sábado, febrero 24, 2007

17. ¿Tiene reserva?

Cuando Ninette colgó el teléfono de su oficina sabía que algo iba a salir mal, esa nueva agencia que la corporación había contratado para encargarse de los viajes de sus ejecutivos le daba mala espina y eso, sumado a su prodigiosa mala suerte como viajante y pasajera —que incluía haber perdido el vuelo que la llevaría a su fascinante luna de miel parisina para terminar su noche de bodas en el hotel del aeropuerto de esta ciudad anodina junto con su mejor amiga y su hermana, amén de varios sobrinos, compartiendo la única habitación que quedaba disponible—, la hizo desconfiar del futuro viaje de negocios.

Normalmente, ir de su pueblo a la ciudad es algo rutinario, hay vuelos diarios y continuos que aseguran una comunicación constante y fluida que lleva y trae turistas, comerciantes, productos y mercancías, sin mayores trabas ni problemas. Esta visita suya tenía un claro y puntual propósito, entrevistarse con el agente de una famosa modelo que prestaría su rostro para la campaña anual de la línea de maquillaje de una famosa marca de cosméticos que ella representaba. Sabía que las negociaciones iban a ser duras, así que preparó muy bien sus propuestas y argumentos con la esperanza de salir de esa reunión con el contrato firmado.

Toda la semana previa tenía un sinnúmero de reuniones y pendientes que sólo le permitían volar la tarde del jueves para dormir esa noche en la ciudad y llegar puntualmente a las nueve de la mañana a la oficina de modelos que quedaba cerca al centro, en “La Plaza”, un moderno conjunto de edificios que incluían viviendas, hoteles y comercios. El mismo viernes, después del consabido almuerzo protocolar de negocios, volaría de regreso porque esa misma noche la esperaba la fiesta de cumpleaños de su sobrino predilecto.

Coordinó todo con precisión, habló con todos los que había que hablar, revisó la agenda, pidió que le reconfirmaran la cita, la hora del almuerzo, los números y horarios de los vuelos y la reserva en el hotel donde se hospedaría; no quiso dejar nada al azar y le hizo saber a la agencia de viajes que necesitaba que todo anduviera correctamente porque ella contaba con el tiempo justo para llegar a su destino, descansar, acudir a su reunión, ofrecer el almuerzo y retirarse al aeropuerto justo para tomar el avión de regreso. Lola, la secretaria de la agencia, le dijo que no se preocupara, que todo estaba en orden y que ellos ya se habían encargado de todo para que “su viaje con Mercurio Tours sea una experiencia inolvidable”.

Si bien no le gustaba el tonito condescendiente y sabiondo de la secretaria, pensó que su preocupación era un exceso de celo y decidió relajarse. Mientras el taxi la llevaba al aeropuerto, iba pensando en hotel Sherat donde se alojaría, saboreaba ya las delicias que cenaría en el famoso restaurante de la terraza, imaginaba cómo se regalaría con una copa de buen vino y gozaba a priori del tibio y reconfortante jacuzzi que la esperaba para relajarse en su habitación. Decidió que se acostaría temprano para disfrutar de ese colchón, amplio y mullido, y para extraviarse entre esos infinitos y delicados cojines que se desbordaban de una cama digna de reyes. Sí, el Sherat del centro era una maravillosa idea. Se congratuló de su decisión, y aunque el hotel se hallaba un poco lejos de “La Plaza”, no se preocupó, madrugaría, visitaría el gimnasio, se daría un duchazo e iría, fresca y radiante, a su negociación.

El vuelo entre el pueblo y la ciudad fue tranquilo pero incómodo. No pudo dormir porque durante los noventa minutos del viaje anduvo martillada por los gritos famélicos, primero, e histéricos, después, de una niña de poco más de un año cuya previsora madre no había llevado leche suficiente para saciar su hambre. El agua proveída por la gentil aeromoza no fue suficiente para aplacar las necesidades de la niña y el griterío no cesó hasta que el avión pisó tierra en la ciudad. Pero Ninette no perdió la paciencia, al contrario, sonreía porque en el Sherat iba a descansar como una reina.

Un provisto y previsor maletín de mano le evitó la insoportable espera del equipaje y pudo abandonar el lugar pronto a bordo de un taxi que Mercurio Tours se había encargado de contratar para ella. Recorrieron media ciudad y llegaron, como estaba planeado, al hermoso hotel Sherat del centro donde la recibió un amable botones que cargó su maletín hasta la recepción.

Cuando dio su nombre, la dama que atendía pidió que lo deletreara, ella accedió algo impaciente: “ene, i, ene, e, te, te, e, ni-net”, dijo ella y la dama siguió apurando inútilmente las teclas de la máquina. ¿Está segura que tiene una reserva”, “indudablemente”, “espero un segundo, por favor”. Preguntas van, respuestas vienen y “lo lamento señora, pero no usted no tiene una reserva a su nombre”. Quejas corren, explicaciones regresan, discusiones, administrador y demás detalles olvidables y la frase de sus labios escapada: “yo tengo una reservación en el Sherat” y alguien iluminado y una llamada telefónica y “¡Sí!, hay una habitación reservada a nombre de la señora Ninette en el Sherat de La Plaza”, “¡imposible!”, dijo ya de mal humor, “yo lo pedí en el Sherat del centro, en este y no en otro, no voy a ir allá, es lejos y no me acomoda, por favor, cancele la reserva”, “pero, señora, si usted desea una movilidad del hotel la llevará a La Plaza de inmediato, sin cargo alguno”, “no gracias, prefiero buscar otro hotel”, “señora, usted está en su derecho, pero le recomiendo que tome esa reserva, porque este fin de semana hay una exposición de yates en la ciudad y no va a encontrar cupo en ningún hotel”, “usted no entiende, señor, no deseo esa reserva, pero si deseo un taxi, por favor”.

¿Fue el orgullo, fue la molestia con Mercurio Toursesos incapaces—, fue la sensación de poder hallar lo que buscaba? Nunca lo supo, lo cierto es que se trepó al taxi que le consiguieron y empezó a recorrer la ciudad. El segundo hotel al que llegaron fue al Intercon, dice que alguna vez fue el más lujoso de la ciudad con más de quinientas habitaciones, “un cuarto por favor”, “¿tiene reserva”, “no, pero…”, “lo lamento, señora, no hay cupo”, fue la respuesta que obtuvo. Felizmente el taxista, conocedor de las carencias de esos días, decidió esperar y vio como Ninette salía apresurada del Intercon, preocupada por perder su movilidad, y le pedía al conductor que la llevara al Jaiya, otro prestigioso y elegante hotel. “¿Tiene reserva?”, “no, pero”, “no hay sitio, lo sentimos”, fue la respuesta. No desmayó. Visitó el Marrio, el Radiss, el Dosárboles, el Cuatrostaciones, el Seisembajadores y ¡nada! Nada más que gentiles disculpas de los encargados que le explicaban que todo estaba vendido y que si no tenía reserva sería imposible que encontrara un lugar libre “porque este fin de semana hay una exposición de yates en la ciudad y no va a encontrar cupo en ningún hotel”.

A las dos de la madrugada, luego de recorrer media ciudad, y cuando el taxímetro marcaba ya una pequeña fortuna, llegó a un hotel localizado en medio de un moderno centro empresarial, donde se levantaban también edificios de vivienda y comercios. Ninette ni siquiera miraba los nombres de los hoteles, sencillamente entraba medio derrotada y preguntaba al conserje, casi sin aliento, si es que había una habitación disponible, le repreguntaban a ella el consabido “¿tiene reserva?” y, al decir que no, recibía cada vez la misma negativa respuesta e idéntica explicación. Nunca antes detestó tanto los yates.

Llegada a este último hotel, agotada, sin haber cenado, sin jacuzzi ni colchones, hizo lo mismo. Ya sin ganas se acercó al mostrador y preguntó, sin embargo, esta vez el conserje sonrió casi aliviado y le dijo: “está con suerte, señorita, hace unas horas una señora medio alocada se equivocó de hotel, llamó desde el local de el centro, se quejó y canceló su reserva, debe estar hasta ahora buscando sitio porque este fin de semana hay una exposición de yates en la ciudad y no va a encontrar cupo en ningún hotel. Lo cierto es que tenemos esa habitación disponible para usted”. Ella abrió los ojos y lo miró casi con furia, casi con cólera, casi con odio. “¿Cómo se llama este hotel?”, preguntó secamente. El hombre contestó con esa inalterable y plastificada sonrisa fingida de aviso publicitario: “Bienvenida al Sherat de La Plaza, señorita, estamos para servirla…”.

jueves, febrero 15, 2007

16. Con lentes oscuros y lentejuelas

Parece muy sencillo eso de “la salida es por la otra puerta”, pero cuando tienes que atravesar un muro formado por infinidad de mujeres en minifalda, aligeradas de ropa, escotadas hasta la desvergüenza y entusiastamente alteradas por el alcohol y por la cadencia sensual de la música latina, eso se convierte en una tarea gigante, faraónica y titánica, más aún si al lado de cada uno de esos monumentos al pecado se contonea un prójimo demasiado próximo y con las hormonas revueltas como para entender que yo, sereno como un mártir y dueño y señor de mis impulsos, no era un libinidoso malintencionado que aprovecha las ocasiones que los oportunistas capturan sino una pobre víctima de mi volumen desplazándose torpemente por los intersticios de los cuerpos que en la pista de baile se deshidrataban llamativos y provocadores.

Ahora comprendo al pobre Ulises amarrado al palo mayor de su nave para que los cantos de las sirenas no lo arrastraran al mar; así yo, amarrado al mástil de mi conciencia (eufemismo maravilloso que alude a un vulgar instinto de supervivencia) evité que las sirenas bípedas que frente a mí se alzaban me tentaran y me arrastraran al mar tenebroso de los celos latinos. Así que atravesé la muralla humana con el heroico e inútil estoicismo de Leónidas en las Termópilas, y llegué a las puertas de vidrio como quien llega a la playa con el penúltimo suspiro, superando al espartano, sobreviviendo.

Pensé que allí terminaba la historia. Se abría ante mí una especie de pequeña explanada donde una docena de fumadores empedernidos agotaban los cigarrillos que llevaban a la boca con el apuro del que, sabiéndose necesitado de la nicotina y el alquitrán que envenenan generosamente sus pulmones, se siente atraído por una fuerza aún mayor y ansía regresar al centro de la pista de baile donde las canciones pegajosas y melodramáticas lo esperan ansiosas. Allí, frente al mar, a las puertas del Caribe, bajo un cielo hermoso y despejado, rodeado de vegetación y mirando la ciudad enorme y toda iluminada como en una postal de esas que ya nadie envía, me sentí seguro. Había logrado pasar la barrera humana que me separaba de la libertad y me disponía a partir rumbo al automóvil que me esperaba para conducirme, sereno y ligero, a la cama que mi cansancio evocaba nostálgico. Pero fue un espejismo.

Sí, un espejismo, con su desengaño, su desencanto, su frustración y su sorpresa. Como el caminante que ha atravesado el desierto y cree, con delusión, persuadido por la sed y la fatiga, que allá, a los pocos metros, se eleva un oasis abundante en frutas y agua cristalina, así yo, engañado por mi desesperación, después de haber soportado los diez mil decibeles de la música latina, pensé, creí o imaginé, que había llegado al paraíso terrenal, liberado de la atronadora banda sonora del interior y del cúmulo de debilidades que me acosaban. ¡Cruel error!, ¡pérfido engaño! Fui víctima de mí mismo y me hallé en medio de un infierno aún mayor que mi mayor pesadilla.

Unos metros más allá de la explanada, dando una vuelta a la derecha, como quien bordea el local de la discoteca, me encontré con un espacio más grande, al aire libre, que ocupaban varios cientos de jóvenes, más jóvenes aún que los que se hallaban bailando los ritmos tropicales. Describir el lugar es tratar de describir el caos, pero haré el intento. El espacio era un inmenso rectángulo en cuyos lados más largos se levantaban carpas, toldos, pabellones y tendales, separados unos de otros por biombos que, sin embargo, no ocultaban por completo el interior. Allá adentro se acumulaban las sillas, los sillones, las poltronas, los sofás y las hamacas, de los más variados colores y formas. Mesitas, velas, lámparas y ceniceros decoraban los espacios y todo parecía ante mis ojos como una de esas grandes tiendas árabes donde, en medio del desierto, se hallan las más hermosas huríes degustando las más sabrosas frutas y esperando, holgadas, tiernas, despreocupadas y deliciosas, al jeque poderoso que viene a relajarse de sus guerras en batallas más amables. Al fondo, en uno de los extremos más cortos del cuadrilátero, se abría un espacio mayor, como un gran ambiente donde los muebles desordenadamente colocados permitían que pequeños grupos se reunieran quién sabe a qué, porque conversar, no conversaban, sencillamente tomaban licor, se apelmazaban unos a otros y seguían el ritmo de la música, si a eso se le pudiera llamar música, haciendo uno que otro movimiento con la cabeza que los demás parecían entender como en un lenguaje cifrado que quedó fuera de mis posibilidades.

Irónicamente, el sonido, que el viento marino alejaba de esa explanada donde por un instante hallé la paz, era en esta nueva Gomorra atronador, absolutamente insoportable. No sabría decir de qué género musical se trataba pero en consultas posteriores todos los interrogados por mí han coincidido en que seguramente se trataba de música electrónica. ¿Cómo lograron deducirlo? Al parecer por los lentes oscuros que la mitad de los concurrentes llevaban puestos. A mí me extrañó. Me pregunté si habría un eclipse a medianoche o si los reflectores eran tan potentes que exigían anteojos para proteger a los jóvenes que allí bailaban, pero no. Varios me han explicado inútilmente —ya estoy demasiado viejo para entender esas cosas— no sé qué relación que existe en esa triada inseparable que conforman la música electrónica, el éxtasis y los lentes oscuros.

Al centro, inmenso, llamativo, lleno de personas alrededor, estaba el bar. No era una barra, eran cuatro barras que formaban un cuadrado dentro del cuadrilátero donde sucedía todo. Dentro, una serie de sujetos, jóvenes e hiperactivos, se exigían sirviendo una cantidad de tragos impresionante. Había una caja donde se cobraba por cada bebida que se pedía y una multitud frenética se agolpaba casi reclamando a gritos un cubalibre, un güisqui, un daikiri, un apelmartini, un quéséyoqué. Los bartenders se esmeraban y cumplían con todos los parroquianos que allí rendían pobre tributo a Baco.

¿Qué decir de las chicas? Escandalosamente jóvenes y espantosamente atractivas, el diablo mismo las había puesto allí para tentar al más templado de los castos con sus movimientos ávidos, descontrolados, epilépticos; no eran los insinuantes deslizamientos de quienes bailaban música latina, no, acá no había sensualidad, no había seducción, no había nada que se pareciera al cortejo de los animales que se reproducen en decenas de bailes alrededor del mundo. Esto era directo, sin cortapisas, sin rodeos, sin remilgos tercermundistas, sin apariencias, sin lugar para el no-creas-que-siempre-soy-así que caracteriza a nuestras mujeres. Acá el asunto era franco y directo, tan directo como los brazos de ellos rodeándolas sin vergüenza, los besos apasionados, las caricias públicas y los muebles que sin discreción alguna recibían los cuerpos de los que hace rato extrañaban la acompañada soledad de dos entre cuatro paredes.

Sin embargo, eso no fue lo más interesante. Algo había más poderoso que esos bailes y esas chicas, algo llamaba más la atención de todos los que a esa hora aún teníamos la lucidez necesaria como para perderla. En cada uno de los lados del cuadrado que formaba la barra se hallaba, trepada, una muchacha. Ninguna tendría más de veinticinco años y todas seguían el ritmo rabioso, delirante y enardecido de esa música sintetizada. Vestían o, mejor dicho, desvestían unos diminutos bikinis adornados con lentejuelas que brillaban al contacto con la infinidad de luces que iban y venían lastimándolo todo con su colorido psicodélico y extravagante. Los movimientos de las muchachas eran intensos, tanto y tan bien realizados, que decidí que era el momento preciso para emprender la huida en nombre de una reputación que aún no termino de arruinar.

Pasé por entre sujetos extraños, sujetas extrañables, distraídos, distrayentes y advenedizos. Alcancé el marco de la puerta no sin antes sortear un grupo delirante de individuos que saltaban alrededor de una tarima que sostenía una batería que atronaba al arrítmico ritmo de la música. Un guardia, que me esperaba allí, me miró casi con compasión y me dijo: “buenas noches”.

Diez minutos después dormía bajo el amparo de mis sábanas…

martes, febrero 06, 2007

15. Si quieres anda a la casa…

Media hora fue suficiente. Me hallaba allí, arrinconado por la música atronadora y los cuerpos movedizos, ligeros de ropa y sudorosos, que marcaban el ritmo de una de esas canciones melosas y pegajosas que hablan de un amor perdido o de la chica linda pero infiel a la que se le perdona todo porque unas buenas piernas siempre merecen una última oportunidad. Mis compañeros de noche ya se encontraban involucrados con lo que allí sucedía y se hallaban inundados del “espíritu” de la noche. A mí me era imposible articular palabra por la sencilla razón de que mi voz no podía pasar a través de la música, excesiva como los adolescentes —con identificación falsa— que colmaban el lugar. Me negaba a maltratar mi garganta, suficiente daño le había infringido a mis oídos como para seguir torturando mi cuerpo en nombre de esta felicidad a media luz.

Como Ella me conoce bastante bien como para saber, aún en mi más enmascarada actitud, si me encuentro cómodo o no en cualquier lugar o circunstancia, se me acercó discretamente y me dijo muy al oído para poder escucharla “si quieres anda a la casa, a mí me lleva Eugenia”, yo asentí y agregué muy pegado a su oreja: “pero antes daré una vuelta”. Muy discretamente, unos minutos después, me escabullí por un pasadizo humano que se había formado entre el final de una canción y el estridente comienzo de la siguiente.

Casi sin darme cuenta ingresé al ambiente que alguna vez fue la sala de esta vivienda convertida en el templo de los cuerpos afiebrados por los rítmicos compases de la música latina. Me encontré con un gran espacio en el que no vi ningún mueble, era un lugar limpio de todo adorno y ajeno a cualquier decoración dentro del cual la única construcción notable era una plataforma cuadrada de unos tres metros por lado que se hallaba al centro a una altura de unos sesenta centímetros y allí, trepados como en una exhibición, se encontraba un número para mí impreciso de jóvenes que se movían armoniosa y sensualmente al son de la música. Las mujeres superaban a los hombres y aquellas que no tenían pareja o bailaban entre ellas o sencillamente movían cadenciosas y solitariamente las caderas hasta que algún entusiasta hijo de Adán se acercaba —generalmente por detrás— como en un ritual de apareamiento que cualquiera de nosotros probablemente ha visto en el canal de National Geographic. El único mueble que hallé cerca de una puerta, luego de completar mi inspección ocular, fue una pequeña cabina de música, con apariencia de improvisada, que de cabina no tenía nada porque se trataba de una mesa de madera con una serie de modernos aparatos encima que eran manejados habilidosamente por un sujeto que no superaría los veinticinco años y en cuyas orejas descansaban unos audífonos gigantescos. En la siniestra sostenía una casi exhausta botella de cerveza; de repente, no de los camareros que por allí pasaba arrebató con delicadeza la botella de la mano del “di-yei” y, con el mismo gesto, colocó otra, sudando de frío y generosamente colmada, que el probó y aprobó mientras con la derecha apretaba un par de botones y el final de la canción que se estaba escuchando se mezcló con el comienzo de la siguiente que prometía ser más escandalosa, así que los cuerpos en la pista no se dieron descanso y continuaron meneándose afanosamente.

Salí de aquella sala y me encontré en la puerta por donde habíamos entrado y por donde supuse que saldría. Allí me apoyé en una esbelta columna que se alzaba a mi lado, junto a mí se encontraba, con rostro inexpresivo, el joven vestido de negro que controlaba el acceso a la discoteca. A sólo dos metros brillaba la barra y allí permanecían, impecables e incansables, las tres muchachas de los minúsculos y apretados vestidos que hacían de "bar-güimens" a todos los gandules que con ojos ávidos se acercaban por su cuota de licor. Parsimoniosamente, casi con desinterés, me puse a ver, desde mi privilegiada posición, a quienes ingresaban. La fauna era, sin duda, digna de un concienzudo análisis sociológico: las parejas de edulcorados amantes agarraditas de la mano, los grupitos de chicas en búsqueda de una emoción nocturna (con faldas brevísimas, ombligos con llamativos aretes, abdómenes rígidos a fuerza de ejercicios interminables, cabellos sueltos, maquillaje encubridor de inocencias, muslos torneados y actitud de femme fatale indispensable para las circunstancias), los muchachotes de cacería (actitud de gallito, pecho enhiesto, mirada altanera como del que está a punto de empezar una pelea, ropa apretada, pelo recién pasado por la secadora y toda esa parafernalia característica de todo “metrosexual” —palabreja relativamente moderna que sirve para designar a aquellos que se pasan toda la mañana del sábado en la peluquería reacondicionándose el cabello, haciéndose limpieza facial, limándose y pintándose las uñas, mirándose adónicamente y enamorados de sí mismos en todos espejos, pero, eso sí, muy seriecitos porque soy bien macho, ¿okey?—), las recataditas esperando la inspiración de la mano de un par daikiris para soltarse las trenzas sin vergüenza, los solitarios voyeuristas fantaseando con las caderas ajenas, las feas ansiosas de levantarse al primer borrachín entusiasta que encuentren, el chato con cadenas de oro al cuello y una modelito despampanante tomada dificultosa y sospechosamente de la cintura, la temerosa, el temerario, la dócil, el tímido, la fácil, el torpe, la deslumbrante, el deslumbrado, ellas, ellos y yo.

Veía también desde mi minúscula trinchera, más con curiosidad que con envidia, cómo al salón VIP, que se encontraba en el segundo piso, ingresaban sólo algunas personas, otras hacían el intento con su mejor sonrisa pero eran rechazadas serenamente por los dos guardias que allí estaban apostados. Volteé donde el encargado de vigilar la entrada, que estaba a mi lado y a quien hasta el momento no le había dirigido la palabra, y le pregunté de sopetón: “¿esa es la zona VIP, cierto?”, asintió, proseguí, “y, ¿qué cualidad especial hay que tener para ingresar allí?”, lacónicamente respondió: “hay que pagar el doble en la entrada”, “¿nada más?”, “nada más”, repitió siempre sin inmutarse.

Desilusionado por tan pedestre, monetaria y vulgar discriminación, decidí que ya había visto lo suficiente como para contarles a ustedes mi experiencia nocturna en las discotecas de esta ciudad, así que le dije a mi eventual compañero: “bueno, creo que ha sido suficiente locura por esta noche, ¿me abres la puerta?”, él se sonrió por primera vez, como diciéndome “acá no acaba el baile” y señaló una puerta de vidrio que se encontraba atravesando una de las pistas de baile y por la cual vi, cuando recién llegamos y me arrinconé contra los ventanales, que salían todos aquellos que querían fumarse un cigarrillo. “¿Por allá?, pero…”, pregunté medio aterrado por la idea de pasar en medio de toda la fiesta, y el cuidador me atajó un inapelable: “lo lamento, la salida es por allá…”.

Sólo entonces descubrí que mi aventura nocturna no había terminado…