miércoles, enero 31, 2007

14. Disfruten la noche

Debo decir que Eugenia es una gaucha encantadora y que no le fue muy difícil convencer de nuestras “buenas intenciones” al censor que hacía de filtro humano en la puerta de la discoteca. Eugenia, su carisma, nuestros años y nuestra vestimenta, indicaron al cancerbero que no pasaríamos la noche calentando una miserable cerveza en la mano, así que, revelada nuestra voluntad (y capacidad) de gastar dinero, se nos dio paso franco. Qué mejor intención puede tener uno en una sociedad maravillosamente contradictoria, consumista e hipócrita, donde a los dieciocho puedes ir a la guerra, matar y ser condecorado, pero debes esperar hasta los veintiuno para comprarte un martini o una cajetilla de cigarros.

Pasado el primer cordón de seguridad fuimos detenidos, diez metros más allá por tres muchachas jóvenes, hermosas, encantadoras, vestidas de rígido negro, que formularon la pregunta del millón, “¿quién paga?”, así que empezamos la demolición de la billetera y, a cambio del precio indicado, la más perturbadora de las chicas, con una sonrisa vampiresca iluminándole el rostro, nos dijo: “bienvenidos, disfruten la noche” y se abrió una gran puerta de madera que daba a un pasadizo de unos veinte metros donde la música nos recibió con la ferocidad de un vendaval.

El lugar me pareció una gran casa vieja y reciclada. El pasadizo daba a una especie de recibidor, con más fortachones de negro vigilantes, el cual se abría en tres direcciones: a un lado una misteriosa escalera cuyo paso se hallaba resguardado por otro par de musculosos, al centro un arco que llevaba a lo que debió ser la sala de la vivienda y, al otro extremo, otro arco que nos condujo a un espacio amplio en uno de cuyos lados se levantaba la barra, detrás de la cual se hallaban dispensando alcohol, a salvo de manos ligeras y arrebatos adolescentes, tres muchachas que desbordaban sus atributos debajo de los minúsculos y apretados vestidos que calzaban. Decidí, varón al fin, que después las vería con mayor atención.

Avanzamos entre la muchedumbre que bailaba entusiasta una de esas pegajosas canciones caribeñas de letra poco significativa y llegamos al otro extremo donde nos esperaban, abandonados por los bailarines, unos incómodos asientos alrededor de una minúscula mesa que pretendía albergarnos. Comunicarse con el camarero parecía imposible en ese lugar donde la música ensordecedora reinaba insolente y venerada. Sin embargo, el joven, que llevaba una lista de licores en la mano y una especie de radio en la oreja, no perdía la sonrisa mientras respondía no sé qué cosa a las inaudibles palabras que le decían y nos invitaba (según deduje por sus gestos) a acomodarnos en el breve espacio que los bailarines nos dejaban.

No es raro suponer que yo me encontraba confundido en medio de tanta algarabía, en medio de tantos cuerpos sudorosos, frenéticos, apretados, que se sobaban unos a otros al ritmo de no sé qué merengue centroamericano. Recién allí me percaté de mi realidad. Era la segunda vez en mi vida que ingresaba a una discoteca, la primera fue en mi país, cuando Néstor, sobrino del tío que era dueño de una de esas famosas discotecas de mi juventud, me llevó al “Grill” un sábado en la noche, algunas horas antes de que abriera las puertas a sus parroquianos. Era un espacio inmenso, con mesas alrededor de una interminable pista de baile que en ese momento se hallaba desolada. Junto a las mesas empezaban a calentarse las brasas de una parrilla que le daba nombre al lugar y de allí comenzaban a salir unas soberbias hamburguesas que no sé qué diablos tenían que hacer con la discoteca y del bar cercano provenía el whisky que mi buen amigo se despechaba sin prejuicios (yo era entonces un joven adicto a las aguas gaseosas y andaba cebando un infarto tan tímido que hasta el día de hoy no se manifiesta). Estuvimos allí algunas horas y fui testigo de cómo se iba llenando y transformando el lugar. La música era agradable y permitía que todos conversáramos, estaba allí como acompañándonos, sin estorbar las charlas ni colarse insolente entre nuestras palabras. Esa noche nos encontramos con algunos amigos de esos que uno saluda y olvida en el mismo gesto y hasta paseamos orondos y despreocupados por la zona VIP (acrónimo infame que todos comprendemos porque nos encanta la idea de ser personas muy importantes) gracias a un sello que nos pusieron en la muñeca y que, a la luz de no sé qué lámparas estratégicamente ubicadas, eran la marca visible y deslumbrante de nuestra exclusividad y relevancia. Todo iba más o menos bien, el ambiente hermoso, frente al mar, la música compañera, el servicio impecable y la gente tranquilamente conversando unos con otros sobre cualquiera de esos temas deliciosos e intrascendentes que se tratan un sábado en la noche. Le dije a Néstor: “bueno, gracias, ya conocí una discoteca, podemos irnos”, y él se rió de buena gana y me dijo: “espérate que en cinco minutos dan las doce…”; si bien no entendí la razón de su carcajada ni el motivo por el cual debía esperar hasta la media noche, pensé que era una especie de cábala, algún cuento viejo, alguna superstición, y acepté. Pasaron los minutos y al dar el reloj las doce campanadas, como en el cuento de la cenicienta, todo cambió, todo se transformó, el mundo, como lo había conocido, colapsó. Las amables luces desaparecieron y dieron paso a una serie de ráfagas o golpes luminosos que solo permitían ver las cosas intermitentemente, como en una vieja película de Chaplín, la música de repente se puso ensordecedora y las personas, como arrastradas por una especie de imán invisible, corrieron a colmar cada uno de los centímetros de la inmensa pista de baile donde comenzaron a moverse como las marionetas de un circo guiadas por la fuerza, para mí imperceptible, de un ser supremo que a media noche les brindó no un soplo sino un ventarrón de vida. Tanta fue mi sorpresa que me quedé varios minutos, silencioso y ensordecido, mirando idiotizado este espectáculo que me recordó los bacanales griegos de los que alguna vez leí en algún viejo libro de historia, paralizado por una sensación confusa donde se mezclaban la angustia, la envidia y el desprecio. Si logré salir, yo que en ese entonces no manejaba, fue por la inmensa bonhomía de Néstor, amigo de los de antes, que, riéndose de mi sorpresa, se tomó la molestia de salvarme de ese mar humano, llevarme a casa, dejarme a buen recaudo y, por supuesto, regresar al Grill donde no sé qué amigos ni qué chicas ya lo esperaban.

Así, en medio de tantos recuerdos, mientras mis compañeros ya andaban llevando el compás de la atronadora música con los pies y las manos y el cuerpo, llegó a la mesa el camarero de la radio en la oreja, acompañado de otro colega, cargando una serie de jarras transparentes con jugos coloridos, abundante hielo, agua, gaseosas y una impoluta y virginal botella de vodka. La aventura recién comenzaba…

miércoles, enero 24, 2007

13. ¡Vamo a pariciar!

No puedo decir que me engañaron; me dejé engañar. Creo que fue la tentación de hallar la otra cara de esta ciudad plastificada, insípida y desabrida, donde la espontaneidad latina se ve amenazada constantemente por los rigores castrantes del “espacio propio” (ese monstruoso concepto que ha sido elevado a los altares del autismo social). Una ciudad cosmética y paranoica donde, por ejemplo, mi amigo Eddie no puede fumarse un puchito con sus hijos a las diez de la noche de un sábado en el balcón de su departamento (adentro no puede hacerlo sin arriesgarse a activar la neurótica e hipersensible alarma contra incendios), sin que algún vecino amargado y anónimo formule una denuncia por “ruidos molestos” ante la “asociación” (otra aberrante institución que confunde la calma con el silencio y el orden con la nada, en una nación donde la libertad es rehén de sí misma).

Así que cuando me dijeron “Nati está de cumpleaños, vamos a ir a celebrarlo” me bastó con que me aseguraran que el sitio tenía un amplio ambiente “al aire libre” para que no hiciera más preguntas. Debió parecerme sospechoso que la reunión se pactara a las diez de la noche, pero como soy de cenar tarde o cenar dos veces, lo dejé pasar.

Sabido es que la puntualidad no es un atributo femenino (y yo no conducía), así que llegamos casi a las once de la noche y fuimos los primeros… Los primeros de nuestro grupo, claro, porque el estacionamiento estaba inundado de automóviles y, más allá, en la puerta del local, se veía una turba de cien o ciento cincuenta personas intentando ingresar.

Nos detuvo un joven vestido de negro que, junto a una rubicunda muchacha, se hallaba en medio de la pista. Nos indicó que debíamos abonar allí cierta cantidad, en efectivo y sin recibo, para poder estacionarnos en un terreno baldío cuyo único acceso se hallaba interrumpido por unos conos fosforescentes y un par de sujetos fornidos y con cara de pocos amigos que, con el mismo atuendo, controlaban la entrada. Pagamos, ingresamos, avanzamos por un camino afirmado en la tierra y estacionamos un centenar de metros más allá, rodeados de polvo y de los pajonales crecidos cerca de la orilla.

Una llamada nos advirtió que “aún no ha llegado nadie” y esperamos, entre la confusión y la impaciencia, a Eugenia, quien andaba coordinándolo todo por teléfono. Cuando ella se estacionó a nuestro lado nos contó que ya no dejaban ingresar más automóviles a ese terreno, que le había sido difícil convencer al guardia aunque finalmente pudo entrar a “buscar a mi hermana”; los demás carros eran desviados a un estacionamiento “pavimentado y más caro” que se encontraba más adelante.

Como todos ignorábamos si al menos quedaba espacio en el local, decidimos caminar hasta la puerta para averiguar “qué onda”, así que salimos de los coches y caminamos esos casi doscientos metros que nos separaban de la puerta. En el estacionamiento no había nadie o casi nadie, uno que otro grupito atrincherado entre los coches fumando y tomándose quién sabe qué, medio escondidos del mundo. Cuando pisamos el pavimento y nos dirigimos a la entrada del local empecé a darme cuenta de algo que, minutos atrás, sólo era una intuición, una idea vaga que deambulaba por mi cerebro sin atreverse a convertirse en certeza… El promedio de edad (sustrayéndonos de la ecuación) no superaba los veintitrés años.

Preocupado pregunté —olvidé decir (siempre me olvido de algo) que todos, salvo yo, pertenecían a la oficina donde Ella trabaja y que esa noche me los presentaron y que las edades, conmigo al frente, iban de los treintaimuchos a los veintipocos—: “¿seguro que es acá a donde estamos viniendo?, tiene pinta de discoteca de chiquillos…”, “pero sí, esta es una discoteca…”, me interrumpió Boris, un joven locuaz y animado que acababan de presentarme, “¿sí?, ¿discoteca?”, dije preguntando mientras buscaba la huidiza mirada que Ella, con cara de sorprendida, lanzaba al viento… “Sí —aseguró entusiasta Boris—, vengo con cierta frecuencia, hay dos zonas, una cerrada, donde pasan música latina y la otra, al aire libre, donde van los más jóvenes a bailar música electrónica…”, “¿los más jóvenes?”, “sí, los chiquillos de diecinueve y veinte años…”. Guardé silencio un momento. “¿Qué edad cumple Natalia?”, pregunté. “Veinticuatro —me dijo sonriendo Eugenia— acá somos unos viejos…”, y ella sólo tiene treinta años. No pude sino reírme de mi torpeza. “¿Se puede saber qué diablos hacemos acá?”, pregunté sin cólera y Eugenia me respondió con deliciosa ironía: “hemos venido a buscar a Carlota, nuestra hija menor de edad, a la que le dimos permiso sólo hasta las once”. Me reí, nos reímos y ella empezó: “Carlota, ¡Carlota!, ¡Caarloooota!, ¿dónde te has metido…?”. Ninguno de los mocosos que pasaban a nuestro lado entendió la broma.

Tardé poco en saber la verdad completa, estábamos a la puerta de una discoteca de esas de moda en la Ciudad. La gente que se agolpaba allá afuera era la que no ingresaba, aquellos a quienes el “censor” no les daba paso. Se trataba de un individuo que estaba vestido como si él mismo se fuera de fiesta, era locuaz y aparentemente simpático, los chicos le hablaban con la familiaridad del amigo y las muchachas le sonreían y coqueteaban, él hablaba indistintamente con cualquiera que le dirigiera la palabra desde el cordón de seguridad que separaba a los elegidos de los rechazables y, como un ser todopoderoso, iba señalando con el dedo a los afortunados que podían ingresar.

Así que todos ponían sus mejores caras. Los chiquillos se ponían como gallitos antes de la pelea, sacaban pecho, lucían sus cadenas de oro, sus cortes estrambóticos, sus barbitas ridículamente delgadas, sus gestos de dueños de un mundo que ni conocen ni sospechan. Las chicas, ¡ah las chicas!, se hallaban en una competencia no declarada, silenciosa pero feroz. Cada cual más apretada, cada cual con la falda más breve, con la blusa más transparente, con los zapatos más extraños, con los escotes más atrevidos. El despliegue de belleza, de esa belleza descarada de la juventud, era casi infamante, casi trasgresor, casi delictivo. Andaban las muchachas con esa soberbia natural de sus pocos años, con ese sentirse hermosas, atractivas y jóvenes. Lucían esa desfachatada agresividad que esconde los temores de la adolescencia, ese vientre sumido hasta el ahogo con tal de no mostrar un solo gramo indecoroso de grasa, ese rostro irónicamente deformado y envejecido por el maquillaje que pretende huir de la necesidad de mostrar documentos falsos que demuestren que tienen la edad suficiente para entrar en ese reino prometido de música y baile y alcohol y cigarrillos y libertad y desenfreno.

Los jóvenes pasaban a nuestro lado y nos miraban con curiosidad, cuando nos miraban. Nosotros seguíamos allí, varados en la espera, aguardando que Nati, la cumpleañera, arribara de una cena familiar con la que sus padres, de visita en esta Ciudad donde todos somos inmigrantes, celebraban sus veinticuatro años. A los pocos minutos llegó, nos saludamos con el afecto que los latinos nos negamos a perder, cruzamos algunas palabras con ella, con su novio, con el hermano, y Eugenia tomó la iniciativa: “bueno, preguntemos dónde se paga, ¿no?”

Se acercó al censor, le sonrió, le dijo no sé qué, le habló varios minutos mientras él parecía prestarle atención a diez personas al mismo tiempo y nosotros aguardábamos —como un inculpado espera el veredicto del juez— su beneplácito, su visto bueno. Todo esto ocurría en mitad de una noche clara de luna llena en la que llegué a entender, epidérmicamente, la inquietud y la ansiedad con la que muchachas y muchachos esperaban la aprobación de ese sujeto, innominado y olvidable, que fungía de dios al pie de las escaleras que conducían al Paraíso del cual él no era más que el cancerbero.