jueves, abril 19, 2007

19. Tiempo para comer

Tiene razón mi amigo Eddie cuando me dice que lo que más se extraña en esta ciudad es el tiempo, es decir “nuestro tiempo”, el tiempo que nos tomamos nosotros para hacer las cosas; comer, por ejemplo.

¿Quién no recuerda la mesa familiar y la sobremesa con las conversaciones interminables de “los mayores” que se proponían salvar al mundo con una copa de vino en la mano o con el café aromático de las tardes domingueras? Allá el tiempo sobraba, siempre se podía pedir un pan más, un postre más, una cerveza más. Los horarios eran simples formalismos para darnos una idea de la fecha, y el atrevimiento de llegar temprano era una torpeza que sólo algunos pocos cometíamos por esa obsesión de no querer pasearse por media casa dándose en manos y besos a abuelas, tíos, tías, sobrinos, sobrinos, amigos, amigas, vecinos y demás comensales (“a quien llega primero lo saludan todos, el último saluda a todos”). Si el almuerzo se citaba a la una de la tarde a nadie se le ocurría llegar antes de las dos (y a ninguno le pasaba por la cabeza llegar con las manos vacías, salvo algunos cuyos nombres guardaré en el silencio cómplice de la vieja amistad) y nunca nadie se preocupaba de la hora de irse, eso era algo natural, nacía de varias condiciones: que se acabara la comida, que la charla empezara a dar vueltas sobre el mismo punto, que el sueño se hiciera grave o que se terminara el trago (y ningún anfitrión se exponía a tamaña deshonra). Así pasaban los minutos, pasaba la tarde, llegaba la noche y vaya uno a saber cuándo concluía todo, entre “la última y nos vamos” y las despedidas que tardaban tanto como el mismo almuerzo, ya en la puerta, ya con el motor del carro encendido, ya con la ventana baja y el conductor diciéndole las últimas palabras al dueño de casa que se quedaba conversando eso que “se me había olvidado”.

En los restaurantes pasaba lo mismo, todo ocurría con calma, con la serenidad de los árboles viejos que no tienen apuro alguno porque con calma o sin ella el verano siempre llega y siempre llega el invierno y eso es así, indefectible, rígido, de feroz cumplimiento y entonces, a qué atolondrarse si ya madre natura camina a su paso sin andar empujando a nadie. En los restaurantes uno era un cliente, es decir, un habitué, uno que siempre iba al mismo lugar porque no existía aún ese complejo de veleta que hace que la gente ahora se la pase de local en local para salir en las fotos de las revistas sociales o para poder comentar que estuvo allí en el “lugar de moda” aunque sea carísimo y desabrido y soso y se encuentre lleno hasta la saciedad de personajes olvidables que no van a degustar nada sino a exhibirse como modelos en la pasarela. No, uno iba a “su” restaurante, al preferido, a aquel donde el mozo no era “oiga joven” sino que se llamaba Ignacio, tenía una esposa y tres hijos y se sabía de memoria que nos encantaba tal o cual plato y ponía sobre la mesa, ya sin preguntar, nuestras bebidas preferidas y nos traía el piqueo imprescindible mientras escogíamos entre los tres o cuatro platos que nos encantaban y nos recomendaba éste o aquel porque “acaba de llegarnos pescado fresco” o “la carne está buenísima” y así disfrutábamos de nuestro almuerzo casi como si estuviéramos en casa. Se juntaban dos o tres mesas y cabía toda la familia y todos conversábamos y hablábamos de esto y de aquello y contábamos historias y chistes y noticias y reíamos y carcajeábamos sin más límites que los de no alterar demasiado a las otras mesas que hacían exactamente lo mismo. Nadie nos miraba con cara de “apúrense que hay otros comensales esperando” y eso de la “rotación” de las mesas y sus clientes no era un concepto aprendido por nuestros camareros que siempre se hallaban solícitos y preparados, pacientes y serenos. Eso era ir a comer, era quedarse varias horas en el restaurante, en sillas cómodas, en un ambiente amable, con alguna música instrumental de liviano fondo que nos acompañaba en los breves períodos en que el silencio era necesario para comer o respirar o tomarse un sorbo de vino o de agua o de lo que fuera, que todo siempre estaba bien y era rico y agradable. El café daba lugar al cigarrillo y el cigarrillo a la conversación de sobremesa y ésta duraba varias horas y todos felices abandonábamos el restaurante sin que nadie nos apurara casi bajo la mirada melancólica del dueño que se acercaba, nos conversaba, preguntaba por algún ausente y se convertía casi como de la familia.

Acá no, acá todo es rápido, hasta en los restaurantes más encopetados se respira ese aire de modernidad mal entendida, de apuro, de necesidad de mucha clientela que compense con largas propinas lo mísero del salario de un mesero. Ni bien llegas te das cuenta que hay que esperar, acá siempre se espera, acá siempre está todo lleno, en muy pocos lugares se hace reserva e impera eso de que “el primero que llega se sirve primero”, claro, siempre y cuando hayan llegado todos, porque si el primo Pepe se demoró un poco en su casa y aún no ha aparecido entonces “no se les puede asignar mesa hasta que no se encuentren presentes todos los comensales” y así pierdes el turno y vuelve a la cola a aguardar de nuevo. Acá la comida no es un placer, es una necesidad biológica con más o menos estilo, según sea tu presupuesto. Los restaurantes no son remansos de paz ni templos del sabor, no, se han convertido en fábricas histéricas y compulsivas de platos exagerados, recargados, desbordantes de colores y salsas y lechugas, pero desabridos, desabridos como el cocinero que hace su trabajo de mala gana o como el mesero que sólo piensa en que te vayas para que venga el siguiente con la siguiente propina (compulsivamente agregada a tu cuenta sin consulta previa y con desvergüenza aunque algunos restaurantes tengan el cuidado de incluir la frase esa de “siéntase en libertad de aumentar, disminuir o eliminar la propina a su juicio”).

Comer se ha vuelto una especie de carrera contra el tiempo entre las compras de la mañana y las compras de la tarde (porque en esta Ciudad todos compran porque el deporte nacional es comprar y porque nadie sabe hacer otra cosa que dividir su tiempo libre entre la tienda tal y la tienda cual donde adquirirán una serie de productos absolutamente inútiles que tirarán en algún rincón de la casa hasta que, como casi todo —sillones, sillas, mesas, televisores y mil etcéteras—, decidan arrojarlos a la basura donde alguno, menos pudiente y más sabio, lo recoja para sí, libre de impuestos). Parece que acá nadie disfrutara de esos almuerzos infinitos o de esas cenas trasnochadoras que dieron forma a nuestro grupo, a nuestra familia, a nuestra sociedad; en esta Ciudad, para no desentonar, todo hay que hacerlo apurado.

Ni bien llegas al restaurante sientes que te están echando, el sistema está hecho así, “come y vete”; nada del disfrute, del gozo del paladar, de la maravilla de la charla entre mordisco y mordisco. Y, claro, ya nadie charla, ya nadie comete esa ligereza. Al atrevido que se queda demasiado tiempo después del último bocado lo miran con mala cara aunque en realidad debieran admirarlo. Admirarlo porque resiste esas sillas incomodísimas (casi siempre de metal o de plástico) en las cuales las posaderas sólo pueden hallar reposo por los minutos indispensables para llenar el estómago. Se me ocurre que algún macabro ser ha pensado, estudiado y repasado los músculos que conforman el cuerpo humano de la cintura para abajo y de las rodillas hacia arriba y ha descubierto la manera de construir sillas que parezcan cómodas por unos minutos pero que luego de un tiempo, determinado y breve, empiecen a molestar de tal manera que lo único que uno quiere es levantarse e irse.

Todo —bebida, comida, postre, café— llega en oleadas, apurado, de prisa. Todo se ha planificado para que lo que era un arte se convierta en negocio y el negocio sea “altamente rentable”, para que el restaurante se convierta en cadena y la cadena en franquicia y la franquicia en ese local sin alma donde sólo somos importantes los comensales como elementos molestos pero indispensables para pagar la cuenta y dejar la propina.

La gente ha aceptado silenciosa (casi agradecida) esa deshumanización. Las familias se hacen cada vez más breves y de las inmensidades nuestras que incluían abuelos, tíos, primos y cualquiera que se animara, todo se ha reducido a papá, mamá e hijos (y claro, cada vez son menos hijos porque “criarlos cuesta una fortuna” y eso atenta contra las próximas vacaciones a crédito en esas playas paradisíacas del Caribe donde la felicidad se alquila como las casas, los autos y los sueños). El asunto se torna delirante cuando ves a la familia sentada a la mesa, distraída, apagada, silenciosa, con el padre leyendo el diario (sección deportiva), la hija mirándose al espejo mientras habla por teléfono o manda mensajes de texto, el hijo jugando epilépticamente con el último pleiesteichion que ha salido al mercado y la madre pensando en el amante que tiene o que debería tener para no suicidarse la semana entrante con una sobredosis de esos antidepresivos que le ha recetado el psiquiatra que le mira más las piernas que el alma.