un lado una misteriosa escalera cuyo paso se hallaba resguardado por otro par de musculosos, al centro un arco que llevaba a lo que debió ser la sala de la vivienda y, al otro extremo, otro arco que nos condujo a un espacio amplio en uno de cuyos lados se levantaba la barra, detrás de la cual se hallaban dispensando alcohol, a salvo de manos ligeras y arrebatos adolescentes, tres muchachas que desbordaban sus atributos debajo de los minúsculos y apretados vestidos que calzaban. Decidí, varón al fin, que después las vería con mayor atención.

Avanzamos entre la muchedumbre que bailaba entusiasta una de esas pegajosas canciones caribeñas de letra poco significativa y llegamos al otro extremo donde nos esperaban, abandonados por los bailarines, unos incómodos asientos alrededor de una minúscula mesa que pretendía albergarnos. Comunicarse con el camarero parecía imposible en ese lugar donde la música ensordecedora reinaba insolente y venerada. Sin embargo, el joven, que llevaba una lista de licores en la mano y una especie de radio en la oreja, no perdía la sonrisa mientras respondía no sé qué cosa a las inaudibles palabras que le decían y nos invitaba (según deduje por sus gestos) a acomodarnos en el breve espacio que los bailarines nos dejaban.

No es raro suponer que yo me encontraba confundido en medio de tanta algarabía, en medio de tantos cuerpos sudorosos, frenéticos, apretados, que se sobaban unos a otros al ritmo de no sé qué merengue centroamericano. Recién allí me percaté de mi realidad. Era la segunda vez en mi vida que ingresaba a una discoteca, la primera fue en mi país, cuando Néstor, sobrino del tío que era dueño de una de esas famosas discotecas de mi juventud, me llevó al “Grill” un sábado en la noche, algunas horas antes de que abriera las puertas a sus parroquianos. Era un espacio inmenso, con mesas alrededor de una interminable pista de baile que en ese momento se hallaba desolada. Junto a las mesas empezaban a calentarse las brasas de una parrilla que le daba nombre al lugar y de allí comenzaban a salir unas soberbias hamburguesas que no sé qué diablos tenían que hacer con la discoteca y del bar cercano provenía el whisky que mi buen amigo se despechaba sin prejuicios (yo era entonces un joven adicto a las aguas gaseosas y andaba cebando un infarto tan tímido que hasta el día de hoy no se manifiesta). Estuvimos allí algunas horas y fui testigo de cómo se iba llenando y transformando el lugar. La música era agradable y permitía que todos conversáramos, estaba allí como acompañándonos, sin estorbar las charlas ni colarse insolente entre nuestras palabras. Esa noche nos encontramos con algunos amigos de esos que uno saluda y olvida en el mismo gesto y hasta paseamos orondos y despreocupados por la zona VIP (acrónimo infame que todos comprendemos porque nos encanta la idea de ser personas muy importantes) gracias a un sello que nos pusieron en la muñeca y que, a la luz de no sé qué lámparas estratégicamente ubicadas, eran la marca visible y deslumbrante de nuestra exclusividad y relevancia. Todo iba más o menos bien, el ambiente hermoso, frente al mar, la música compañera, el servicio impecable y la gente tranquilamente conversando unos con otros sobre cualquiera de esos temas deliciosos e intrascendentes que se tratan un sábado en la noche. Le dije a Néstor: “bueno, gracias, ya conocí una discoteca, podemos irnos”, y él se rió de buena gana y me dijo: “espérate que en cinco minutos dan las doce…”; si bien no entendí la razón de su carcajada ni el motivo por el cual debía esperar hasta la media noche, pensé que era una especie de cábala, algún cuento viejo, alguna superstición, y acepté. Pasaron los minutos y al dar el reloj las doce campanadas, como en el cuento de la cenicienta, todo cambió, todo se transformó, el mundo, como lo había conocido, colapsó. Las amables luces desaparecieron y dieron paso a una serie de ráfagas o golpes luminosos que solo permitían ver las cosas intermitentemente, como en una vieja película de Chaplín, la música de repente se puso ensordecedora y las personas, como arrastradas por una especie de imán invisible, corrieron a colmar cada uno de los centímetros de la inmensa pista de baile donde comenzaron a moverse como las marionetas de un circo guiadas por la fuerza, para mí imperceptible, de un ser supremo que a media noche les brindó no un soplo sino un ventarrón de vida. Tanta fue mi sorpresa que me quedé varios minutos, silencioso y ensordecido, mirando idiotizado este espectáculo que me recordó los bacanales griegos de los que alguna vez leí en algún viejo libro de historia, paralizado por una sensación confusa donde se mezclaban la angustia, la envidia y el desprecio. Si logré salir, yo que en ese entonces no manejaba, fue por la inmensa bonhomía de Néstor, amigo de los de antes, que, riéndose de mi sorpresa, se tomó la molestia de salvarme de ese mar humano, llevarme a casa, dejarme a buen recaudo y, por supuesto, regresar al Grill donde no sé qué amigos ni qué chicas ya lo esperaban.

Así, en medio de tantos recuerdos, mientras mis compañeros ya andaban llevando el compás de la atronadora música con los pies y las manos y el cuerpo, llegó a la mesa el camarero de la radio en la oreja, acompañado de otro colega, cargando una serie de jarras transparentes con jugos coloridos, abundante hielo, agua, gaseosas y una impoluta y virginal botella de vodka. La aventura recién comenzaba…

miércoles, enero 24, 2007

13. ¡Vamo a pariciar!

No puedo decir que me engañaron; me dejé engañar. Creo que fue la tentación de hallar la otra cara de esta ciudad plastificada, insípida y desabrida, donde la espontaneidad latina se ve amenazada constantemente por los rigores castrantes del “espacio propio” (ese monstruoso concepto que ha sido elevado a los altares del autismo social). Una ciudad cosmética y paranoica donde, por ejemplo, mi amigo Eddie no puede fumarse un puchito con sus hijos a las diez de la noche de un sábado en el balcón de su departamento (adentro no puede hacerlo sin arriesgarse a activar la neurótica e hipersensible alarma contra incendios), sin que algún vecino amargado y anónimo formule una denuncia por “ruidos molestos” ante la “asociación” (otra aberrante institución que confunde la calma con el silencio y el orden con la nada, en una nación donde la libertad es rehén de sí misma).

Así que cuando me dijeron “Nati está de cumpleaños, vamos a ir a celebrarlo” me bastó con que me aseguraran que el sitio tenía un amplio ambiente “al aire libre” para que no hiciera más preguntas. Debió parecerme sospechoso que la reunión se pactara a las diez de la noche, pero como soy de cenar tarde o cenar dos veces, lo dejé pasar.

Sabido es que la puntualidad no es un atributo femenino (y yo no conducía), así que llegamos casi a las once de la noche y fuimos los primeros… Los primeros de nuestro grupo, claro, porque el estacionamiento estaba inundado de automóviles y, más allá, en la puerta del local, se veía una turba de cien o ciento cincuenta personas intentando ingresar.

Nos detuvo un joven vestido de negro que, junto a una rubicunda muchacha, se hallaba en medio de la pista. Nos indicó que debíamos abonar allí cierta cantidad, en efectivo y sin recibo, para poder estacionarnos en un terreno baldío cuyo único acceso se hallaba interrumpido por unos conos fosforescentes y un par de sujetos fornidos y con cara de pocos amigos que, con el mismo atuendo, controlaban la entrada. Pagamos, ingresamos, avanzamos por un camino afirmado en la tierra y estacionamos un centenar de metros más allá, rodeados de polvo y de los pajonales crecidos cerca de la orilla.

Una llamada nos advirtió que “aún no ha llegado nadie” y esperamos, entre la confusión y la impaciencia, a Eugenia, quien andaba coordinándolo todo por teléfono. Cuando ella se estacionó a nuestro lado nos contó que ya no dejaban ingresar más automóviles a ese terreno, que le había sido difícil convencer al guardia aunque finalmente pudo entrar a “buscar a mi hermana”; los demás carros eran desviados a un estacionamiento “pavimentado y más caro” que se encontraba más adelante.

Como todos ignorábamos si al menos quedaba espacio en el local, decidimos caminar hasta la puerta para averiguar “qué onda”, así que salimos de los coches y caminamos esos casi doscientos metros que nos separaban de la puerta. En el estacionamiento no había nadie o casi nadie, uno que otro grupito atrincherado entre los coches fumando y tomándose quién sabe qué, medio escondidos del mundo. Cuando pisamos el pavimento y nos dirigimos a la entrada del local empecé a darme cuenta de algo que, minutos atrás, sólo era una intuición, una idea vaga que deambulaba por mi cerebro sin atreverse a convertirse en certeza… El promedio de edad (sustrayéndonos de la ecuación) no superaba los veintitrés años.

Preocupado pregunté —olvidé decir (siempre me olvido de algo) que todos, salvo yo, pertenecían a la oficina donde Ella trabaja y que esa noche me los presentaron y que las edades, conmigo al frente, iban de los treintaimuchos a los veintipocos—: “¿seguro que es acá a donde estamos viniendo?, tiene pinta de discoteca de chiquillos…”, “pero sí, esta es una discoteca…”, me interrumpió Boris, un joven locuaz y animado que acababan de presentarme, “¿sí?, ¿discoteca?”, dije preguntando mientras buscaba la huidiza mirada que Ella, con cara de sorprendida, lanzaba al viento… “Sí —aseguró entusiasta Boris—, vengo con cierta frecuencia, hay dos zonas, una cerrada, donde pasan música latina y la otra, al aire libre, donde van los más jóvenes a bailar música electrónica…”, “¿los más jóvenes?”, “sí, los chiquillos de diecinueve y veinte años…”. Guardé silencio un momento. “¿Qué edad cumple Natalia?”, pregunté. “Veinticuatro —me dijo sonriendo Eugenia— acá somos unos viejos…”, y ella sólo tiene treinta años. No pude sino reírme de mi torpeza. “¿Se puede saber qué diablos hacemos acá?”, pregunté sin cólera y Eugenia me respondió con deliciosa ironía: “hemos venido a buscar a Carlota, nuestra hija menor de edad, a la que le dimos permiso sólo hasta las once”. Me reí, nos reímos y ella empezó: “Carlota, ¡Carlota!, ¡Caarloooota!, ¿dónde te has metido…?”. Ninguno de los mocosos que pasaban a nuestro lado entendió la broma.

Tardé poco en saber la verdad completa, estábamos a la puerta de una discoteca de esas de moda en la Ciudad. La gente que se agolpaba allá afuera era la que no ingresaba, aquellos a quienes el “censor” no les daba paso. Se trataba de un individuo que estaba vestido como si él mismo se fuera de fiesta, era locuaz y aparentemente simpático, los chicos le hablaban con la familiaridad del amigo y las muchachas le sonreían y coqueteaban, él hablaba indistintamente con cualquiera que le dirigiera la palabra desde el cordón de seguridad que separaba a los elegidos de los rechazables y, como un ser todopoderoso, iba señalando con el dedo a los afortunados que podían ingresar.

Así que todos ponían sus mejores caras. Los chiquillos se ponían como gallitos antes de la pelea, sacaban pecho, lucían sus cadenas de oro, sus cortes estrambóticos, sus barbitas ridículamente delgadas, sus gestos de dueños de un mundo que ni conocen ni sospechan. Las chicas, ¡ah las chicas!, se hallaban en una competencia no declarada, silenciosa pero feroz. Cada cual más apretada, cada cual con la falda más breve, con la blusa más transparente, con los zapatos más extraños, con los escotes más atrevidos. El despliegue de belleza, de esa belleza descarada de la juventud, era casi infamante, casi trasgresor, casi delictivo. Andaban las muchachas con esa soberbia natural de sus pocos años, con ese sentirse hermosas, atractivas y jóvenes. Lucían esa desfachatada agresividad que esconde los temores de la adolescencia, ese vientre sumido hasta el ahogo con tal de no mostrar un solo gramo indecoroso de grasa, ese rostro irónicamente deformado y envejecido por el maquillaje que pretende huir de la necesidad de mostrar documentos falsos que demuestren que tienen la edad suficiente para entrar en ese reino prometido de música y baile y alcohol y cigarrillos y libertad y desenfreno.

Los jóvenes pasaban a nuestro lado y nos miraban con curiosidad, cuando nos miraban. Nosotros seguíamos allí, varados en la espera, aguardando que Nati, la cumpleañera, arribara de una cena familiar con la que sus padres, de visita en esta Ciudad donde todos somos inmigrantes, celebraban sus veinticuatro años. A los pocos minutos llegó, nos saludamos con el afecto que los latinos nos negamos a perder, cruzamos algunas palabras con ella, con su novio, con el hermano, y Eugenia tomó la iniciativa: “bueno, preguntemos dónde se paga, ¿no?”

Se acercó al censor, le sonrió, le dijo no sé qué, le habló varios minutos mientras él parecía prestarle atención a diez personas al mismo tiempo y nosotros aguardábamos —como un inculpado espera el veredicto del juez— su beneplácito, su visto bueno. Todo esto ocurría en mitad de una noche clara de luna llena en la que llegué a entender, epidérmicamente, la inquietud y la ansiedad con la que muchachas y muchachos esperaban la aprobación de ese sujeto, innominado y olvidable, que fungía de dios al pie de las escaleras que conducían al Paraíso del cual él no era más que el cancerbero.