lunes, mayo 21, 2007

21. Nueve semanas y media

Como uno de esos partos largamente esperados que no se sabe por qué se van atrasando hasta llegar a los peligrosos nueve meses y medio (momento en el que se hace indispensable la intervención del cirujano), este viaje, este “exilio dorado”, este paréntesis, se prolongó casi hasta el quirófano pero, felizmente, las contracciones anuncian el nuevo nacimiento. Aún no se sabe —eso nunca puede saberse, o sólo lo conoce el futuro, lo que es lo mismo o es irrelevante para los simples mortales que ni sabemos de oráculos ni los consultamos— si el niño saldrá completamente sano, si vendrá con taras, quedará rengo o nos sorprenderá con una inteligencia inusitada (en todo caso, eso tampoco importa, porque, una vez nacido, el hijo es el hijo y, salvo que uno sea un cretino descorazonado, uno va a amarlo sin poner condiciones). Así que este nacimiento o expulsión nada garantiza, sólo es cierto que cambia el panorama, el clima, el ambiente, la geografía, las circunstancias, pero nada más. Porque el niño que anduvo en el vientre o el hombre que vivió entre paréntesis por todo este tiempo, esencialmente son lo que son desde su origen aunque muchos se empeñen en ilusionarse con cambios sustanciales y prodigiosos que, como en la persona esa que creemos que el tiempo va a atemperar, jamás suceden.

Lo cierto es que todo se termina, nos guste o no. Todo llega a un final más o menos previsto, más o menos supuesto, más o menos esperado. Desde que la eternidad se la apropiaron los dioses (y ya es un poco tarde para ponerse a discutir con ellos), a los seres humanos se nos ha hecho muy sencillo esto de suponer que todo es efímero y que los buenos y los malos ratos no son sino una colección de perlas —blancas o negras— que vamos ensartando en la memoria hasta que la senilidad, el alzheimer, las tres Parcas o los cuatro Jinetes, venga a visitarnos.

Esta Ciudad, a veces tan descorazonada, a veces fría, a veces sin alma, llena de centros comerciales donde todos compran todo (aunque no tengan la menor idea de para qué sirve todo lo que compran), donde hasta las lechugas tienen no sé qué diabólica composición que las hace tan calóricas y engordantes como una hamburguesa, donde el incomprendido colesterol encuentra su paraíso, donde el apuro es la ley y el consumismo la religión, acá he conocido personas interesantes, mujeres hermosas, hombres valientes, ciudadanos honrados (aunque aún no tengan carta de ciudadanía), trabajadoras responsables, seres humanos que se niegan a aceptar la tiranía del “vivo muy lejos”, “estoy cansado”, “es muy lejos”, e insisten en poder, en hacer, en visitar a los amigos, salir al café, conversar, compartir, ayudar y ofrecer generosos su entusiasmo, su atención y su tiempo.

Irse es morirse un poco, es aceptar la partida, el adiós, es postergar un rumbo y lanzarse a otro, alienar un lugar para poblar otro, dejar un edificio trunco para comenzar a construir casa, interrumpir el viejo camino para andar por otro nuevo. Siempre, al partir, aún de esta Ciudad sin alma, dejamos algo atrás, abandonamos.

Cuando esté en el avión que me llevará a mi nuevo exilio, quizá menos dorado y, sin embargo, quizá más humano y quizá más lleno de aventuras y de historias y de personas que conocer y de historias que escribir, recordaré todo aquello que no dije, todo aquello que postergué porque el tiempo, que fue mucho, se hizo corto sin embargo. Llevaré en la memoria todo aquello que acumulé en estos nueve meses y medio, todas estas vidas, todas estas experiencias, todas estas palabras que me dijeron y que se quedan allí, revoloteando en mi cabeza, distorsionándose, confundiéndose, olvidándose, para que un día, si los dioses quieren —y ya sabemos que nadie sabe qué desean, si es que desean algo—, pueda convertirlos en crónicas o novelas o cuentos o poesías o lo que sea que alcance a hacer el poco o mucho talento que me heredaron.

Así, se quedan “en veremos” Obdulia y sus peripecias para llegar a esta Ciudad, para intentar rearmar su familia, encontrar que es imposible quedarse porque es mejor para sus hijos aunque su vida se reduzca a limpiar casas hasta que las fuerzas no den más o hasta que los chicos hagan su vida y la abandonen; la China con su marido tan falso como el número de la seguridad social que le permite trabajar y soñar que vive una legalidad que no le pertenece, peleándose con el bueno-para-nada que se casó con ella por negocio y que lo único que ha hecho en estos años es sacarle dinero e hipotecarle la esperanza; Brenda, su amiga, la otra camarera, la de la suerte grande, la del tipo noble y bueno, amable y solidario, que ella y su marido (el cierto) y su hijo, aprecian tanto, que también es casado y si lo hace es porque necesita el dinero de ese negocio, de ese matrimonio por papeles, para traer a su verdadera, la que está allá, en uno de esos allases que se encuentra tan lejos cuando no se tiene la documentación en regla; Orlado, el que llegó por terco, por avezado, por insistir en sus ideas, porque el pasaporte era de otro y la foto era de otro y el permiso era de otro, pero llegó con algo de suerte y mucho de coraje, y ahora sueña con hacerse un espacio, con crecer con su esposa y hacerse empresario; Boris, cuyos papeles vencen en cualquier momento, cuyo refugio se termina y sigue terminándose pero no se consigue los documentos falsos “porque no” y no engaña a los burócratas “porque no está bien” y no se matrimonia con la primera que le ofrezca la ciudadanía porque a sus veintipocos aún quiere hacer “por amor” lo que acá es un negocio extraordinario; Kathy, que quiere ser la conductora estrella de un programa de TV y que a sus poquísimos veintes le ha agregado no sé qué porciones inmensas de madurez aunque aún se emocione y llore como una chiquilla cuando en la radio la canción ésa le habla del abuelo que dejó “allá” en la tierra que era suya y ahora es tan ajena como ésta, y aunque pueda, como sólo pueden los jóvenes, enamorarse para siempre en dos semanas; Eugenia que trabaja y trabaja porque cree aún en eso de los méritos y todavía no se convence de las trampas de la vida y no entiende que esto se trata de arreglos y contactos antes que de esfuerzo y talento; Eddie que está harto de esta ciudad sin alma, sin cafecitos, sin amigos con los que ponerse a conversar alrededor de una mesa sin más apuro que el último cigarro con el que se acaba la noche y que aún no vende su casa allá, en la patria, sólo porque es una forma de permanecer en esas tierras suyas, en ese alrededor suyo, en ese metro cuadrado que le pertenece, aunque ya no le pertenezca; Claudia, que espera que el tío providencial firme esos papeles, esos “malditos papeles”, para que entonces quedarse sea una opción, una posibilidad, una decisión y no un imposible ante el cual tenga que explicarle a sus hijos, que acá se han criado, que ésta no es su patria, ni su bandera, ni su historia y que unos señores (que llegaron como ellos, un poco antes, pero ya se olvidaron) decidieron, al fin, echarlos a esa realidad de la que se largaron sus padres hace años porque el futuro y el progreso eran dos palabras que no se conciliaban en el barrio donde nacieron; Olga, que vendió la casa, invirtió todos sus ahorros, empeñó hasta el alma para obtener esos papeles que ya son una realidad aunque, Juan, el mayor de los hijos, jamás alcanzó la visa soñada y se quedó allá, con la tía que es buena como el pan “pero no es lo mismo” y ya han pasado diecisiete años y las llamadas y las visitas y las cartas no son suficientes para consolar a una madre y a un hijo que no saben qué hacer con tanta distancia; Ricardo, el que llegó venciendo las olas en una balsa y ahora limpia piscinas con calma y sin angustiarse porque acá no importa y nadie se escandaliza si se entera que él encuentra más atractivo a Pedro, el jardinero de los brazos anchos, que a Rosa, la pedicura mulata de formas generosas cuyas caderas recuerdan la intensidad del pueblo que la vio nacer; Rolando, el carpintero septuagenario que tiene un hijo en el ejército peleando una guerra perdida, y que aún se trepa, con sus años y sus canas, a los techos de las casas para arreglar maderas desvencijadas y “ganarse un extra” porque la pensión acá, que dicen que es una de las mejores, no alcanza para mantener al hijo de doce años que tuvo con la tercera de sus esposas; Federico, el otro setentón que es un ciclista empeñoso, cuyo divorcio y cuya esposa casquivana lo devolvieron, ya viejo y agradecido, al mundo de las muchachas eventuales y de los amores por hora a los que les cuenta de sus días, de sus glorias, de los tiempos en que producía películas famosas y se tuteaba con los nombres importantes que los demás vemos en la pantalla como cosas ajenas y pasadas.

Acá se quedan todos, los mentados y los no, acá, en los recuerdos, en la retina, en la memoria, en los detalles que guardo, en las anécdotas, en las mil conversaciones, en mis largos interrogatorios que tantos soportaron con paciencia, con buen humor, con tantas ganas de hacerme entender eso que mis preguntas hacían parecer incomprensible. Algún día —no es una promesa pero sí un propósito— volverán en palabras y serán libro aunque solo sea por exorcizar distancias, herir soledades, espantar demonios y decir gracias.

miércoles, mayo 09, 2007

20. Sopa de pescado

Está toda la familia, los padres, los primos, los tíos que viven acá y los que viven allá pero se encuentran de paso, los que llaman por teléfono y los que mandan cartas, despedidas y tequieros, todos de alguna manera, de alguna forma, están acá. Compartimos la sopa, sí, una sencilla sopa de pescado, sencilla allá —ese allá de dónde todos venimos, ese allá que acá todos extrañamos—, allá donde los ingredientes se encuentran en las más humildes cocinas, en las más pobres, en las más arregladas, allá donde todo lo necesario se consigue en el mercado, en el puesto de la casera, la de siempre, esa señora que nos conoce porque allí fuimos desde que éramos chicos y acompañábamos a mamá con la secreta intención de conseguir un dulce, la misma casera donde compra doña Rosa, la vecina, la que se sabe cada cosa que hacemos y cada vez que salimos y la hora a la que llegamos, y donde compra —también— don Esteban, el más respetado habitante del barrio, el profesor del colegio que les enseñó a los hijos y les enseña a los nietos y que parece que nunca va a cansarse ni a morirse. Allá todo sucede con la naturalidad de las cosas que siempre han ocurrido y no hay grandes cambios, ni grandes mudanzas, ni grandes penas; la muerte es el único viaje que realmente es definitivo y todos los demás son breves o largos, pero son viajes con retorno, con vuelta, con boleto de regreso, y las cosas suceden en la puerta, en la calle o en el parque, con la naturalidad con la que pasan los días y pasan las semanas y pasan las estaciones, así, sin alharaca, sin escándalo, sin ruido, porque las fiestas, la música y el baile, las reuniones familiares donde todos conversan a la vez y donde todos tienen algo que decir y donde no hay que quedarse callado porque si no, no hablas nunca, son cosa de todos los sábados o de todos los domingos y de cada rato, y en eso no hay nada de lo que admirarse o preocuparse o estar tomando nota en el diario o en el cuaderno de bitácora o estar publicándolo en el periódico como las defunciones y los robos que, de cualquier manera, no son muy frecuentes, porque allá todo el mundo se conoce y el que no se conoce se presenta y tiende la mano y la mano tendida encuentra otras manos y se saludan y ya se sabe quiénes son —quiénes somos— y ya no se es más forastero y otra vez a la costumbre, a las cosas de cada rato, a lo que no llama la atención ni da miedo, ni sale en primera plana, al mercado por la mañana, al cuidado de la casa, a la cocina que sirve de altar a los más deliciosos platos, al comedor compartido, al almuerzo con todos, juntos, sin apuro y sin relojes y sin teléfonos, sin nada que interrumpa la más sagrada de las reuniones familiares, la de todos los días alrededor del mantel, alrededor de la mesa. Allá nadie anda preocupándose del seguro que se venció, porque las cosas están aseguradas por la nobleza de su origen, por su buena madera, por el buen trabajo, por el buen artesano y su mano buena que hace maravillas. Nadie anda pensando en los apuros del calendario porque las estaciones llegan el día que deben llegar y si no llegan tan puntuales como el tren pues ya llegarán con calma y habrá, en todo caso, que pedirle o reclamarle al taita, al padre, al jefe, al de arriba, a ese que sin duda hará algo, moverá el dedo como quien mezcla el café con leche y, ya, todo solucionado, todo en su sitio, y las luces de nuevo poblarán los campos para que germine la semilla y los árboles reverdecerán y las flores se pondrán lindas y coloridas y se caerán de las ramas y las ramas quedan como vacías, como abandonadas, pero sólo por un tiempo porque después serán hermosas y fuertes de nuevo, hermosas como las muchachas que este verano habrán dejado de jugar a las muñecas para ser mujeres, y fuertes como los muchachos que abandonarán como nunca el partido de fútbol porque esta tarde se han dado un duchazo de esos, una afeitada de esas, una arreglada de esas y se han puesto el terno que le queda chico al papá o el que le sobra al primo o el que el tío les ha prestado medio a regañadientes y entre bromas, para salir a la fiesta que se organiza por quién sabe qué, porque salió el sol o porque saldrá o porque amanecimos todos y no queremos quedarnos así, callados, ingratos, desabridos, mientras el mundo entero, los pájaros, los perros y los gallos, cantan en no se sabe qué idioma una canción llena de entusiasmo, llena de pasión, llena de esperanza. Allá es tan sencilla la sopa de pescado que se come todos los días, a cada rato, por cualquier ocasión, es tan simple y tan importante que se prepara como se preparan las tradiciones, las costumbres y las repetidas epopeyas domésticas, con calma, con ganas, con alegría y, claro, con pescado. Pero pescado fresco, el del sacrificio de cada día, el que trae don Lorenzo a su puesto en el mercado, el que está al final de todos, al último, después de don Carlos, el carnicero, y de don Benjamín, el de las aves; pescado recién arrebatado al mar, recién cosechado de las aguas, recién conseguido, no el congelado ése que traen los innobles camiones que vienen de quién sabe dónde llenos de hielo, fábricas ambulantes de frío, donde los peces parecen haber sido petrificados mientras nadaban en sus ríos, con los ojos abiertos, sorprendidos por la violencia de tanta modernidad, de tanto avance, de tanto querer abarcarlo todo en poco tiempo, como esos hombres que quieren hacerse ricos y siguen acumulando fortuna y siguen queriendo más y guardando más y sufriendo más pensando cómo conservar lo que tienen y cómo seguir juntando más cosas, más monedas, más papeles, en una delirante carrera contra la nada a la que nada le interesan el ancho de los bolsillos o lo grande del arca o lo profundo del cofre, la nada —serena y clara, limpia y blanca— que se viene con esa cara de señora vieja que le pintaron ayer los artistas y que no ha querido despintarse porque en el fondo es tierna y dulce y no quiere desilusionarnos, la nada que nada pide sino la sencilla paz del tránsito, la serenidad de la transición, la tranquilidad del camino que debe seguir para seguir siendo, que solo anhela el sosegado recorrido de la naturaleza, esa madre que sólo exige a las estaciones que cumplan sus compromisos y que después de tantas flores florecidas (perdónenme la redundancia), de tanta primavera, de tantas luminosidades, de tanto cálido verano, de tantas hojas que se caen entre las manos de las chicas que juegan en el parque a esconderse con los chicos, de tanto otoño sencillón y simple, después de tanto paso y de tanto peso, lleguen los fríos con sus vientos y sus lluvias y sus resfriados, y algunos se marchen, como ha sido siempre, como debe ser, adelantándose un poco en esa jornada, en esa vía, en esa comunión con la tierra que a nadie debiera atemorizar porque es sencillamente lo que es y lo que ha sido desde que somos y aún desde antes, porque es lo que es desde siempre y para siempre sin que importe demasiado nuestra opinión en contra o cualquier nota de protesta. Por eso digo que el caldo de pescado es algo común, como la vida y como la muerte, común como todo lo que sucede y se sucede, sin demasiadas muestras de ilusión o desencanto, común como los ríos y como los pájaros, como el amigo que nos visita sin pedir permiso porque sabe que estaremos felices de verlo y como el pan que se comparte sin andar contando los pedazos, caldo, pues, común y fácil, simple de hacer, tan simple como la receta de la abuela que no tiene más secretos que su infinito amor y sus ganas de ser. Pero eso es allá, no acá, allá donde somos quienes somos y no somos estos vagabundos indocumentados o sí, ilegales o no, con crédito o desacreditados, enteros o partidos, asilados o aislados, —que a estas alturas y en estas tierras parece significar la misma soledad—, estos extranjeros en los que nos hemos convertido por obra y gracia de nosotros mismos, por nuestra mano, por nuestra causa, porque quisimos caminar otros pasos, hacer otros recorridos, librarnos de pobrezas o tiranos, labrarnos un futuro, y entonces llegamos acá y acá la familia se hizo más familia o más ganas de familia porque la amenaza de dejar de serlo es grande, como es más grande la nostalgia, y todo porque es difícil verse los domingos, porque vivimos lejos aunque sea la misma ciudad, porque estamos ocupados viviendo como esclavos para ser libres algún día, porque hay mucho que hacer, mucho que trabajar, mucho que progresar, mucho que comprar, mucho que cumplir, mucho que pagar —a plazos y para siempre— y no hay nada de tiempo para sentarse alrededor de la mesa a compartir esa sopita de pescado hablando de cualquier cosa que no suene a trabajo, a hipotecas, a fondo de pensiones y pagarés y tarjetas y compromiso, y entonces hay que aferrarse a los recuerdos, agarrarse de la memoria, sujetarse fuerte de lo que queda de familia y buscar oportunidades como ésta, ocasiones como ésta, en las que la despedida de quien se va —no de regreso a la casa vieja, ni a la calle gastada, ni al barrio ni al parque, ni al perro de la esquina que aún debe estar esperándonos moviéndonos la cola—, de quien se va a otro allá, uno más allá, más lejos, más distante, no porque sean más los metros o los kilómetros, si no porque será mayor la soledad porque seremos menos los nosotros, los exiliados, los que empezamos a ser familia, porque acá, este acá —esta lejanía, esta distancia— ha sido tan visitada, tan concurrida, tan presagiada, tan soñada por tantos en tantas generaciones, en tantas persecuciones, en tantas huidas, que este acá sigue siendo lejos pero es ahora un lejos poblado, acompañado, reunido, un lejos que ya empieza a quedarnos cerca, donde es posible acordarse de la vieja receta de la sopa de pescado y donde, con un poco de buena voluntad y otro poco de ingenio, es posible aún cocinar esa sopa, ese consomé, ese chupe delicioso que hacía la abuela los domingos mientras cantaba esas canciones de las que aún nos acordamos y que cantaremos esta noche, en esta despedida, en esta ocasión, en esta marcha que sigue y continúa, para celebrar la familia, la sangre, la comunidad, la tradición y la vida. Sí, es cierto, en esta Ciudad todos nos estamos yendo, todos estamos de paso y todos somos extranjeros, pero de alguna manera, de alguna forma, esta sopa de pescado nos devuelve a la casa de antes, al comedor poblado de recuerdos, a la sala donde departen los viejos de la tribu, a la biblioteca donde alguno de los que fueron sabios lee un libro todavía, al poema que alguien recita en la tarde, junto con el café, a la risa de todos, al canto, a la esperanza, a la familia nuestra y común, a la familia, grande y definitiva, que ni se acaba ni se termina porque la llevamos dentro, en el estómago, en los huesos y en la piel, en cada cosa que hacemos, en cada selva que poblamos, en cada pared que construimos, en cada palabra, en cada gesto, en cada forma, en cada centímetro de nuestra herencia, en cada una de las cucharadas de sopa de pescado, calentita y sabrosa, que compartimos.

jueves, abril 19, 2007

19. Tiempo para comer

Tiene razón mi amigo Eddie cuando me dice que lo que más se extraña en esta ciudad es el tiempo, es decir “nuestro tiempo”, el tiempo que nos tomamos nosotros para hacer las cosas; comer, por ejemplo.

¿Quién no recuerda la mesa familiar y la sobremesa con las conversaciones interminables de “los mayores” que se proponían salvar al mundo con una copa de vino en la mano o con el café aromático de las tardes domingueras? Allá el tiempo sobraba, siempre se podía pedir un pan más, un postre más, una cerveza más. Los horarios eran simples formalismos para darnos una idea de la fecha, y el atrevimiento de llegar temprano era una torpeza que sólo algunos pocos cometíamos por esa obsesión de no querer pasearse por media casa dándose en manos y besos a abuelas, tíos, tías, sobrinos, sobrinos, amigos, amigas, vecinos y demás comensales (“a quien llega primero lo saludan todos, el último saluda a todos”). Si el almuerzo se citaba a la una de la tarde a nadie se le ocurría llegar antes de las dos (y a ninguno le pasaba por la cabeza llegar con las manos vacías, salvo algunos cuyos nombres guardaré en el silencio cómplice de la vieja amistad) y nunca nadie se preocupaba de la hora de irse, eso era algo natural, nacía de varias condiciones: que se acabara la comida, que la charla empezara a dar vueltas sobre el mismo punto, que el sueño se hiciera grave o que se terminara el trago (y ningún anfitrión se exponía a tamaña deshonra). Así pasaban los minutos, pasaba la tarde, llegaba la noche y vaya uno a saber cuándo concluía todo, entre “la última y nos vamos” y las despedidas que tardaban tanto como el mismo almuerzo, ya en la puerta, ya con el motor del carro encendido, ya con la ventana baja y el conductor diciéndole las últimas palabras al dueño de casa que se quedaba conversando eso que “se me había olvidado”.

En los restaurantes pasaba lo mismo, todo ocurría con calma, con la serenidad de los árboles viejos que no tienen apuro alguno porque con calma o sin ella el verano siempre llega y siempre llega el invierno y eso es así, indefectible, rígido, de feroz cumplimiento y entonces, a qué atolondrarse si ya madre natura camina a su paso sin andar empujando a nadie. En los restaurantes uno era un cliente, es decir, un habitué, uno que siempre iba al mismo lugar porque no existía aún ese complejo de veleta que hace que la gente ahora se la pase de local en local para salir en las fotos de las revistas sociales o para poder comentar que estuvo allí en el “lugar de moda” aunque sea carísimo y desabrido y soso y se encuentre lleno hasta la saciedad de personajes olvidables que no van a degustar nada sino a exhibirse como modelos en la pasarela. No, uno iba a “su” restaurante, al preferido, a aquel donde el mozo no era “oiga joven” sino que se llamaba Ignacio, tenía una esposa y tres hijos y se sabía de memoria que nos encantaba tal o cual plato y ponía sobre la mesa, ya sin preguntar, nuestras bebidas preferidas y nos traía el piqueo imprescindible mientras escogíamos entre los tres o cuatro platos que nos encantaban y nos recomendaba éste o aquel porque “acaba de llegarnos pescado fresco” o “la carne está buenísima” y así disfrutábamos de nuestro almuerzo casi como si estuviéramos en casa. Se juntaban dos o tres mesas y cabía toda la familia y todos conversábamos y hablábamos de esto y de aquello y contábamos historias y chistes y noticias y reíamos y carcajeábamos sin más límites que los de no alterar demasiado a las otras mesas que hacían exactamente lo mismo. Nadie nos miraba con cara de “apúrense que hay otros comensales esperando” y eso de la “rotación” de las mesas y sus clientes no era un concepto aprendido por nuestros camareros que siempre se hallaban solícitos y preparados, pacientes y serenos. Eso era ir a comer, era quedarse varias horas en el restaurante, en sillas cómodas, en un ambiente amable, con alguna música instrumental de liviano fondo que nos acompañaba en los breves períodos en que el silencio era necesario para comer o respirar o tomarse un sorbo de vino o de agua o de lo que fuera, que todo siempre estaba bien y era rico y agradable. El café daba lugar al cigarrillo y el cigarrillo a la conversación de sobremesa y ésta duraba varias horas y todos felices abandonábamos el restaurante sin que nadie nos apurara casi bajo la mirada melancólica del dueño que se acercaba, nos conversaba, preguntaba por algún ausente y se convertía casi como de la familia.

Acá no, acá todo es rápido, hasta en los restaurantes más encopetados se respira ese aire de modernidad mal entendida, de apuro, de necesidad de mucha clientela que compense con largas propinas lo mísero del salario de un mesero. Ni bien llegas te das cuenta que hay que esperar, acá siempre se espera, acá siempre está todo lleno, en muy pocos lugares se hace reserva e impera eso de que “el primero que llega se sirve primero”, claro, siempre y cuando hayan llegado todos, porque si el primo Pepe se demoró un poco en su casa y aún no ha aparecido entonces “no se les puede asignar mesa hasta que no se encuentren presentes todos los comensales” y así pierdes el turno y vuelve a la cola a aguardar de nuevo. Acá la comida no es un placer, es una necesidad biológica con más o menos estilo, según sea tu presupuesto. Los restaurantes no son remansos de paz ni templos del sabor, no, se han convertido en fábricas histéricas y compulsivas de platos exagerados, recargados, desbordantes de colores y salsas y lechugas, pero desabridos, desabridos como el cocinero que hace su trabajo de mala gana o como el mesero que sólo piensa en que te vayas para que venga el siguiente con la siguiente propina (compulsivamente agregada a tu cuenta sin consulta previa y con desvergüenza aunque algunos restaurantes tengan el cuidado de incluir la frase esa de “siéntase en libertad de aumentar, disminuir o eliminar la propina a su juicio”).

Comer se ha vuelto una especie de carrera contra el tiempo entre las compras de la mañana y las compras de la tarde (porque en esta Ciudad todos compran porque el deporte nacional es comprar y porque nadie sabe hacer otra cosa que dividir su tiempo libre entre la tienda tal y la tienda cual donde adquirirán una serie de productos absolutamente inútiles que tirarán en algún rincón de la casa hasta que, como casi todo —sillones, sillas, mesas, televisores y mil etcéteras—, decidan arrojarlos a la basura donde alguno, menos pudiente y más sabio, lo recoja para sí, libre de impuestos). Parece que acá nadie disfrutara de esos almuerzos infinitos o de esas cenas trasnochadoras que dieron forma a nuestro grupo, a nuestra familia, a nuestra sociedad; en esta Ciudad, para no desentonar, todo hay que hacerlo apurado.

Ni bien llegas al restaurante sientes que te están echando, el sistema está hecho así, “come y vete”; nada del disfrute, del gozo del paladar, de la maravilla de la charla entre mordisco y mordisco. Y, claro, ya nadie charla, ya nadie comete esa ligereza. Al atrevido que se queda demasiado tiempo después del último bocado lo miran con mala cara aunque en realidad debieran admirarlo. Admirarlo porque resiste esas sillas incomodísimas (casi siempre de metal o de plástico) en las cuales las posaderas sólo pueden hallar reposo por los minutos indispensables para llenar el estómago. Se me ocurre que algún macabro ser ha pensado, estudiado y repasado los músculos que conforman el cuerpo humano de la cintura para abajo y de las rodillas hacia arriba y ha descubierto la manera de construir sillas que parezcan cómodas por unos minutos pero que luego de un tiempo, determinado y breve, empiecen a molestar de tal manera que lo único que uno quiere es levantarse e irse.

Todo —bebida, comida, postre, café— llega en oleadas, apurado, de prisa. Todo se ha planificado para que lo que era un arte se convierta en negocio y el negocio sea “altamente rentable”, para que el restaurante se convierta en cadena y la cadena en franquicia y la franquicia en ese local sin alma donde sólo somos importantes los comensales como elementos molestos pero indispensables para pagar la cuenta y dejar la propina.

La gente ha aceptado silenciosa (casi agradecida) esa deshumanización. Las familias se hacen cada vez más breves y de las inmensidades nuestras que incluían abuelos, tíos, primos y cualquiera que se animara, todo se ha reducido a papá, mamá e hijos (y claro, cada vez son menos hijos porque “criarlos cuesta una fortuna” y eso atenta contra las próximas vacaciones a crédito en esas playas paradisíacas del Caribe donde la felicidad se alquila como las casas, los autos y los sueños). El asunto se torna delirante cuando ves a la familia sentada a la mesa, distraída, apagada, silenciosa, con el padre leyendo el diario (sección deportiva), la hija mirándose al espejo mientras habla por teléfono o manda mensajes de texto, el hijo jugando epilépticamente con el último pleiesteichion que ha salido al mercado y la madre pensando en el amante que tiene o que debería tener para no suicidarse la semana entrante con una sobredosis de esos antidepresivos que le ha recetado el psiquiatra que le mira más las piernas que el alma.