viernes, diciembre 22, 2006

12. Gris pero nuestra

Volver es una forma mundana de redimir la ausencia, el “acá” siempre conservará algo que el “allá” nunca tendrá. Suena a ingratitud con la tierra que nos recibe y alberga nuestra novedad generosa y tolerante, pero es cierto. No importa cuánto tiempo se pase “afuera”, cuántos años transcurran entre la partida y el regreso, cuánto dure ese volver —casi siempre pasajero y efímero—; nada importa. Este alrededor de nuestra infancia no será ajeno jamás aunque los alcaldes cambien de nombre a las calles, aunque el tiempo demuela casas y edificios, aunque la decadencia vaya tejiendo su pátina sombría de vejez y desgaste sobre todo aquello que ayer brilló iluminado por la novedad. Nuestra ciudad seguirá siendo gris pero nuestra, y ese lugar donde lloramos, amamos o prometimos, seguirá siendo tan nuestro como siempre, aunque ya no queden llanto, amores ni promesas, aunque ya no quede nadie de ese ayer que nos reconozca.

Uno pertenece a la tierra en la que nace, al parque que recibió nuestros primeros pasos, a los amigos del barrio, a las travesuras compartidas de la adolescencia, a las primeras fiestas, a la muchacha de la que crecimos enamorados, a la vieja maestra que antes de amargarse para siempre fue una joven ilusionada, a la bodega de la esquina donde compramos las primeras cervezas, a la señora ésa que se paraba a la salida de la escuela con nuestros dulces favoritos y con la que aprendimos qué era el crédito cuando nos daba “de fiado” el chocolate vespertino o el cigarrillo clandestino que pagábamos con la propina dominguera.

Hay que reconocerlo, acá, hasta el caos nos pertenece. La desorganización en todo, la burocracia, el papeleo, los trámites repetidos e infinitos, el empleado público que odia amorosamente lo que hace, que ha ido cultivando su resentimiento tan delicadamente que logra jubilarse y recibe una miserable pensión de un Estado al que maldice entre dientes porque le robó la vida mientras el no le robó nada a la caja fiscal, no por honesto (que a esos los despiden pronto) sino porque se le agitaba el duodeno (esa imagen es deliciosa pero no es mía) y nunca fue capaz de sacar las garras como sus compañeros que llegaron a jefes de sección y aún de departamento. Congresistas y Ministros, aunque cuentan con inmunidad y antejuicio, no son de otra especie, sólo son la nobleza azulina de la burocracia, pero también son reconocibles, aunque se escondan detrás de su miseria; así, descarados, deshonestos, depravados y desagradecidos, son perfectamente nuestros.

Nuestras son las avenidas transitadas por el intrépido e inmaculado idiotismo de nuestros conductores. Nuestro el taxi que se estaciona en mitad de la pista porque alguien estiró la mano donde mejor se le ocurrió para preguntar “cuánto me cobras” a cualquier parte, porque también es nuestro el regateo en la ventana del automóvil en una ciudad donde la palabra taxímetro es un insulto o la maniobra de alguien contra la democracia. Nuestro es el chofer de colectivo, embrutecido después de catorce horas manejando, que se estrella soberanamente contra el primer muro, el primer el primer estacionamiento, el primer torpe transeúnte al que se le ocurra cruzar irresponsablemente por las esquinas cuando el semáforo se pone en rojo para los carros. Nuestras las ambulancias que nadie deja pasar porque “seguro que no hay ninguna emergencia y sólo ponen la sirena para avanzar más rápido”. Nuestros los valientes exploradores que retan a la muerte cruzando en medio de las carreteras despreciando el puente que tienen sobre sus cabezas porque “cansa subir escaleras”, “así es más rápido”, “no pasa nada” y una serie de profundas razones más, todas nuestras, todas inútiles, todas suficientemente poderosas para que de tarde en tarde un idílico despanzurrado nos recuerde que a veces taita dios se distrae y el carro avanza más rápido y nos alcanza.

Nuestros los policías que se escandalizan institucionalmente cuando la ministra dice que uno de cada cinco es corrupto —cuando todos sabemos que uno de cada cinco es honesto—. Nuestros esos uniformados gendarmes que andan rebuscándoselas como sea en estas fiestas de fin de año porque el dinero no alcanza y siempre es buena una “ayudita” de algún conductor distraído, de alguna infracción que se “arregla” porque “no deseo perjudicarlo”, de alguna licencia vencida o por vencerse, en suma, de cualquier asunto al que debieran prestar atención siempre pero que solo perciben cuando hay la posibilidad de la “colaboración”, ese delicioso eufemismo que hemos inventado para la coima, la dádiva o el soborno, con el que se compra la voluntad de las autoridades en el país. Porque nuestros también son los jueces corruptos en una sociedad donde, “la justicia es una subasta”, como me dijo un magistrado, joven aún y entusiasta, que ya tendrá tiempo para corromperse.

Nuestros los falsificadores, los contrabandistas, los vendedores de “piratería” (o productos “bamba”, términos nuestros también que describen las copias ilegales, sin licencias, permisos ni impuestos, de todo aquello que pueda ser copiable). Y más nuestros son los consumidores, los que compran todo lo ilegal con una desfachatada complacencia pero se indignan si alguien se lleva su automóvil “porque no es lo mismo”, y les enseñan a sus hijos que tienen que ser buenos ciudadanos no como “esa gente ignorante que roba y miente” y, sin embargo, van todos, en familia, a esos campos feriales donde el contrabando y la piratería tienen bendición municipal y compran películas y música y juegos ilegalmente reproducidos y se llenan la boca diciendo que “ellos —las grandes industrias— tienen mucho dinero y no les afecta” pero, claro, protestan como los diablos si un chiquillo les roba la billetera pensando con la misma lógica que “él —el señor que compra piratería— tiene mucho dinero y no le afecta”.

Nuestros los hospitales sin medicina, los médicos in alma, los barrios populares sin agua potable, los caseríos sin luz eléctrica, los escuelas sin maestros o con profesores semianalfabetos o con niños que llegan sin un pan en el estómago o sin carpetas o todo junto —que a estas alturas es lo mismo—.

Nuestros los políticos corruptos, los generales que jamás ganaron una guerra, los empresarios sin más corazón que una moneda, los abogados que defienden la justicia de sus inflamados honorarios, los jueces peseteros, los oscuros funcionarios públicos —que sin importar la bandera ideológica que agiten— defienden siempre sus comisiones y privilegios.

Pero no nos alarmemos, las luces y las sombras de nuestros pueblos, son nuestros pueblos. Por cada miserable hay cien valientes, por cada canalla hay cien justos, por cada consciencia podrida o comprada hay cien honrados que dicen que no. Felizmente.

Porque también, sí, también, gracias, también, son nuestros, también, las mujeres y los hombres de buena voluntad, esos que son millones pero cuya vida sencilla y honesta transcurre silenciosa, sin aspavientos, sin escándalos, sin psicólogos ni cirujanos plásticos, sin golf y sin tenis, sin personal trainer ni yacht club, sin fotos en la sección social del periódico más serio de la ciudad —el mismo que hace campañas contra la prostitución mientras promociona burdeles en sus avisos económicos—.

Sí, también son nuestros esos muchos que hacen que el aire de esta tierra siga siendo respirable, que nuestra comida sea la más sabrosa, que nuestro espacio sea siempre el nuestro y que volver, ese verbo maravilloso cuyo infinitivo es una promesa que nos hacemos siempre, sea esta revelación, sea este encanto, sea esta fiesta que es mejor que todas las miserias que la rondan, sea esta alegría de reconocerse en las mismas calles, en las mismas plazas, en los mismos parques que nos albergaron en la infancia.

sábado, noviembre 18, 2006

11. En el plazo máximo de treinta días

Susan me dijo que fuera “allí, donde están todos”, así que, obediente, marché a ese rincón, justo a las puertas de una cafetería donde una docena de personas se hallaban entre nerviosas y preocupadas. Hasta este lugar no llegaban las virtudes del sistema ni del aire acondicionado, estábamos bajo el sol de fuego, cobijados por la tenue sombra de una escalera. Varios fumaban y el ambiente era tenso como en la sala de espera de un hospital donde la parentela aguarda impaciente las noticias del médico que continúa en el quirófano acomodando las tripas de algún pariente querido.

He descubierto que todos tienen necesidad de hablar, esa humana debilidad de contarle al mundo nuestras experiencias, y a mí me encanta escuchar. Así que pronto hallé a un compatriota, se llamaba Daniel (¿o era David?) y estaba “de paso”. Me interesé por su caso, ¿por qué una persona “de paso por la ciudad” tendría la obligación de obtener una licencia de conducir? “Bueno, es que mi hija vive acá y venimos a visitarla con frecuencia y puede ser que permanezcamos por acá una temporada con mi señora…”. “Otro que se queda”, pensé. Lo cierto es que el buen Daniel, un jubilado de ya no me acuerdo cuál ineficiente ministerio público, con sus cincuenta y largos años encima, estaba desolado, “ayer me jalaron, es que detrás de esos arbustos hay una señal y si te la pasas te jalan, así de simple, “el PARE es sagrado” me dijo el examinador cuando me devolvía el papel descalificándome y recomendándome que practique un poco más para dar de nuevo la prueba, ¡imagínese jovencito!, como si uno no supiera manejar, uno que lleva más de treinta años conduciendo por las calles de nuestro país, ¡ese sí es un reto!, con las combis, los micros y los taxistas, ¡eso es cosa seria!, ¿no es cierto joven?”.

Afirmé con un gesto y con un aire nostálgico mientras recordaba a la pobre chata, ella también había emigrado unos meses atrás y había tenido que realizar los mismos trámites, rendir los mismos exámenes, vencer la misma burocracia y aún hoy se indigna cuando recuerda que la primera vez que se presentó a la prueba de manejo también la descalificaron. “El tipo era un obtuso, gordo, un obtuso, ¿me entiendes?, no puede ser, no puede ser, una que toma sus precauciones y el sujeto ése que dice que no, que así no es y me descalifica, no hay derecho, gordo, no hay derecho”, y por supuesto que no hay derecho porque la pobre chata estaba haciendo lo que cualquiera de nosotros haría previsoramente en nuestra América Morena, “entonces llegamos a un semáforo y estaba en verde y, obviamente paré, pero paré un poquitito, sólo un ratito, ¡oh, qué gran pecado ser cuidadoso!, ¿qué pretendía?, ¿que siguiera de largo sin mirar si por la derecha venía alguna bestia pasándose la luz roja?”.

Estaba riéndome solo recordando el cuento de la chata cuando se nos acercó un muchacho que no tendría más de veinticinco años, pálido, flaco, con cara de turista extraviado, y nos preguntó “¿acá se espera?”, Daniel dijo que sí y enseguida el nuevo se sintió en compañía, caribeño al fin, empezó a contar sus peripecias de exiliado, sus viajes por las carreteras de “este gran país”, sus líos con la policía por “errores de la juventud”, sus pretensiones de “trabajar en lo que sea, juntar un dinero y volver a mi patria para poner un negocito” y su preocupación por este examen “porque me han dicho que los inspectores son realmente bravos, pura candela, chico, no te perdonan ni una, dicen que el PARE…”, “¡es sagrado!”, lo interrumpimos Daniel y yo al unísono. Entonces conté la anécdota de la chata y ambos se solidarizaron con ella, “por supuesto, hizo bien en detenerse como precaución, si no, pueden matarla, ¡con tanto animal manejando!”, exclamó Clodomiro, que así se llamaba el muchacho. “Por eso cuando en esta ciudad hay un choque, es múltiple, porque estos tipos no saben reaccionar, se creen eso del rojo y de las señales y del respeto al reglamento y pasan por el semáforo sin siquiera ver a los costados, ¿y qué sucede?, lo de siempre, terminan con el otro automóvil incrustado”, agregó Daniel.

Atraídas por el entusiasmo de la cháchara debajo de ese sol feroz, se acercaron dos simpáticas muchachas, Yesenia y Maitén. Ambas eran bastante jóvenes, dicharacheras y agradables, difícilmente tenían más de veinte años, estaban nerviosas por el examen y hacían mil preguntas sobre “¿cómo crees que será?” y Clodo (“díganme así, que así me llama todo el mundo”) se encargaba de satisfacer sus curiosidades con respuestas inverosímiles y cargadas de un persistente galanteo rudimentario, “no se preocupen chicas, cuando el examinador las vea las aprobará por lo lindas que son”, ellas reían nerviosas y celebraban las palabras del galán de barrio. Ninguna tenía muy claro cómo manejar aunque ambas declararon que practicaban “por la casa” y que necesitaban la licencia “para el trabajo”.

Una, Yesenia, la ecuatoriana, trabajaba en agotadores turnos en unos almacenes gigantescos donde la gente va a comprar ropa de marca pero pasada de moda a precios ínfimos, contaba que los clientes pasaban “como marabuntas” y que lo que no les gustaba lo dejaban tirado en el suelo, “reponedora” es su cargo y tiene que ordenar todo lo que los demás desordenan. Se quejaba diciendo que tenía “la espalda rota” de tanto agacharse y que ya estaba cansada de tanto caos. La otra, Maitén, era nicaragüense, y estaba feliz con su empleo, era la encargada de controlar el ingreso de los vehículo en un condominio “de esos inmensos que abundan por acá, tiene como quinientas casas, pero hay más grandes, mi turno es de noche así que casi no hay trabajo, salvo los fines de semana, por lo que aprovecho para estudiar”.

De pronto, y sin proponérnoslo, éramos parte de un entusiasta diálogo entre las dos jovencitas que de los temas superficiales enrumbaron aceleradamente a lo concreto, intercambiaron información salarial y Yesenia descubrió que le pagaban una miseria. “Aprovecha, llevas el curso de vigilancia, donde te enseñan a manejar el programa de control, das el examen y de inmediato consigues trabajo”, “¿es caro?”, “no, para nada, además apenas te contratan te dan el uniforme y te lo descuentan por partes, anímate, justo en mi condominio están buscando gente”, la conversación ya estaba en punto de ebullición y todos metieron su cuchara. Los detalles convirtieron esta mezcla de acentos en una especie de confesionario público, los asuntos se hacían cada vez más personales (la humana necesidad de hablar) y ya sabíamos que Yesenia tenía un hijo, que Maitén andaba decidiendo con qué novio quedarse, que Clodo era casado (“aunque no soy fanático”) y que Daniel ya había conseguido “una peguita” de medio tiempo en una tienda de útiles de escritorio y que pensaba quedarse “porque la pensión allá es un insulto”.

En medio de ese barullo, escuché mi nombre, lo dijeron dos veces, casi con espasmódico apuro, volteé, vi la cara de pocos amigos del tipo que llamaba y marché silencioso a su encuentro. Todos me alentaron como si fuera el viejo caballero de las leyendas que se lanza a la desquiciada, pero hermosa faena, de cazar al dragón que asuela bosques y poblados…

¿Lo demás?, es lo de menos. Todo igual, todo previsible. Manejar como jamás se manejará en las calles, mentirnos todos, guardar apariencias y seguir el patrón que ellos quieren que sigas para poder meterte preso si es que causas algún desastre. Lo cierto es que funciona, aún no comprendo bien cómo, pero funciona.

El examinador, que se limitó a dar instrucciones sin casi un gesto de humanidad en el rostro, sólo sonrió muy ligeramente cuando, después de que yo estacionara el carro con la delicadeza con la que se danza con una princesa de porcelana, me dijo “está aprobado, vaya a la ventanilla cuatro a finalizar con el trámite”.

Un poco más de espera, un poco más de paciencia, un par de firmas, un papel, común y silvestre, con un número y una rúbrica rudimentaria garantizando que la licencia llegaría “en el plazo máximo de treinta días”. Hoy se cumplió el mes.

Ya lo había dicho, acá todo comienza en Internet y termina en la casilla de correo. Hoy la visité. Esperándome, liviana como bailarina pero tan sólida que es el único documento de identidad que te piden para cualquier trámite, se encontraba allí, tímida pero entera, atrincherada en un rinconcito, mi colorida, radiante y jamás mancillada, licencia de conducir.

jueves, noviembre 09, 2006

10. El PARE es sagrado

Susan me dio un papelito que me recordó esos “pases” que daban en el colegio cuando un alumno pedía “permiso para ir al baño”. Me dijo: “lo muestras al guardia” y así fue, avancé impunemente, atravesé filas, pasé la férrea vigilancia del uniformado y salí. Alcancé la calle únicamente blandiendo el formato aquel como si tuviera una bandera blanca o, mejor, un salvoconducto (esos documentos maravillosos por los cuales aquellos que te iban a fusilar no lo hacen —no porque respeten caballerosamente la validez de los tratados sino porque el país vecino es demasiado grande, demasiado rico, demasiado poderoso o demasiado de las de las tres cosas, como para pelearse con él—).

Salí. Me encontré con que la gente que estaba “esperando” era ya una multitud. Desordenados, malhumorados, acalorados, masticando insultos contra el guardia, maldiciendo al sistema, reclamando entre dientes por “el abuso” y sintiéndose los más desvalidos y maltratados seres de esta lado del planeta. Me vieron con envidia, “es uno de los que entró” parecían decirse entre ellos sólo con la mirada. Me preparé para el asalto… Felizmente en esta ciudad esas cosas no suceden casi nunca porque un delicioso y bien aceitado sistema represivo permite que vivamos en libertad; suena paradójico, pero es cierto, acá el “contrato social” de Rousseau funciona, a veces rengo, pero funciona.

Lo cierto es que llegué al estacionamiento del centro comercial donde se ubicaba la oficina de tránsito y me di cuenta de que media docena de sujetos vestidos con ropa llamativa, con cartelitos en la mano, se hallaban a un lado llamando la atención de todos los distraídos que pasábamos por allí. “Lecciones de manejo”, “alquilo autos”, “te enseñamos el circuito”, “tenemos carros pequeños”, de repente me vi fusilado por mil frases como esas mientras me acercaba al grupo. En ese instante tuve una regresión volví a mi país, a mi lugar de siempre, allí donde cuchucientos mil tramitadores, vendedores ambulantes, canillitas, ladrones y estafadores, te esperan a la puerta de cualquier institución pública ofreciéndote todo y de todo para salir bien librado de algún engorroso trámite burocrático. Me asaltó la duda, ¿en quién confiar?, en un país extraño, rodeado de gente extraña, ¿en quién confiar?

Estuve a punto de darme la vuelta, de decirle a Susan que mejor no, que no importaba, que iba a ir a una empresa a alquilarme un automóvil, que daba el examen otro día, cuando en eso se iluminó mi horizonte. Entre el mar de sujetos ensombrerados con caras indescifrables de mercachifles y charlatanes, cuyos ojos cubrían lentes oscuros, apareció una rubia de ojos azules (el tinte y los lentes cosméticos son detalles mezquinos que no pienso mencionar) que sonriente me dijo “¿qué deseas?”. Criado en la vieja tradición de los caballeros del tercer mundo, debo confesar que no tuve el talante para ignorar tamaña pregunta. Así que respondí.

“Un carro, necesito un carro para dar el examen práctico…”, la rubia ni se inmutó. “No hay problema”, sonrió, “yo tengo lo que necesitas”, no puede evitar sonrojarme (porque en el fondo soy tímido). “Firma acá que es el contrato que te piden en la oficina, el costo no sólo incluye que te preste el automóvil sino que, sin cargo extra, te voy a acompañar a hacer el mismo recorrido que realizan los examinadores. Ve a la oficina, entrega los papeles y regresas, te espero. Mi nombre es Mileidy, acá tienes mi tarjeta”.

Firmé irresponsablemente sin leer el contrato (¡Oh, el poder mefistofélico de las blondas cabelleras!) y marché hacia la oficina. El sol caía como clavando cuchillos sobre las espaldas de la multitud que aguardaba en la puerta, todos sudaban, todos se abanicaban, todos maldecían. Llegué a la puerta, siempre blandiendo mi “permiso” y el oficial me dejó entrar. Me acerqué donde Susan y le entregué el papel. “Perfecto”, me dijo y se puso nuevamente a escribir no sé qué cosa en la máquina.

Mientras tecleaba le pregunté distraídamente: “¿Y esas personas llegan a entrar?”, “no todos”, me respondió, “depende de la hora en que terminemos con ustedes, los que pidieron cita”, “¿y por qué ellos no piden cita?”, “no tenemos la menor idea, todos los días salimos con megáfonos y les decimos en dos idiomas que deben pedir cita a través de la página electrónica del departamento de tránsito para atenderse, y nada, pareciera que no entienden lo que se les dice”, “a lo mejor no tienen computadoras”, argumenté en defensa de la marea de inmigrantes que se agolpaba afuera de las oficinas, “ojalá fuera eso, pero no es así, todos los días sacamos una computadora y ofrecemos hacerles las citas nosotros mismos, nadie se inscriben, prefieren esperar, no los entiendo”, me quedé sin argumentos así que contesté con ese vago “¡qué interesante!” que siempre me es muy útil en estas vagas circunstancias.

Susan siguió revisando no sé qué datos hasta que me dijo, “¡listo!, vaya afuera que lo llaman”, “¿afuera?”, “sí, al lado”, agradecí sin entender mucho y salí. Como estaba medio confundido me refugié en los ojos azules de mi rubicunda Mileidy que se conocía todo el tejemaneje de estos trámites. Me acerqué a ella, estaba acompañada por un tipo que tenía la misma cara de extraviado que yo.

“Ya estás listo, bien, bien, eso sí, vas a tener que esperarme un ratito porque primero voy a llevar a dar la vuelta a David, que llegó antes que tú. Además te falta un buen rato, después de dar el teórico… Ah, ¿ya pasaste el teórico?, no había entendido eso, un segundito, este, bueno, David, ¿crees que puedas esperar tú?, lo que sucede es que el señor ya pasó el teórico y lo van a llamar antes que a ti y necesito enseñarle el circuito, ¿puedes esperarme un tantito?, ¡mil gracias! Acabo con él y sigo contigo, y no se preocupen, que acá hay tiempo para todos. Entonces, perfecto, sígueme…”.

Llegamos al automóvil, un compacto, japonés por más señas, color blanco. “Toma las llaves, ponte el cinturón de seguridad, enciende el motor y sigue mis instrucciones, a ver, a ver, ¿luces delanteras?, ¿luces altas?, ¿direccional?, ¿freno?, ¡perfecto!, no te aloques ni te apures.” Se sentó en el asiento del copiloto y siguió dando órdenes: “Ahora vamos a salir en retroceso, no, no, el espejo jamás se mira, ja-más, uno retrocede mirando hacia atrás, pon el brazo derecho en el respaldar del copiloto y mira a ambos lados, sal despacio, despacio, cuando tu espejo esté a la altura del final de esta raya, doblas, vamos, esta es la ruta, el único que cambia la ruta es el moreno, si te toca él, te va a hacer dar dos vueltas más, por allá, ¿ves?, bueno, sigue, a la derecha, a la izquierda, eso, vas bien, fíjate en las señales, es muy importante, recuerda: el PARE es sagrado, sa-gra-do, jamás, ja-más, se te ocurra pasártelo, lo haces y ¡adiós!, se acabó examen, porque te desaprobaron. ¿Bueno?, perfecto, sigue, a la derecha, despacio, despacio, no es una carrera, a la izquierda, ¿ves esos conos?, vas a estacionarte allí, vas a avanzar hasta que tu espejo se alinee con el primer cono y allí doblas todo el timón, siempre despacio, nadie te puede bajar puntos por ir lento, así, un poco más, ¡perfecto!, bien, ahora hay que salir, ya sabes, nada de espejos, sí, eso sí, puedes ayudarte con el brazo, siempre mira hacia atrás y hacia los lados, despacio, ajá, sí, despacio, ¿viste lo que pasó?, te llevaste un cono, trata de que no te suceda en el examen porque ese cono de plástico representa un carro, acabas de chocar, pero no te desanimes, a ver, sigamos, a la derecha, a la izquierda, de frente, bien, este es un cruce de cuatro esquinas, debes parar y esperar, cruza un carro de cada lado, en orden, bien, vamos, izquierda, allí, sí, allí, vamos a practicar tu capacidad de frenar en emergencia, vas a avanzar intentando darle velocidad al auto y cuando te diga paras en seco, eso sí, el secreto es mirar el espejo retrovisor porque si hubiera un carro detrás tuyo te chocaría, y eso lo califican, a ver, acelera, acelera, ¡frena!, muy bien, falta sólo una prueba la maniobra de tres puntos, ¿la conoces?, perfecto, es sencilla, has llegado a un camino sin salida y debes volver pero no puedes ir en retroceso, pones tu direccional y giras todo el timón a la izquierda y avanzas hasta donde te lo permita la pista, luego todo el timón a la derecha y retrocedes hasta el borde con los autos que están estacionados, siempre marcando las luces y finalmente volteas todo el timón nuevamente a la izquierda y ¡listo!, estás afuera. Bueno, te saliste un poquito pero no importa, es que no conoces el carro, bueno, sí, es como si hubieras chocado de nuevo, pero no te desalientes, es fácil. Ahora regresemos al estacionamiento, cuidadito que aún no termina el examen, el examen sólo acaba cuando apagas el motor y los instructores siempre esperan este momento para que te distraigas y ¡pum! haces algo mal y te descalifican. A ver, estaciónate allí, sí allí, a la derecha, despacio, despacio, despacito, muy bien, apaga el motor y dame las llaves, ya puedes esperar que te llamen…”.

viernes, noviembre 03, 2006

9. Quince de veinte

Me levanté temprano, la dejé a Ella en su oficina y marché con la misma desesperanzada fe de las vacas rumbo al matadero. Había permanecido despierto hasta las dos de la mañana estudiando el reglamento de tránsito de esta ciudad y sus mil inverosímiles vericuetos (por ejemplo, no cumplir con la pensión alimenticia de los hijos es causal para la suspensión del derecho a manejar), fue una especie de regresión a mi adolescencia, ese tiempo precioso en el que desperdicié no sé cuántas horas y energías analizando las un mil leyes y reglamentos de mi patria que me convertirían —vano intento— en un picapleitos titulado.

Arribé justo a tiempo al centro comercial donde se hallaba el local donde daría mis exámenes. Una fila de treinta personas esperaba en la puerta. No me desesperé, traía una cita que me permitiría escabullirme de esta primera barrera humana. Me acerqué y vi que un guardia se hallaba al otro lado de la puerta de vidrio. Ingresé con el desparpajo que aprendí en la Facultad de Derecho y entoné “buenos días, tengo una cita para…”, la estentórea voz del uniformado con sobrepeso cruzó los aires y cubrió la mía “a ver, repito una vez más, los que tienen cita hagan fila acá adentro, los que no, por favor, no insistan, deberán esperar afuera”, tres o cuatro señoras entusiastas y atropelladoras tuvieron que retirarse.


Una persistió. “Sólo es un momento”, dijo con dignidad ofendida, y el guardia volteó donde el señor cuyos documentos revisaba y se disculpó por la interrupción. “¿Si, señora?”, “he venido a dejar personalmente este documento”, el hombre lo ojeó (que no lo “hojeó”, porque no eran hojas, sino sólo lo miró superficialmente) y le dijo “debe mandarlo por correo”, “sí, ya sé, por eso lo traigo personalmente, para evitar el correo”, “señora, el envío es por correo y que usted lo traiga no cambia nada, al lado hay una oficina postal, allí debe dejarlo para que siga el trámite”, “por eso mismo, estoy acelerando el trámite”, “lamentablemente el trámite no se acelera, si usted me deja el papel lo único que sucederá es que yo, al término del día, enviaré su papel junto con otros muchos papeles por el mismo correo que usted puede utilizar ahora…”, “…pero…”, “lo lamento, señora, es el procedimiento”. Su última frase fue cortante. Dejó a la dama refunfuñando al lado y volvió a revisar los papeles del sujeto postergado. Antes alzó la mirada y recorriendo la fila volvió a decir “por favor, revisen sus papeles, tengan todos sus documentos a la mano, muestren su cita” y se hundió en las hojas que le mostraba el señor aquel.

Aburrido, me puse a jugar con mis documentos y los ordené por centésima vez, mi pasaporte, mi visa en regla, la licencia de conducir de mi país, mi partida de nacimiento, mi cita… ¡Mi cita...! Mi cita decía “para obtener duplicado”. Sudé frío. Maldije mi incapacidad frente a la burocracia, miré y remiré y no había nada que hacer, en vez de apretar el botón de “primera licencia” erré y marqué el del “duplicado”. La fila, que mientras pensaba que tenía todo en regla avanzó a paso de tortuga, se redujo precipitadamente y ya me encontraba frente al guardia que me pedía “sus documentos, por favor”. Le entregué todo y antes de que empezara a leer le dije “lamentablemente he cometido un error…”, me miró con cara desconfiada y continué. No se inmutó, cogió su lapicero, borroneó un papel que tenía en el escritorio de al lado y me preguntó: “¿hoy va a realizar también el examen práctico?”, contesté afirmativamente y volvió a preguntar “¿dónde están los papeles del automóvil?”.

Los papeles de la camioneta estaban en la guantera, “tráigalos”, salí, atravesé la fila de los sin cita —que ya sumaban medio centenar—, llegué al vehículo, saqué los papeles y mientras caminaba de regreso recordé al sujeto aquel en la compañía de alquileres de automóviles que dijo “si él es su esposo, no es necesario anotar su nombre como segundo conductor” y me molesté conmigo por esa desidia con la que uno deja pasar los detalles que luego te estallan en la cara. Presumí el escenario. “Lo lamento, este carro no está a su nombre”, “bueno pero en la empresa nos dijeron que…”, “señor, lo comprendo, y seguramente detrás de esa puerta la norma sirve, pero en esta oficina no, usted no puede utilizar ese carro para el examen práctico”, “pero, ¿puedo alquilar alguno de de esos que están afuera de las escuelas de manejo?”, “eso lo verá después, ahora pase a la derecha”.

A la derecha no había nadie, es decir, me paré en medio de la nada esperando que alguien me llamara o que alguna de las personas de los mostradores se liberara para atenderme. Andaba distraído cuando una joven uniformada me pasó la voz, me dijo “venga” y me llevó a otra oficina donde había otro mostrador. Llevaba en la solapa de la blusa un cartelito donde se leía “Susan”. Me pidió mis papeles, se los di y empezó a teclear a la velocidad del rayo. Fue muy amable, le expliqué el problema con el carro y me dijo, “eso lo vemos luego”. Terminó con el papeleo y me dijo “perfecto, vaya a la máquina cuatro y luego a la ventanilla tres”.

Fui a la máquina cuatro, una muchacha miraba la pantalla como quien está a punto de ser testigo de una revelación. La observaba casi con devoción, casi paralizada, casi extenuada. No se decidía a hacer nada. Pude ver sobre su hombro que se trataba de la pregunta número siete y era sobre las causas por las que puede suspenderse la licencia. No se movía. Susan me vio esperando y dijo: “pero si la máquina ya debiera estar libre”, preguntó y alguien le respondió que la jovencita tenía ya más de cuarenta y cinco minutos dando el examen. En ese momento algo pareció iluminarla y apretó un botón. Tras unos segundos angustiosos la pantalla empezó a parpadear y apareció un mensaje que decía algo como que ya había cometido los cinco errores permitidos y que se acercara a la ventanilla tres…

“¡Santo cielo!”, me dije, “la ventanilla tres es para los jalados, la señorita sabe que ayer me paró un patrullero, ¡qué modernidad!, ¡qué tecnología!, ¡ya estoy registrado en el sistema!, me arruiné…”. Desanimado me acerqué a la máquina y la miré como quien ve una advertencia, de repente, apareció un cartelito de bienvenida y empezó la tortura.

El examen teórico consta de dos partes, veinte preguntas del reglamento y veinte señales de tránsito que hay que reconocer y descifrar. Cada sección es independiente, para poder dar el práctico hay que responder satisfactoriamente el 75% de cada uno de los cuestionarios. “Esto es un infierno”, pensé, “la muchacha sólo ha respondido bien dos… ¡estoy perdido!”

Sin embargo no era tan fiero el toro como lo pintaban, leí con calma, reflexioné, exprimí el cerebro, opté por las respuestas más lógicas y respondí catorce preguntas sobre el reglamento sin equivocarme. “¡Ya está!”, pensé confiado, “esto es un paseo”. Contesté la quince, error, la dieciséis, ¡error!, la diecisiete, ¡Error!, la dieciocho, ¡ERROR! La máquina me tenía contra las cuerdas, una falla más y estaba perdido, “serénate, reflexiona, haz memoria…”, me decía mientras decidía si la respuesta era “A” o “C”… Apreté la “C” y… ¡eureka!

La prueba de las señales fue más sencilla, un error y listo, en veinte minutos había terminado…

Hice cola en la ventanilla tres, como siete personas antes que yo comentaban sus propios exámenes, algunos habían fracasado en ambas pruebas, otras en una y otros no. Los minutos pasaban lentos. Susan apareció como enviada por los dioses, “venga”, me dijo y obediente la seguí. Tecleó nuevamente en la máquina y habló: “¡listo!, ahora puede pasar al examen práctico”, “¿recuerda que había un problema con mi camioneta?”, “verdad, no puede usarla”, “¿y ahora”, “no hay problema, tome, es un permiso para salir, vaya, contrate un automóvil de cualquier academia de manejo, apenas arregle ese inconveniente regresa y pasa al examen de manejo, supongo que ha practicado, ¿no?”

miércoles, octubre 25, 2006

8. La flechita verde

Sigo analizando las leyes de esta ciudad y estoy convencido de que aún no soy pasible de obtener una licencia de conducir. Si me preguntaran mi interpretación de la norma, yo diría que no soy residente, que estoy de paso, que no radico acá más de seis meses y que, por ende, bastaría la licencia que traje de mi país para poder manejar libremente por estos lares. Claro, pero todos los demás no piensan lo mismo. A quien le preguntaba me decía “saca la licencia, es indispensable para identificarse”, porque parece que en este país uno se identifica con el permiso para manejar el auto (o sea, ¿quien no maneja no existe?, a veces pareciera cierto). Medio aburrido del “sí pero no” en el que me veía embarcado a cada momento decidí ajustarme a la sabiduría del “vox populi, vox dei” y averigüé los procedimientos para conseguir el bendito documento.

Primer dato: Acá todo empieza en Internet y termina en el correo. Lo primero, revisar la página web donde señalan los requisitos: visa en regla, licencia anterior y partida de nacimiento (segundo dato: sin la partida de nacimiento ningún trámite es posible aunque una vez que tienes la partida en la mano nadie te la va a pedir). Hay que llenar un formulario electrónico y solicitar una cita a través de él. En realidad son dos citas, una para el examen teórico (que todos llaman “escrito” aunque nadie “escriba” nada porque se toca una pantalla para responder) y otra para el práctico (“de manejo”, si es que a andar con el carro quince minutos por la playa de estacionamiento de un centro comercial puede llamársele “manejar”). Además se debe imprimir y completar un formulario “para agilizar los datos” (tercer dato: el formulario lo llenas por las puras porque nadie te lo pide, nadie lo mira, nadie le hace caso). Las citas no son inmediatas así que uno puede esperar algunas semanas.

Si bien pensé estudiar las reglas y practicar el manejo para estar preparado para “el día”, muy a nuestro estilo latinoamericano, esperé hasta la hora undécima para hacerlo. ¡Y vaya jornada la que me esperaba!

Sólo fue en la mañana previa a mis exámenes cuando me lancé por las autopistas de esta ciudad —verdaderas telarañas voladoras que se cruzan en el aire como asombrosos malabares de concreto—. La dejé a Ella en su oficina y me aventuré por las calles y carreteras sin más guía que mi despistado sentido de ubicación y sin otro propósito que retomar la fluidez con el timón. Estuve varias horas dando vueltas, me detuve en un café, devoré una deliciosa tortilla de jamón y me puse a leer el reglamento mientras me tomaba un jugo de naranjas recién exprimido (un pequeño lujo en una ciudad donde todo —hasta las conciencias— está envasado o es de plástico). Meche —mi amiga hasta el tuétano— me llamó por teléfono, interrumpí la lectura del manual y acepté almorzar con ella.

Abandoné el café que me albergaba y me lancé nuevamente por las carreteras, superé el tráfico del mediodía (cuarto dato: acá todos almuerzan a las doce y cenan ¡a las seis de la tarde!) y me encontraba ya a tres calles de la casa de Meche cuando me crucé con un patrullero (quinto dato —para despistados totales acostumbrados a la criollada—: los policías de esta ciudad son insobornables —al menos al nivel de una multa de tránsito— y es imposible “conversarlos” a la usanza nuestra, sólo por insinuarte te pueden meter preso y acá no hay tío comandante que valga).

No sé si sería la proximidad del examen o ver que el uniformado traía cara de pocos amigos, lo cierto es que me puse ligeramente nervioso. No quería adelantarlo pero fue imperioso, él iba muy lento —como el depredador al acecho de su presa— y quedarme atrás hubiera sido más sospechoso que rebasarlo. Lo pasé, lo pasó otra camioneta y, en eso, me encontré con el semáforo en rojo. Tenía que hacer una curva a la izquierda y la flecha verde que me autorizaba el viraje se había apagado hacía unos momentos. Me detuve con la luz roja, pasaron unos minutos y se encendió la luz verde pero se mantuvo apagada la flecha. Dudé. ¿Volteo o no volteo? (¡por qué no leí esa página del reglamento!)

No tenía la menor idea de cómo proceder y me hallaba más dubitativo que Hamlet con su calavera hasta que miré por el retrovisor y me encontré con la señora de la camioneta que estaba detrás de la mía hecha un energúmeno y moviendo histéricamente los brazos como gritándome “¡avanza idiota!”; así que avancé. En ese instante supe que si la mujer había sido tan expresiva, el policía —que se encontraba mirando toda esta escena desde la platea de su automóvil— estaría apunto de encender sus luces; así que —resignado— volteé lentamente y me puse a la derecha. Avancé muy despacio mientras la respetable vieja me rebasaba a toda velocidad diciéndome no sé qué cosa aunque intuí que se refería a mi sagrada madrecita.

Transcurrieron cuatro segundos y por el espejo vi cómo el patrullero se transformaba en una especie de ovni lleno de luces multicolores. Me hice a un lado y me detuve de manera tal que los carros pudieran seguir su camino sin evocar airados a mi santa progenitora. Recordando el manual (¡esa parte sí la leí!), bajé la ventana y puse las manos sobre el timón. El policía se tomó su tiempo (que a mí y a mis intestinos nos pareció una eternidad), habló con alguien por la radio (mientras yo me sentía uno de esos asesinos múltiples y fugitivos que en las películas caen en manos de la policía por una torpe infracción del reglamento de tránsito), esperó, volvió a hablar, espero, habló y bajó.

Se acercó lentamente y con una seca amabilidad me pidió mis documentos. Mientras los buscaba le dije que el carro era alquilado (“sí, ya lo sé”, fue su comentario desdeñoso) y que no era ciudadano de ese país (“ajá”). Le entregué mi licencia extranjera y mi documento de identidad. Mientras revisaba mis papeles me preguntó: “¿qué sucedió?”, y le expliqué que estaba aguardando “la flechita verde” para poder voltear y él me dijo que bastaba con la luz verde para virar a la izquierda y que yo había estado “obstruyendo y obstaculizando el tránsito” y que esa era una infracción. Insistí amablemente con lo de “la flechita verde” y él me ignoró con una esterilizada gentileza mientras leía mis datos. De repente su rostro se transformó, de la indiferencia al asombro: “acá dice que este documento venció el año pasado”, me dijo. Me puse lívido, mis intestinos empezaron a sublevarse, pero me controlé. Serenamente pedí ver los documentos… Debo confesar que me tomó varios minutos explicarle al oficial la diferencia entre “expedición” y “expiración”, sutilezas verbales que su mal español tardó en procesar.

Me devolvió los papeles desganado (sexto dato —me lo contaron después—: es muy complicado ponerle papeleta a un turista porque no tiene registro en la ciudad, así que las infracciones leves las dejan pasar —obviamente es de suponer que por las graves igual vas preso—) y me dijo: “tenga cuidado la próxima vez y ya sabe, la flechita verde no es indispensable para voltear”, y me dejó ir mientras mis intestinos y yo seguíamos imaginando cómo serían las celdas de la comisaría adonde pude haber ido a dar con mis huesos.

Almorcé con Meche en un delicioso restaurante argentino —un bife de chorizo alivia cualquier angustia— y le conté lo sucedido mientras me prometía estudiar el manual hasta el agotamiento. Sin embargo, entre los pañales de la hija, las compras del supermercado, el colegio del hijo y el lonche hogareño, se me pasó el día y no terminé de leer el reglamento de tránsito.

Al caer la noche fui a recogerla a Ella a la oficina y me guió hasta el mismo local donde rendiría mis pruebas al día siguiente. “El escrito es fácil, si estudias; el práctico se puede complicar si te distraes, te voy a enseñar la ruta”, así que hicimos varias veces el mismo camino —dentro del estacionamiento de un supermercado— con el que Ella había aprobado unos días atrás y, aparentemente, demostré la destreza suficiente para no hacer el ridículo, aunque los acontecimientos de “la flechita verde” me hicieron presagiar el desastre…

miércoles, octubre 18, 2006

7. Hágalo usted mismo

Una de las tragedias de abandonar las comodidades de un hotel es que en esta ciudad uno se ve expelido de repente a la realidad del “mundo civilizado”. La mano de obra barata no existe, no hay el “chico” que hace cualquier cosa por unas monedas ni el “maestrito” que funge de electricista, gasfitero, pintor y jardinero por un solo pago (que siempre se regateará) ni la “empleada” que por un sueldo ridículo permite a la más elemental clase media contar con mucama multiusos.

El asunto de “la doméstica”, como más de una vez escuché en mi patria (cuando no el peyorativo “la chola”), merece una crónica aparte pero no está de más recordar a la mujer que cocina, lava, plancha, limpia, cuida hijos ajenos, es guardiana de la casa, toma recados telefónicos, va de compras y hasta lustra zapatos en un “generoso horario” que empieza al alba –digamos seis de la mañana, con el jugo y las poncheras de los niños– y concluye tardísimo –digamos como a las once de la noche cuando la señora ha tomado su última taza de té–. Sus quince días de vacaciones (en un país donde el más infeliz de los burócratas goza de treinta) no dejan de ser significativos; sólo porque los legisladores consideraron que era muy molesto quedarse sin empleada por más de dos semanas se inventaron excusas tan extraordinarias como “no gasta en pasaje”, “come en la casa”, “ve televisión” o el sencillo “si no hace nada todo el día”.

Pero no nos desviemos. En el primer mundo los servicios o son muy caros o simplemente no existen. Allí reside una de las grandes causas de la gran inmigración: un trabajador manual que en nuestras patrias está mal pagado y no cuenta con ninguna protección laboral puede, si obtiene sus papeles y entra en la legalidad, decuplicar sus ingresos en poco tiempo, si no, al menos, los quintuplica de ilegal.

La primera vez que sentí el golpe de la civilización fue en una estación de gasolina. Acabábamos de abandonar el hotel, donde un amable botones se había encargado de colocar las tres mil quinientas maletas en el coche (maletas que luego yo tendría que cargar en la “casa nueva” –que de nueva no tiene nada– y subir a un segundo piso a través de una escalera infame). Pues bien, la “obscena” camioneta –rentada, por supuesto– empezó a proferir unos infernales ruidos cada vez que se encendía el motor y en la pantalla del tablero, frente al timón, una luz parpadeaba y unas letras aparecieron diciendo algo así como “la llanta está desinflada”. Así que pusimos norte a una gasolinería y aprovechamos para llenar el tanque que ya se encontraba famélico y deshidratado luego de varias idas y venidas por la ciudad.

Acá, en esta ciudad, las estaciones de gasolina tienen un solo empleado y rara veces dos. Él está en sentado, detrás de su caja registradora y desde allí controla, a través de una máquina, todo el movimiento del lugar. Cada una de las bombas tiene un sistema que permite el pago a través de tarjeta de crédito siempre y cuando el bendito plástico haya sido emitido dentro del territorio. Ah, las tarjetas emitidas en el extranjero no funcionan porque hay que poner un código postal, salvo que te aprendas el truco de colocar el número de la circunscripción en la que te encuentras, algo que me enseñó un cubano muy simpático para evitarme el trabajito de ir a la caja, entregar mi plástico y pedir que me “abran” el dispensador de la máquina tal y regresar después para firmar. Claro, eso lo aprendí después de haberme peleado con mi tarjeta y con la máquina dispensadora por diez minutos que parecieron eternos porque la señora de la camioneta que estaba detrás de nosotros empezaba a impacientarse.

Entonces el trámite es el siguiente: uno se detiene, apaga el motor del automóvil, baja, mete la tarjeta, saca la tarjeta, pone el código postal, toma la manguera, abre la tapa del tanque del carro, introduce la manguera, aprieta el botón que libera el flujo de gasolina, coloca el seguro y espera a que “salte” indicando que el depósito está lleno, retira la manguera, la coloca en hoyo que la sostiene, cierra la tapa del tanque, la máquina carga el gasto en la tarjeta, sube a su carro y se va. Muy sencillo de escribirlo pero, ¡a ver!, me encantaría observar cómo mis compatriotas, acostumbrados a ser servidos, lidian con este trabajito la primera vez.

Esa fue la parte sencilla. El timbre y el parpadeo de la luz continuaban y el aviso de “la llanta está desinflada” se mantenía incólume atormentándonos. Ubicamos la máquina del aire comprimido y funcionaba con monedas, buscamos y no teníamos, tuve que ir a la tienda y comprar un chocolate (¡ah, los chocolates!) y pedir que el vuelto me lo dieran en monedas.

Cuando regresaba adonde estaba la camioneta me di cuenta de varios problemas: uno, no contaba con un medidor de presión; dos, no tenía la más remota idea de cuál era la presión ideal para esas llantas; y, tres, la pantalla, tan precisa para torturarnos, no declaraba cuál de las llantas necesitaba su cuota de aire. Miré las cuatro y todas me parecieron igual de infladas o igual de desinfladas, según se viera (a mí me daba la mismo). No soy un experto en llantas así que no sé qué tan tensas deben esta para que la computadora de la camioneta las considere “bien infladas” y no “muy infladas” (semánticamente semejantes pero físicamente divergentes, sobre todo ante la posibilidad de una explosión del neumático en medio de estas carreteras donde todos manejan con la despreocupación de los que suponen que los accidentes y las emergencias no ocurren). Entonces recordé que en mi país le daba una moneda a un chiquillo (que siempre estaba allí o aparecía de quién sabe dónde como por arte de magia) y él sabe perfectamente la cantidad de aire que necesita cada tipo de neumático y, con la agilidad de gato, resuelve el asunto en tres minutos. Pero no estoy en mi país…

Ni modo, decidí que sería al “ojo de buen cubero” (¿sabían que cubero es el que hace las cubas y cubas son los barriles o toneles donde se almacena el vino o el aceite?, me lo acaba de contar el diccionario). Echaría aire hasta que las llantas estuvieran sólidas o hasta que se apagara la señal en el tablero. Metí la moneda y la máquina cobró vida, empezó a sonar escandalosamente un motor y el aire estaba allí listo para alimentar el hambre del neumático. Me agaché tan cuidadosamente como pude y, siguiendo los consejos de mi padre, me puse de cuclillas (claro, mi padre pesaba sesenta kilos y eso hacía infinitamente más sencilla su teoría). En medio del ruido ensordecedor de la máquina de aire, me encontré con que cada uno de los pistones de las llantas tenía una tapa de seguridad aparentemente muy fácil de desenroscar pero cuyo proceso se convertía en una tortura mientras mis rodillas crujían bajo el rigor de mi peso. Saqué la primera tapa, puse el aire comprimido y la inflé un poco mientras sudaba bajo el sol de fuego como el pobre Filípides después de la batalla de Maratón yendo a dar las buenas nuevas a los atenienses.

Levanté mi humanidad con calma y trabajo, avancé hasta la segunda llanta y en eso, como en las películas de ciencia ficción, cuando los extraterrestres atacan, percibí que una nave gigantesca pasaba sobre nosotros. No era una nave, era una nube. Una nube negra como mi consciencia y cargada de agua. De repente, arrancó la lluvia. La lluvia es un decir; el chubasco, el aguacero, el temporal, ¡el diluvio! La situación se complicó muchísimo pero yo, como un nuevo y empecinado Noé, me negué a rendirme. Abrí el segundo seguro, puse el aire y cerré. Avancé decidido con la camisa mojada pero con el orgullo intacto hacia mi tercera llanta... ¡No alcanzaba la manguera! Ella movió el carro hacia delante mientras la lluvia, cada vez más feroz, como ofendida por mi decisión de ignorarla mientras todos buscaban refugio, me seguía empapando. Me agaché a pelear con la tercera tapa. Mi espalda resistió por la adrenalina del momento (luego me pasaría la factura). Me hallaba en medio del tercer desenrosque cuando se hizo un silencio funeral que sólo se interrumpía con el tintineo del agua sobre el coche… ¡Había que echarle otra moneda a la máquina! Me puse de pie, me arrastré hasta el aparato, me mojé más el pantalón, introduje mis manos –mugrientas ya– en los bolsillos, saqué una moneda, la puse y el ensordecedor escándalo de la compresora hizo unísono concierto con el traqueteo de la lluvia sobre los metales y sobre los charcos que ya se empezaban a formar en la pista. Inflé la tercera, inflé la cuarta y, ¡por fin!, se apagó la bendita luz del tablero. Tiré la manguera del aire con furia, maldije la lluvia que tanto quiero y me trepé así como estaba, sin aseo previo, sin secarme, e hice pagar al pobre tapiz de mi asiento las consecuencias de mi cólera.

Arrancó el automóvil y tomamos la carretera que nos llevaría por media ciudad atravesando islas y puentes. La calma estaba llegando a mi fatigado cuerpo cuando de repente, sin aviso previo, como los terremotos o las bombas, arrancó de nuevo el ruido ensordecedor, las luces comenzaron a parpadear como en un avión en picada y, ¡oh eterna maldición de la modernidad!, apareció un nuevo cartelito… Nos estábamos quedando sin aceite…

miércoles, septiembre 13, 2006

6. ¿Evacuamos?

Debo declarar que a mí me encanta la vida de hotel. Habiendo nacido “poltrón y perezoso”, como decía Cervantes, no hallo nada más afín a la vida náufraga de los haraganes que la compensatoria y hacendosa labor de todos los que trabajan en esos edificios en donde nunca cae completamente la noche. Allí los cuartos siempre están como nuevos, las sábanas lavadas, los baños impecables, los basureros limpios, los jabones por estrenar y hasta el papel higiénico inmaculado con un tierno doblez en la punta. Si la existencia me arrojara nuevamente a la vida solitaria (y me diera los medios suficientes), habitaría (hasta darle cuentas al diablo) en las cómodas habitaciones de un hotel de cinco estrellas. Pero Ella no ama los hoteles, así que había que mudarse.

Confesaré que dilaté la partida hasta donde mis recursos alcanzaron, pero a su urgencia, nacida de una aversión hepática e intestinal contra el hospedaje hotelero (por su poca privacidad y la escasa independencia que otorga a cada uno de sus ocupantes) hubo de agregársele una serie de infaustos acontecimientos que complotaron inmisericordemente contra mis intenciones.

Una larga noche de tormenta trae consigo una serie de desarreglos en los sistemas eléctricos y el generador de energía del hotel que nos cobijaba no pudo resistir el embate de los vientos ni la furia de los rayos ni la persistencia oriental de la lluvia, y se arruinó. Previsores, los administradores contaban con un segundo generador que, si bien alcanzaba para no infartarse subiendo las escaleras, no tenía suficiente capacidad como para poner en funcionamiento el aire acondicionado (“un despilfarro de energía” según me explicaba Fabián que en sus viajes de negocios a esta tierra desconecta el equipo y duerme “al tiempo”, como en Europa).

Yo, gordo, al fin, en un país donde la obesidad mata más gente que el terrorismo, pasé un viernes negro envidiando la frescura artificial encapsulada de cada uno de los automóviles que pasaban bajo mi ventana mientras soportaba con mal logrado estoicismo el sofocante calor de un edificio sellado donde los pocos ventiladores que colocaron sólo servían para recircular el aire caliente.

Felizmente que alguien compuso la máquina y ya, al caer la tarde, un viento cariñosamente frío nos despabilaba a todos y nos regresaba –sobrevivientes– del mundo de los entes adormecidos por la modorra. Tan calurosos se hallaban los ambientes que cuando Ella llegó de la oficina sugerí que partiéramos de inmediato a buscar un heladito que aliviara mis labios y mi garganta de la ferocidad del clima.

Regresamos en la noche y nos dirigimos a la habitación. Mi poca previsión no había tomado en cuenta que cuando el aire empezó a enfriar nuevamente ya era tarde y, como sucedió, nadie había ingresado al dormitorio para ajustar los niveles de la máquina que nos amparaba del calor tropical. Si bien en los corredores la atmósfera era agradable, al abrir la puerta de nuestro cuarto un soplo enrarecido, intenso y pegajoso, nos pegó en el rostro. Tan viciado se hallaba el oxígeno que ni el aire acondicionado, puesto en su máxima capacidad, pudo enfriar la pieza de inmediato. Así que esperamos.

Cuando una hora después nos dormimos, la fuerza del motor le doblaba ya el brazo al sopor y había refrescado tanto que Ella –friolenta como todos los que tienen la bendición de la presión baja que los redime del infarto y los derrames– apagó la máquina mal aconsejada por el soplo helado que recorría el dormitorio.

Yo –el del calor, la presión en alza y el infarto–, me desperté como a las dos de la mañana sudando como maratonista. Aún bajo los rigores de una pesadilla en la que me ahogaba en mis propios fluidos –como castigo por mis excesos–, me acerqué al control del aire acondicionado y empujé, de un solo gesto, la palanca del aparato hasta los extremos siberianos. Triunfante, me dormí.

No me percaté de lo sucedido hasta unas horas después cuando el aviso de Ella fue la alarma que disparó mi más elemental instinto de supervivencia. “Huele a quemado...”, fueron las palabras que entrecortadamente recibieron mis oídos y que mi cerebro, dopado por el sueño, se tardó varios segundos en procesar. Cuando mis neuronas relacionaron “quemado” con “fuego” y “fuego” con “incendio”, mi pánico vegetativo se disparó con un “¿evacuamos?” que a Ella le causó una sonrisa y a mí la burla de todos los que se enteran de la historia.

Felizmente no hubo que llamar a los bomberos y el olorcillo, proveniente del aire acondicionado, empezó a ceder apenas Ella apagó el motor. Allí empezó el final de nuestra estadía hotelera.

Llamé a la recepción, eran las cinco de la mañana, alguien dijo “en quince minutos llegará el ingeniero”. “¡Qué maravilla!”, pensé hasta que tuve que volver a llamar media hora después, “ya va”, me dijeron de nuevo mientras Ella se quedaba dormida y yo le explicaba que no era saludable abandonar el estado consciente con el olor a chamuscado que, si bien no aumentaba, aún se mantenía poderoso en el ambiente. A las seis de la mañana sencillamente ya no me respondieron.

Golpeado en mi orgullo me bañé furibundo (un reclamo en pantalones cortos, camiseta sudada y pantuflas pierde consistencia) y bajé al primer piso donde me encontré con un sujeto uniformado con esa inconfundible sonrisa de quien trabaja tras un mostrador. Le conté detalladamente lo sucedido, le hice saber mi descontento y él se deshizo en disculpas, responsabilizó al “turno anterior” de la falta de respuesta y me dijo que podía despreocuparme puesto que él se encargaría –personalmente– del asunto. Satisfecho, me fui a tomar desayuno.

Ella bajó unas horas después, recuperado el sueño y radiante. El sábado luminoso era propicio para recorrer la ciudad y partimos a un largo día de distracción. Regresamos tarde –pasada la medianoche–, tomamos el elevador, entramos a la habitación y nuevamente un soplo enrarecido, intenso y pegajoso, nos pegó en la cara.

“¿Nadie encendió el aire acondicionado?”, pregunté como haciéndome el desentendido con lo que a todas luces era el anuncio de la desgracia. Fui al control, apreté, zarandeé, agité, meneé, revolví, hurgué y trajiné cada milímetro y cada orificio del mismo y ¡nada! Monté en cólera. Ella me observaba. Levanté el auricular, marqué “conserjería”, hablé serena pero firmemente. “En quince minutos”, me dijo otra voz de nuevo. Cumplieron. Llegó un técnico con una escalera, vio, movió, removió y nada. “Esto está malogrado”, me dijo. “Ciertamente, lo reporté en la mañana”, contesté con un gruñido. “Debe hablar con la recepción, yo voy a informar de inmediato y lo llamarán”, me dijo, se dio media vuelta y me dejó su escalera, sus herramientas y todo desarmado. Dos minutos después se comunicaron “...lamentablemente el equipo está dañado y tendrá que cambiarse de habitación de inmediato”, “usted dirá que dormimos en otra habitación y mañana...”, “no señor, tendrán que mudarse por completo porque van a ir los técnicos a trabajar y no podemos garantizar la seguridad de sus cosas”, “pero...”, “la alternativa es que duerma sin aire acondicionado y mañana a las ocho deberá desocupar la habitación”.

Mandaron a un conserje, Ella maldijo cien y mil veces el hotel (“yo te dije que debíamos irnos”, “esto es un maltrato”, “son unos incapaces”, “mañana mismo arrendamos un departamento”, “odio los hoteles”) y nos mudamos con nuestras dos semanas de maletas desordenadas, ropa nueva, ropa sucia, papeles, remedios, vitaminas, libros y cuanta cosa uno va acumulando en este país donde no hay manera de salir a la calle y no regresar con algo en la mano. A las dos de la madrugada estábamos en nuestra nueva habitación. Ella molesta, yo iracundo; nos dormimos.

La mañana siguiente me afeité, me bañé, desprecié los atuendos del turista y me vestí con la amarga sonrisa cortada del cliente insatisfecho. Bajé e ignoré al sujeto de la recepción (¡el mismo cretino que me había prometido que arreglaría todo la mañana anterior!). Me acerqué al mostrador de al lado y hallé la sonrisa cómplice y coqueta de Imadia que me saludó afectuosa preguntándome cómo me había ido en mi caminata por los alrededores. Controlé mi destemplanza, sonreí recíproco y afectuoso, y respondí, breve pero amable (ahora parecía que era yo el que trabajaba en el hotel), con una sonrisa de manual de ventas. Pronto vi la manera de esquivar lugares comunes y finalmente disparé un “disculpe, estimada Imadia, ¿se encontrará el gerente?”, ella se demudó, “¿sucede algo?”, “no, no se preocupe, es sólo que quiero conversar con él”. La bella centroamericana sonrió comprensiva, abrió una puerta y desapareció unos instantes hasta que regresó seguida por un ejecutivo.

Evitaré contar todo lo que le dije a Raúl –que así se llamaba el gerente– . Sólo dejaré constancia de mi cólera sostenida que alcanzó para declarar los hechos, dejar claro mi malestar y rechazar los días “de cortesía” que me ofreció. “No vengo a pedir nada, señor, vengo a formular una queja para que los servicios del hotel mejoren”. Nos despedimos amablemente y él reiteró hasta el hartazgo sus disculpas en nombre de toda una corporación de millonarios a los que jamás tendré –felizmente– que conocer.

Ni el platón de frutas ni la tarjetita edulcorada (escrita por su secretaria, como se colige de la letra de mujer que Ella detectó) lograron cambiar el curso de la historia. La suerte estaba echada y al día siguiente me paseé por media docena de casas, conversé con corredoras, amigos y metiches, y terminamos mudándonos a los pocos días al Cabo Vizcaíno...

miércoles, septiembre 06, 2006

5. La felicidad de Espartaco

Yo dije que no quería pero terminé cediendo en nombre de tolerancia. Así que nos trepamos a la camioneta y nos lanzamos a un largo viaje por unas carreteras cuyo único defecto es la monotonía. Todo está tan ordenado, tan señalizado, tan preparado, que aburre. La seguridad en estas autopistas es tan grande que pareciera que una vez al día alguien se estrella tal vez como un acto de protesta o para probar la efectividad del servicio de emergencias.

Debo confesar que, cuando voy de copiloto, sufro de una especie de narcolepsia producida por el hartazgo de la carretera; ni bien el automóvil ingresa a la rutina de la pista, me duermo. Así que del viaje poco puedo decir, me desperté trescientos kilómetros después cuando una tormenta feroz presagiaba mi desgracia.

Pasamos un tarde extraordinaria en compañía de Claudia, Rafael y el pequeño Ignacio. Todo estuvo muy bien, salimos a conocer la parte de la ciudad a donde no van los turistas y recorrimos las avenidas libres y poco congestionadas de este lugar cuya historia está ligada directamente a la fantasía de todo un pueblo y al sueño de un hombre que se hizo millonario con un ratón distraído, un perro torpe y media docena de patos cuyos vínculos familiares e inclinaciones sexuales son un misterio.

Pensé que me había librado de los famosos parques que le dan razón de ser a esta ciudad y me disponía, simple y feliz, a disfrutar de un fin de semana de conversaciones de sobremesa y paseos en coche por lugares que nadie visita.

Me equivoqué. Me distraje. Me vi copado, de repente, por una fuerza inmensa (dos mujeres, un niño y un entusiasta esposo) que, sin que yo lo percibiera, introdujo de manera soslayada el asunto de “qué parque visitamos mañana”. Cuando reaccioné era tarde, estaba pactada la hora y hasta una pareja amiga había sido convocada; o demostraba ser un varón tolerante o me arriesgaba a convertirme en el ogro malhumorado de las películas para niños.

Me negué a madrugar, detesto esos paseos con agenda donde cada paso está calculado y el tiempo medido de tal manera que se pueda hacer todo sin disfrutar de nada. Siempre he creído que en la diversión, como en el amor, hay que tomarse su tiempo.

Desayunamos con calma, vimos que el día se anunciaba tranquilo y nos aseguramos de que el aguacero de la víspera no se repetiría. Como a las once de la mañana partimos al parque especializado en el “mundo del mar”, el que, según me explicó Rafo, se halla menos atestado por no sé qué maravillosa razón que no entendí.

Estos centros de diversión son extensiones inmensas de tierra, lagos y bosques en donde se han construido las más delirantes atracciones que, cada año, convocan a este lugar a millones de personas de los cuatro puntos del globo. Familias enteras llegan con la ilusión de ser felices en un mundo mágico donde todos sonríen y son amables, vestidos con camisas coloreadas, pantalones cortos y zapatillas, sin importar si el que atiende es un adolescente o un septuagenario.

¿Pasarán por lecciones de sonrisa? –ahora que sé que los actores de un cadena latina local pasan por clases para homogeneizar el acento, no me parece imposible–. Todos sonríen igual, amable y desapasionadamente, como en los comerciales de pasta para lavarse los dientes.

Desde la entrada se nota que algo anda mal (aunque nadie se dé cuenta). Hay una fila inmensa de personas esperando por ser atendidas para comprar un boleto y hay unas veinte máquinas para adquirir boletos con tarjeta de crédito –esto en un país donde el más infeliz maneja tres o cuatro de esos plásticos–. Las máquinas languidecen nostálgicas y abandonadas mientras que las cajas se encuentran abarrotadas, ¿qué puede ser?, me pregunto y la respuesta la hallo cuando, ya cerca a los aparatos automatizados, me encuentro con empleados del parque que ayudan a los clientes con las que imagino que son unas instrucciones incomprensibles... Me aproximo, empiezo a apretar botones según me va indicando un texto en la pantalla y en menos de un minuto tenemos boletos y recibo. Los que estaban antes que yo en las máquinas sigue peleándose con el teclado y los asistentes sudan la gota gorda para no perder su sonrisa.

Entramos, “no hay que caminar mucho” me habían dicho y no fue cierto. Como para aliviar mi anunciado dolor me ofrecen una de las sillas con ruedas y motor a baterías que alquilan al ingresar. La rechazo de plano, hacerle compañía a las abuelas sobrealimentadas y a las tías adiposas me pareció intolerable, uno tendrá sus kilos, pero los carga con dignidad, serena y sudorosamente.

Para castigar mi soberbia el sol decide brillar ese día con la arrogancia de los que pueden. Yo, en chancletas y mangas cortas, empiezo a cocinarme lentamente como el que se extravía en el desierto. Ni me gustan los sombreros ni soporto ver el mundo a través de unos anteojos que todo lo oscurecen, así que el astro rey sigue banqueteándose con mi exceso de grasas. Enemigo de cremas y lociones, me niego a ser rociado por la última y revolucionaria versión “en espray” del bloqueador solar que me ofrecen con una amabilidad tan intolerante como la contagiosa felicidad plastificada que inunda todos los ambientes de este parque. El sol se mantiene implacable sobre mí.

Las gotas corren por mi frente y seguimos andando en busca de los delfines. En una laguna artificial hallamos una docena de esos animales que no sé cómo soportan el griterío a su alrededor. Niños, adultos, abuelos y abuelas, tíos y tías, primos y sobrinos, pelean por un lugar junto al borde para ver de cerca “a los mamíferos más inteligentes después del hombre”, para tocarlos y darles de comer (estratégicamente ubicada, la tienda de pescaditos sacrificados atiende a una fila inmensa de personas). Me mantuve alejado, “mira allá”, “qué lindo”, “qué ternura”, “¡lo toqué!¨” y mil frases más llegaban a mis oídos como si se tratara de una estrella de rock o el incestuoso cabecilla de una secta mesiánica. Yo me mantenía incólume en el único rincón que hallé protegido del sol, Flipper, Sissy y sus innominados primos hermanos no recibieron mis suspiros.

La marea humana aumenta con el calor también. El sol me quema los pies y el escándalo es insoportable; los bebes lloran, los niños corren, las madres cambian pañales a la luz del sol, los padres cargan paquetes, bolsas, coches y maletines, ¡y todos están felices!

Vemos a otros animales marinos en nuestro viaje hacia uno de los auditorios del complejo turístico. Allí somos testigos de un espectáculo que incluye delfines, loros y hasta un cóndor sudamericano. Pura coreografía, pura puesta en escena, pura organización. El auditorio aplaude emocionado mientras intento saciar inútilmente mi sed con una gaseosa insolentemente dulce. Una hora de espera, veinte minutos de malabares marinos y aéreos y una multitud de varios cientos de personas que abandonan el lugar en manada y abarrotan, de inmediato, las pocas cafeterías que existen con su cuota ambicionada de aire acondicionado.

La comida es llanamente mala. Pero ése no es un problema del parque de diversiones, es un problema del país. Lo más sabroso es lo que lleva toneladas de grasa y azúcar en su composición. Hasta los dulces son más empalagosos y las frituras más cargadas, como si la producción industrializada de alimentos los hiciera cada vez más rudos, simplones y poco alimenticios –y lo digo yo, que nada tengo contra la buena mesa–.

Pero la jornada no ha terminado, la actividad central se encuentra en un inmenso auditorio al que se llega tras una larga caminata, cruzando un puente y avanzando rodeado de centenares de personas sudorosas que se detienen a cada instante a tomarse una foto, filmar un paisaje, conversar, comprarse una bebida o sencillamente mirar el alrededor maravillados como si contemplaran la Pietá, las Pirámides o Machu Picchu. Todos, evidentemente, sonríen; todos menos yo.

El aire está caliente, más caliente, las nubes no prometen nada, el sudor recorre mi cuerpo con descaro y el sol se ensaña conmigo. Todos los demás parecen flotar protegidos por una energía negada a mi mal humor.

Llegamos. El espectáculo consiste en los saltos que tres orcas realizan junto a un par de entrenadores sonrientes cuyas fotos infantiles nos recuerdan que “sí se puede” y que “los sueños pueden hacerse realidad” con sólo empeñarse en el asunto. Porque ésta no sólo es una tienda de felicidad, también es una fábrica de sueños donde –para bien de la tía “Bisa” y el tío “Mastercar”– se acepta tarjeta de crédito.

Una muchacha tallada por la natación empieza a monologar frente al público, rinde homenaje a los “veteranos”, el público aplaude emocionado y, una vez obtenida la atmósfera, habla de los sueños y de sus sueños para presentarnos a la ballena asesina que esta vez se halla un poco renegona y se niega a cumplir con las órdenes de los entrenadores que tienen pocos recursos para hacer entrar en disciplinada razón a un mamífero marino de tres toneladas que se desliza en y sobre el agua con la ligereza de una bailarina de ballet.

Mientras observa cómo sus hermanas danzan a las órdenes de sus entrenadores como si fueran gráciles autómatas, la orca rebelde da vueltas alrededor de la pileta como los depredadores lo hacen con su alimento. Los jóvenes y sus ayudantes no se animan a realizar un espectáculo muy atrevido hasta que Shamu, que así se llama la rezongona (vaya uno a saber si no la cambian y le dejan el mismo nombre) se anima, se marea, queda hipnotizada o se aburre de no recibir aplausos y decide realizar sus piruetas. Otra vez todo ordenado, todo preparado y producido, lo único natural que allí existe es el sol que me espera un poco más allá de la sombra protectora, mi hambre, y el mal humor atemperado de la ballena.

Cuando termina el espectáculo y mientras miles de felices y extasiados turistas abandonan el auditorio, pienso, viendo a los entrenadores tomándose fotos con los niños –cuando las ballenas ya han sido retiradas a su prisión dorada– cómo se sentirían los gladiadores de la antigüedad, aparentemente poderosos, grandes, fuertes, afamados, adorados y aclamados por la multitud, deseados por las libertinas romanas –y por sus liberales maridos–, amos y señores de la arena, reyes de su espacio en el coliseo y esclavos, célebres esclavos, en su maravillosa prisión con sirvientes y cortesanas. Pensaba –aguafiestas yo– en Espartaco y me imaginaba a Shamu, harta del calor artificialmente atemperado de la Florida, harta del cautiverio, harta de su celda de plástico transparente y harta de la pasmada felicidad de los turistas, devorando a su primer y sonriente entrenador en nombre de su mar, su fuerza y su libertad.

viernes, septiembre 01, 2006

4. Chaparrones y chubascos

Mi primera vez fue en el estacionamiento del hotel... A ver si me explico. Andábamos llegando a la dorada prisión y tuvimos que permanecer en la camioneta –ajena y alquilada– porque el cielo se venía abajo. Literalmente, se venía abajo; a manguerazos, a baldazos, a oleadas, pero abajo. Porque para un habitante del pueblo donde he nacido –donde “llover” es un verbo que se halla tan devaluado como nuestra moneda–, el aguacero fue impresionante.

En mi vieja Lima garúa, cae una lluvia menuda, tímida o acomplejada, que no logra –jamás, ni en sus mejores intentos–, limpiar ese “cielo sin cielo” que tan acertadamente describió Sebastián Salazar Bondy hace tanto tiempo. Así, el color “panza de burro” característico de las tres veces coronada Ciudad de los Reyes no cede nunca porque las condiciones geográficas impiden que se desparrame a su gusto una lluvia de esas que elimine el polvo, limpie las calles y siembre de verde la geografía desértica, sucia y melancólica, en la que crecí.

Media hora sentado en la camioneta viendo cómo el cielo decide desprenderse de la bóveda celeste convertido en chaparrón o chubasco, es tiempo suficiente para empezar a poner nervioso a cualquiera que no haya vivido esa experiencia con anterioridad. Sin embargo, esa vez Natura no andaba muy enfadada y nos llovió un rato más con algunos rayos que iluminaban la negra noche como fuegos artificiales colocados por algún niño travieso en medio de oscuridad. Al ceder la lluvia, y ya desde el refugio del hotel, tras la impunidad de unas gruesas ventanas fabricadas para resistirla, fue emocionante ver cómo la tormenta juntó nuevas fuerzas y se fue alejando, rumbo al norte, con sus aguas, sus luces y sus escándalos.

“Eso no es nada” me dice Pedro, el alegre camarero cubano de mis desayunos hoteleros, “espérate que lleguen los huracanes, ¡esos sí que son emocionantes!, todo se inunda, todo se llena de agua, no se puede salir, el viento azota como en las películas y, si no tomas precauciones, se cuela en tu casa y te levanta el techo. Un amigo mío terminó refugiado en el baño para que no se lo llevara la tormenta. Pero es emocionante...” y repite vocalizando exageradamente como si notara que no he comprendido nada, “e-mo-cio-nan-te”.

Vuelvo a mi rutina, me encierro en esta cárcel de vidrios y veo pasar las horas y los días, las lluvias y los vientos, pero no llegan los huracanes porque parece que andan –para mi buena fortuna y mi curiosidad insatisfecha– remolones y flojos. “Se me ocurre que va a ser una temporada tranquila”, me dice en otra ocasión Pedro con una sonrisa socarrona, “te vas a perder esa experiencia tan emocionante, e-mo-cio-nan-te”.

No fue sino hasta una semana después cuando, viendo –ya sin fe– cómo el encargado de la sección del tiempo del noticiero repetía una vez más que había cincuenta por ciento de posibilidades de que lloviera –¡y eso es de una pillería maravillosa!, puesto que así nunca se equivoca, ya que llueva o esté todo el día brillando el sol, su predicción se cumplirá de alguna manera–, me di con la sorpresa del anuncio de una “depresión tropical” nacida en el Mar Caribe cuyo movimiento y fuerza parecían no ser peligrosos para nadie. De inmediato explica con voz de profesor que los ciclones tropicales se clasifican, según su magnitud, en tres categorías: depresión tropical, tormenta tropical y huracán, por lo que no había de qué preocuparse frente a este ventarrón débil e insignificante, que andaba pachochudo y poltrón por el Mar de las Antillas.

Como Madre Natura –que debe andar molesta con tanta contaminación, tanto derrame, tanta deforestación, tanto incendio, tanta polución y tanto ozono destruido– no escucha los boletines meteorológicos ni ve el canal del tiempo, ignoró las opiniones de los comentaristas y se sentó –magnífica– en la información del noticiero de las diez. Consecuentemente, al día siguiente, la menospreciada “depresión” era ya una visible “tormenta tropical” cuyos vientos amenazaban convertirla en un pequeño huracán que, no obstante, parecía no tener muchas posibilidades de hacer daño pero cuyos soplos –como los bramidos de un bebé al que le negamos los brazos– llegarían a molestar e interrumpir la vida de varios pueblos del Caribe.

Esa misma noche, convertida ya en huracán, la tormenta visitaba algunas islas de la zona aunque andaba medio deprimida y sin demasiada convicción, así que los expertos –que se referían al episodio como si se tratara de un ser vivo– dijeron que pronto regresaría a su calidad y condición de tormenta tropical, la que ­–muy probablemente– “moriría” sin hacer demasiado escándalo.

Un día después el desahuciado fenómeno atmosférico gozaba de buena salud, superaba la barrera natural de las islas del Caribe y atravesaba –más entusiasmado pero sin mayor violencia– por las montañas cubanas. Los expertos empezaron a hablar de las posibilidades de regeneración del huracán y estimaron que buscaría pisar tierra por el golfo de México con lo que esta ciudad que ahora habito quedaba fuera de la trayectoria de la tormenta.

Por alguna razón dejé de ver las noticias un día y a la mañana siguiente me encontré con la declaración de emergencia, los anuncios del alcalde, los comunicados oficiales y la pasmada sorpresa de los “especialistas” de los noticieros que informaban ahora que el huracán se estaba recomponiendo, que era ya un muchachito impetuoso cuyo crecimiento era evidente, que había caprichosamente cambiado de rumbo y que, contra lo pronosticado por computadoras y expertos, enfilaba hacia esta ciudad. Nos atravesaría, de lado a lado y de extremo a extremo, en cuarenta y ocho horas y bastante agitado.
A partir de ese momento todo se trastornó. La programación de los canales de televisión se suspendió para ser reemplazada por programas especiales o se alteró notablemente con boletines constantes sobre los cambios, avances y retrocesos de la susodicha y sobrealimentada tormenta tropical. Los genios empezaron a opinar, se dijo que pegaría con fuerza, que no, que tal vez... Se afirmó cuánto uno pueda imaginarse y toda la ciudad se conmovió en silencio. No hubo escándalos ni grandes acumulaciones de personas ni incontrolables congestiones de tráfico ni nada que causara pánico colectivo y, sin embargo, allí, subyacente, subterráneo, subrepticio, se notaba un miedo oculto y escondido ante el huracán que se aproximaba...

3. Antología de nostalgias

Entrar a un supermercado por estas tierras es como ingresar a la Torre de Babel, no porque los que atiendan hablen en mil lenguas (que generalmente lo hacen en español porque, como me dijo Eddie, “el inglés, en esta ciudad es la segunda lengua”) sino por la fascinante muestra de productos que puede hallarse.

Como me comentaba Fabián, mi europeizado pero jamás desarraigado primo político de paso por este lugar donde todos parecemos estar de paso (perdónenme el trabalenguas), “en este país todo es servicio, no importa si el producto no es el mejor –y nunca es el mejor– pero tienen un servicio extraordinario”. Y es verdad, sólo pasar del sofocante calor de la calle al aire maravillosamente acondicionado de la tienda hace que el cliente ingrese de buen talante. Todo está hecho para acoger al comprador, el lugar cómodo, los empleados amables, los productos frescos. Todo está al alcance de quien ingrese por esos rumbos y si no, la tarjeta de crédito siempre es una buena compañera en esta nación donde quien “no debe” sencillamente “no existe” y donde sólo pagan al contado los forasteros que aún no ceden a la fiebre del gasto consumista –el “consumerismo” como dicen mis amigos puertorriqueños–, los quebrados o los que sospechosamente –en un país donde últimamente todos somos sospechosos– no quieren dejar rastro de su movimiento económico. Los nombres con letreros grandes, los precios claros, las ofertas precisas –algunas delirantes– y la variedad infinita (algo que a una vieja amiga le parecía infame “cómo no va a ser agresivo un país que hace escoger entre veinte marcas y sesenta tipos de papel higiénico”, reclamaba).

Lo primero que hallé fue la zona de “comida preparada”, toda una institución en este país. Si uno vive cerca de uno de estos supermercados sencillamente se puede pasar la vida sin cocinar, ofrecen desde el pan con jamón para el desayuno hasta el más suculento plato de ravioles, pasando por el pollo al horno, el pescado guisado, el cerdo cocido, la ensalada en sus mil formas y hasta sushi. Esperas tu turno, pides lo que se te antoje, pagas, vuelves a tu cocina, lo metes al horno y almuerzas como en casa, tanto así que si le das una presentación agradable, en fuentes elegantes, sobre una mesa armada de cubiertos finos, servilletas de tela y mantel largo, bien puedes pasar –como me contó otra amiga– por una magnífica cocinera.

Al otro extremo del pasillo hallé la “comida congelada”, otra institución más poderosa todavía, donde la diferencia entre quien cocina y quien no lo hace reside en los minutos en el microondas, el grado de cocción y la complejidad en la mezcla de los ingredientes de cada producto. Hay desde los que están “listos para comer” y sólo necesitan “un minuto en el microondas”, los de “mezcle y sirva”, los “mezcle, caliente y sirva”, y los “mezcle, sazone, caliente y sirva”. Eso sí, cortar nunca. No sé si existe una humana aversión por los cuchillos o algún complejo nacional pero acá todo está cortado y pelado de antemano, tanto que dudo que exista señora alguna que en esta ciudad sepa lo que es llorar picando cebollas. Sin embargo, el colmo del paroxismo fue, sin duda, hallar “deliciosas y frescas”(?) hamburguesas; las había visto solas, no me parecieron extrañas con su queso encima, pero ¡con el pan incluido!, eso sí me pareció delirante, sólo superado en mi asombro cuando encontré que algunas venían ¡con huevo frito!, sí, con su huevito más todo listo para meter la hamburguesa al microondas y devorarla cubierta, como no puede ser de otra manera, con toneladas de salsa de tomate, ketchup, que le llaman.

Sección tras sección fui descubriendo, como el pirata que acaba de abordar el barco naufragado, nuevos “tesoros”.

Los quesos, ¡un pecado!, los embutidos, ¡un exceso!, los vinos, ¡desbordantes!, los productos lácteos, ¡infinitos! Comprar leche se me antojó imposible, hallé una variedad escandalosa de marcas y productos: leche entera, leche semi descremada, leche descremada, leche descremada al 2%, leche descremada al 1%, leche vitaminizada, leche pura, leche más pura, leche de establo (¿y de dónde son las otras?), leche sin lactosa, leche chocolatada, leche de soya (que dicho sea de paso no es leche), leche de soya chocolatada, leche de soya chocolatada sin azúcar, leche de arroz, leche de arroz con sabor a vainilla... ¡Señor! Y otro tanto con el yogurt y la mantequilla.... ¡delirante, esquizofrénico, insoportable! Y aparentemente delicioso.

La sección de verduras llamó mucho mi atención porque se ofrecen allí productos agrícolas venidos de los cuatro puntos del globo, acá la nostalgia se hace evidente. Me imaginaba a la señora que abandonó su patria hace veinte años pero que aún se niega a vivir de comida congelada, encontrando en estos anaqueles un pedacito de su país, un resto de sus costumbres, un retazo del sabor que dejó quién sabe por qué, quién sabe por quién, hace dos o tres décadas. Es allí donde se hace palpable que esta tierra es de inmigrantes, que todos acá tienen un pasado más o menos cercano, un lugar de donde vinieron, un abuelo que cruzó el Atlántico, un padre que atravesó el desierto o un tío que se trepó al avión de los sueños y convirtió una visa de turista en una oportunidad para jugársela. Acá es claro que todos recuerdan un rincón, un barrio, una provincia, un país donde se quedaron –porque no pudieron o porque no quisieron– , esos parientes que aún mandan postales en navidad y que aguardan las vacaciones de los chicos para que ellos –que nacieron “ciudadanos”– no se olviden que también son ciudadanos de otras tradiciones, de otra lengua, de otra historia, de otra tierra que no deja de extrañarlos.

Más fuerte siento la nostalgia cuando paseo por las estanterías que guardan dulces y gaseosas, la variedad es impresionante y, aunque los productos locales dominan el ambiente, allí, en un rincón, veo chocolates, galletas y bebidas de todas partes del mundo para que los clientes no se sientan tan ajenos, tan expatriados, tan arrancados de ese suelo que abandonaron.

Me marcho emocionado, he recorrido nuestra geografía tan sólo caminando por estos corredores. Me topé con vigorosos tacos mexicanos, crocantes chifles dominicanos, machacados tostones puertorriqueños, sencillas arepas venezolanas, aromático café colombiano, sedosos plátanos ecuatorianos, inigualables yucas peruanas, poderosos frijoles brasileños, soberbias uvas chilenas, infaltable mate argentino y apasionante carne uruguaya (me refiero a sus reses, por si acaso). Por lo visto, acá, a la distancia, hasta un frío supermercado se convierte en un almacén de cálidos recuerdos y nostalgias.

(enviado a la lista el 26 de agosto del 2006)

2. Prohibidos los peatones

Ya lo dije, no tener un automóvil en esta ciudad es estar condenado a la prisión del lugar que te cobija y a mí me cobija la escandalosa comodidad de un hotel de cinco estrellas. Debo confesar que algún pudor tercermundista me ha mantenido alejado de la piscina (donde las muchachas escasean y abundan los ejecutivos panzones que siguen bañándose y tomando sol cuando faltan diez minutos para las ocho de la noche porque así de extrañas son las cosas acá). Sólo he visitado, por curiosidad, el gimnasio, y aunque vi una tentadora bicicleta con respaldar y televisión incluidos no me he entregado a ella porque “el amor de los marineros que besan y se van” puedo soportarlo en muchas de sus formas pero no en comodidades que voy a extraviar en unos días cuando me arranquen de este pequeño paraíso y me transfieran al departamento donde, por un par de meses, fatigaré las teclas de esta máquina contándoles esta historia.

Ya todos me miraban como a un sospechoso (algo que en estos tiempos de bombas y atentados no es lo más recomendable). Se me ocurre que se estarían preguntando “¿quién es ese tipo que se sienta a la mesa del comedor a las nueve de la mañana, conecta su computadora y se pone a escribir y si se detiene es sólo para conversar, hojear el diario, hacer preguntas, leer un libro, comer algo y seguir escribiendo hasta las once de la noche en que cierra el restaurante?”. De a pocos me hicieron el interrogatorio y creyeron que no me di cuenta. Siempre fue un camarero distinto el que se interesaba por mi curiosa estadía en el hotel, despreciando la piscina y el gimnasio, pidiéndoles a todos que me cuenten de sus países de origen y escribiendo quién sabe qué en la máquina. De a poco se fueron enterando de mi situación y respiraban como aliviados.

Sin embargo hoy no pude. Me senté varias horas frente a la máquina, me distraje con el desayuno, me distraje con el diario, me distraje conversando con los mozos, me distraje viendo las mesas de al lado y escuchando conversaciones ajenas, pero no pude. La sensación de claustrofobia fue tan grande que decidí tomar medidas graves. Pagué la cuenta, subí a mi habitación, dejé allí la maquina y mis libros, y bajé a la recepción.

Allí estaba Imadia, cuyo nombre inventó su padre, el nicaragüense que inútilmente le contó de niña las historias de la patria porque ella ignora por completo la razón por la cual su familia emigró –se exilió– hace tres décadas. Imadia es morena, tiene una enorme y hermosa sonrisa y me recibe con la cortesía que el manual indica, ni muy poca que parezca desgano, ni demasiada que parezca insinuante, justo la necesaria. Me acerco al mostrador como el culpable que va a decir algo muy bajito, casi en secreto, y ella, cómplice, hace el ademán de acercarse un poco. “Dígame, Imadia, ¿existe algún lugar al que se pueda llegar caminando desde acá?”, “¿un lugar cómo qué?”, “como cualquier cosa, Imadia, que estoy desesperado, un grifo...”. Imadia me mira desconcertada, “una estación de gasolina”, le explico y ella me mira aliviada, “...una bodega, un parque, lo que sea...”. Entonces Imadia sonríe complacida de poder entender este español que por lo visto no practica con frecuencia y me dice: “sí, claro, no hay problema, salga hasta la entrada, de allí a la derecha hasta el semáforo y después nuevamente a la derecha, sigue andando un par de bloques y llegará a un pequeño shopping donde puede tomarse un jugo...”. Le pido una tarjeta del hotel “por si me pierdo” y me dice “pero cómo se me va a perder, además, tenga cuidado con el calor que es muy fuerte, ¿no quiere un agua?, no vaya a ser que se me desmaye...”, y sale a buscarme una botella de agua que me entrega amablemente con la misma sonrisa impecable aunque ahora parece cómplice y hasta coqueta...

Caminar por estas calles al mediodía del verano nórdico es poco menos que una locura, hacerlo con sobrepeso, pantalones y camisa de mangas largas es un suicidio. El aire es caliente, como en la selva de mi país, está cargado de calor y no corre viento, la humedad es mucha. Obviamente, nadie pisa las calles, nadie. Parece una ciudad hecha para los automóviles y no para los peatones. Recorro los cien metros que me separan de la puerta del hotel hasta la salida para vehículos, no hallo ninguna señal que me indique que éste o aquél es un sendero para los bípedos implumes como yo. Me topo con la cerca electrónica que limita la entrada y salida de los coches y leo un mensaje que dice algo así como “este camino es sólo para automóviles, no es un paso peatonal” pero no existe un solo lugar que se vea adecuado para andar así que, violando las reglas, sigo andando. El guardia que está en la caseta mantiene un impávido silencio por lo que prosigo sin darme por enterado del letrero y volteo a la derecha, según me indicó Imadia, y camino.

El sol está en su cenit, es imposible mirar sin cubrirse los ojos, golpea las calles con furia y nadie, sino yo que camino solitario por esta ciudad peatonalmente abandonada, nota la ferocidad de la estrella. Todos los demás pasan raudos en automóviles relucientes y camionetas enormes (“camionetas obscenas” como las describe mi amigo Eddie) cuyas ventanas cerradas cobijan el preciado aire acondicionado con el cual pueden seguir viviendo en la ilusión de estar allí pero no estar (algo que parece ser inherente a esta cultura).

Ya habré avanzado trescientos metros cuando me encuentro con la avenida principal y el semáforo prometido, el sol cae a plomo sobre mi cabeza y siento que traspasa sin rubor la tela que me cubre. La botella de agua ha sido providencial, me salva de la deshidratación pero no me redime de la distancia. Eso de dar pasos atrás y arrepentidos no se condice con mi natural y acriollada arrogancia, así que prosigo y me siento un nuevo explorador en un desierto de fierro y cemento.

A los pocos metros de haber comenzado a andar por la avenida me tropiezo con un paradero, una banca amplia, aparentemente cómoda, con un enorme respaldar donde los reyes del mercado no han perdido la ocasión para pintar un letrero inmenso promocionando no sé qué producto de limpieza. Junto al asiento hay un poste y en él un cartel, ni grande ni pequeño, donde se avisa el horario del bus, todos los días cada media hora comenzando a las 6:27 de la mañana y hasta las 6:47 de la tarde. Los fines de semana, será que nadie usa esa conexión, el servicio de buses no trabaja. Como eran las 11:25, me quedé para ser testigo de esa puntualidad asombrosa aunque, precavidamente, desprecié la aparente comodidad de la banca que ardía bajo el sol.

Después de haber descansado esos dos minutos y tras aprovechar la parada para beber un nuevo sorbo de agua, retomo mis andanzas mirando el bus grande y cómodo, con aire acondicionado, prácticamente vacío, que se detiene un instante como para permitirme subir y parte nuevamente rumbo a su siguiente estación. Mientras lo veo alejarse pienso en mi país, donde los buses pasan cuando quieren y el transporte público es un caos con microbuses atestados de gente que paran dónde mejor les parece y donde las personas son trasladadas con menos consideraciones que las que tienen las reses que van al camal.

Sigo andando, el sol golpea furioso como castigando mi osadía. Atravieso un gracioso puentecito que sube y baja sobre un canal y mi cansancio lo convierte en un espantoso obstáculo. Pocos metros me separan de la parte más alta del puente sin embargo parece interminables. Para distraerme observo el agua bajo mis pies y veo, cómodo y orondo, a un pato que nada ignorándome, lo sigo con la mirada y desaparece detrás de la sombra de unos matorrales que miro con la desesperación del niño pobre que ve los dulces a través de la vitrina de la pastelería.

En el punto más alto del puente veo cómo la ciudad se abre nuevamente para mí. Calles y edificios, cemento y acero, sol y calor. El sudor corre por mis sienes, mi peso –que no es poca cosa– se ha multiplicado por diez, las piernas no me responden, el aire se ha hecho pesado hasta el escándalo y estoy a punto de rendirme aunque deba humillar mi acriollada arrogancia, cuando, de repente a mi derecha, como una visión, como una señal, como un anuncio, veo un gran estacionamiento y una vieja lavandería. No hay muchos automóviles, pero hay algunos y eso ya es algo. La lavandería se ve como abandonada, aunque tras los cristales se anuncia movimiento. Acelero el paso frenética e irresponsablemente y veo una panadería que anuncia en un gran letrero jugos y dulces, bocaditos y panes, voy con más prisa, abandono cualquier cuidado bajo el sol y me agito con desesperación para alcanzar la puerta del local hasta que llego a ella y, así como los espejismos desaparecen, desaparece mi esperanza cuando leo “cerrado por reparaciones”.

Desesperanzado, me dispongo a echarme para esperar la muerte bajo el sol, sin embargo, como el herido en la batalla, doy una última mirada al campo donde dejo mi honor invicto, mi victoria maltrecha y mi orgullo inútil. Y, ¡oh milagros dorados de los tiempos de mi abuela!, como puesto por alguna fuerza divina aparece ante mí, a sólo quince metros de mi desfallecimiento, ¡un supermercado!

Corro –es un decir– y abro las puertas como el que, ahogándose, halla en un último esfuerzo el aire fresco de la vida. Un viento helado llega a mis pulmones y nunca tanta frialdad me pareció tan tierna, tan acogedora, tan familiar. Estornudo, sí, pero ésa ya es otra historia.

(enviado a la lista el 19 de agosto del 2006)

1. Para empezar

Hay exiliados y exiliados. De eso no hay duda. Están, primeros entre los primeros, los que son arrancados de su país de mala manera, los que amanecen en un avión o en un barco porque el sargento tuvo compasión o porque el comandante tiene ya muchos cadáveres en su haber y es mejor un expatriado más y un desaparecido menos. Después están los que se fueron porque sencillamente se hacía irrespirable el aire de su país en esa oscuridad que son todas las dictaduras, nadie los perseguía, es cierto, pero ellos se sentían perseguido y eso fue suficiente o demasiado. Los que se marchan porque simplemente el país “no da más”, porque la situación económica es insostenible y siempre es mejor trabajar como burro para vivir como ser humano que trabajar como burro para seguir viviendo como burro. Los que se van a “hacer la América” como lo hicieron los primeros españoles que llegaron por estas tierras hace más de quinientos años y de pastores de puercos terminaron como marqueses y gobernadores. Los que sencillamente se hartaron de todo y se van como huyendo de sí mismos y nunca sabrán que en realidad la partida es inútil porque de uno mismo nadie se escapa a no ser que se acuda a la generosa asistencia de un balazo en la cabeza, un buen salto al vacío o, en el peor de los casos, una ración abundante de raticida combinado con Coca-Cola. En fin, razones para ser un exiliado hay muchas y no había meditado en ellas hasta ahora en que las circunstancias me convierten en algo así como “exiliado snob”, un privilegiado en un mundo donde, en el mejor de los casos, hay que trabajar fanáticamente para obtener un lugar, una posición, un sitio en el nuevo mundo, un espacio en el nuevo alrededor al que se arriba.

Esto me recuerda el famoso “exilio dorado” muy común en nuestras patrias latinoamericanas, así, cuando un sujeto que por a, be o zeta razones se convertía en una piedra en el zapato del régimen pero –cuando por otras a, be o zetas razones– no podía ser encarcelado, expulsado o desaparecido, se le daba una embajada en París o Katmandú –dependiendo de la importancia, trascendencia o información que tuviera el molestoso– y así se le mantenía contento y lo más alejado que se podía del centro del poder. Claro, con ese precedente es difícil decirse exiliado cuando sales de tu casa a un hotel, cuando viajas cómodamente en un avión, cuando pasas el control migratorio sin que nadie te mire con cara de sospechoso y, antes bien, te dan la bienvenida y ponen “aceptado” en una visa que hace rato se gestionó en un trámite que demoró dos horas cuando algunos llevan veinte años esperándola.

Es difícil creerle a alguien que escribe desde la parsimoniosa tranquilidad de su hotel cerca al mar, sentado en un pulcro restaurante donde vestidos de blanco conversan media docena de exiliados –los otros, los que sí llegaron de prestado, los que obtuvieron sus papeles de a pocos, los que se pasaron trabajando diez o doce horas en dos o tres empleos para conseguir una vida aparentemente menos miserable, con casa propia, carro a la puerta, tarjetas de crédito y deudas suficientes para seguir creyéndose este sueño hasta el último día–, media docena de camareros amables –peruanos, cubanos, venezolanos– que se preguntan ya quién es este tipo que tomó desayuno a las once de la mañana, desapareció cuatro horas y regresó –con la camisa un poco más arrugada por una siesta feroz y depresiva que callo avergonzado– para comerse medio pollo al horno con puré y hablar con el compatriota que lo atiende de las nostalgias de una tierra que abandonaron hace veinticuatro años –el camarero– y sólo ayer –o antes de ayer, que para el caso unas horas más o menos no redimen ni acompañan–. Pero ambos somos exiliados, él olvidándose palabras en nuestro idioma y yo tratando a tropezones de entender el diario en el otro idioma que inútilmente, por largos seis años, Miss Mesa trató de inculcarme.

Él se llama Daniel, vivió en Pueblo Libre y emigró cuando yo aún cursaba la secundaria. Hablamos de la comida peruana, de las condiciones laborales en ambos países, de las distancias, del transporte público y de lo escandalosamente caras que son las frutas en este país donde ambos somos extranjeros. Es interesante ver cómo la distancia idealiza todo, “allá era diferente”, dice Daniel con nostalgia hasta que le pregunto por qué se fue del país y empieza con la lista de quejas patrias que tenía olvidada. Entonces recuerda por qué es un exiliado, cómo encontró posibilidades de trabajar que allá nunca tuvo y ya no le parece tan malo el empleo que tiene hace veinte años en este hotel. Porque, mi respetable Daniel, ni nuestro país es el infierno ni éste es el paraíso. Pero, claro, se sonríe cuando le digo que yo también me he exiliado y que, en principio, no ha sido voluntad mía sino ajena la que me movió tantas miles de millas hacia este norte donde los kilómetros no significan nada. Se sonríe porque me ve cómodo en el hotel de cinco estrellas, frente a la piscina donde una señora pasea sus carnes infames sin la menor consideración por la estética y donde –serán las clases, será el lugar, será el horario– no se ha aparecido aún ninguna de esas diosas de perfección publicitaria, blonda cabellera y minúsculos bikinis que desafían las aguas calientes y los tiburones. Se sonríe porque él se vino cómo pudo, su compañero de al lado cruzó las noventa millas famosas en balsa y la simpática morena que mueve las caderas más allá se largó, con lo que tenía puesto, de no sé qué país caribeño tiranizado por el sargento de turno. Se sonríe porque me ve escribiendo estas líneas en mi máquina portátil que no sé por qué no halla la conexión inalámbrica que ando buscando desde hace rato para revisar los correos electrónicos que me acerquen un poco a la ciudad que hace sólo unas horas abandoné y que me atrapa –como un ancla atada a los pies del pirata– a ese lugar y a esos tiempos a los cuales ya soy ajeno, de los cuales ya soy un extranjero.

Sí, tengo todas las comodidades que cualquiera puede pedir, he dormido en una cama mullida, he comido atendido por la servicial cortesía de Daniel, me paseo por el hotel guarnecido por la impunidad de un plástico dorado y soy “el feliz poseedor” de la “visa para un sueño” por la que tantos –tanto– han sufrido. Sí, es infame, sin duda, pero yo también soy un exiliado.

(enviado a la lista el 10 de agosto del 2006)