viernes, septiembre 01, 2006

2. Prohibidos los peatones

Ya lo dije, no tener un automóvil en esta ciudad es estar condenado a la prisión del lugar que te cobija y a mí me cobija la escandalosa comodidad de un hotel de cinco estrellas. Debo confesar que algún pudor tercermundista me ha mantenido alejado de la piscina (donde las muchachas escasean y abundan los ejecutivos panzones que siguen bañándose y tomando sol cuando faltan diez minutos para las ocho de la noche porque así de extrañas son las cosas acá). Sólo he visitado, por curiosidad, el gimnasio, y aunque vi una tentadora bicicleta con respaldar y televisión incluidos no me he entregado a ella porque “el amor de los marineros que besan y se van” puedo soportarlo en muchas de sus formas pero no en comodidades que voy a extraviar en unos días cuando me arranquen de este pequeño paraíso y me transfieran al departamento donde, por un par de meses, fatigaré las teclas de esta máquina contándoles esta historia.

Ya todos me miraban como a un sospechoso (algo que en estos tiempos de bombas y atentados no es lo más recomendable). Se me ocurre que se estarían preguntando “¿quién es ese tipo que se sienta a la mesa del comedor a las nueve de la mañana, conecta su computadora y se pone a escribir y si se detiene es sólo para conversar, hojear el diario, hacer preguntas, leer un libro, comer algo y seguir escribiendo hasta las once de la noche en que cierra el restaurante?”. De a pocos me hicieron el interrogatorio y creyeron que no me di cuenta. Siempre fue un camarero distinto el que se interesaba por mi curiosa estadía en el hotel, despreciando la piscina y el gimnasio, pidiéndoles a todos que me cuenten de sus países de origen y escribiendo quién sabe qué en la máquina. De a poco se fueron enterando de mi situación y respiraban como aliviados.

Sin embargo hoy no pude. Me senté varias horas frente a la máquina, me distraje con el desayuno, me distraje con el diario, me distraje conversando con los mozos, me distraje viendo las mesas de al lado y escuchando conversaciones ajenas, pero no pude. La sensación de claustrofobia fue tan grande que decidí tomar medidas graves. Pagué la cuenta, subí a mi habitación, dejé allí la maquina y mis libros, y bajé a la recepción.

Allí estaba Imadia, cuyo nombre inventó su padre, el nicaragüense que inútilmente le contó de niña las historias de la patria porque ella ignora por completo la razón por la cual su familia emigró –se exilió– hace tres décadas. Imadia es morena, tiene una enorme y hermosa sonrisa y me recibe con la cortesía que el manual indica, ni muy poca que parezca desgano, ni demasiada que parezca insinuante, justo la necesaria. Me acerco al mostrador como el culpable que va a decir algo muy bajito, casi en secreto, y ella, cómplice, hace el ademán de acercarse un poco. “Dígame, Imadia, ¿existe algún lugar al que se pueda llegar caminando desde acá?”, “¿un lugar cómo qué?”, “como cualquier cosa, Imadia, que estoy desesperado, un grifo...”. Imadia me mira desconcertada, “una estación de gasolina”, le explico y ella me mira aliviada, “...una bodega, un parque, lo que sea...”. Entonces Imadia sonríe complacida de poder entender este español que por lo visto no practica con frecuencia y me dice: “sí, claro, no hay problema, salga hasta la entrada, de allí a la derecha hasta el semáforo y después nuevamente a la derecha, sigue andando un par de bloques y llegará a un pequeño shopping donde puede tomarse un jugo...”. Le pido una tarjeta del hotel “por si me pierdo” y me dice “pero cómo se me va a perder, además, tenga cuidado con el calor que es muy fuerte, ¿no quiere un agua?, no vaya a ser que se me desmaye...”, y sale a buscarme una botella de agua que me entrega amablemente con la misma sonrisa impecable aunque ahora parece cómplice y hasta coqueta...

Caminar por estas calles al mediodía del verano nórdico es poco menos que una locura, hacerlo con sobrepeso, pantalones y camisa de mangas largas es un suicidio. El aire es caliente, como en la selva de mi país, está cargado de calor y no corre viento, la humedad es mucha. Obviamente, nadie pisa las calles, nadie. Parece una ciudad hecha para los automóviles y no para los peatones. Recorro los cien metros que me separan de la puerta del hotel hasta la salida para vehículos, no hallo ninguna señal que me indique que éste o aquél es un sendero para los bípedos implumes como yo. Me topo con la cerca electrónica que limita la entrada y salida de los coches y leo un mensaje que dice algo así como “este camino es sólo para automóviles, no es un paso peatonal” pero no existe un solo lugar que se vea adecuado para andar así que, violando las reglas, sigo andando. El guardia que está en la caseta mantiene un impávido silencio por lo que prosigo sin darme por enterado del letrero y volteo a la derecha, según me indicó Imadia, y camino.

El sol está en su cenit, es imposible mirar sin cubrirse los ojos, golpea las calles con furia y nadie, sino yo que camino solitario por esta ciudad peatonalmente abandonada, nota la ferocidad de la estrella. Todos los demás pasan raudos en automóviles relucientes y camionetas enormes (“camionetas obscenas” como las describe mi amigo Eddie) cuyas ventanas cerradas cobijan el preciado aire acondicionado con el cual pueden seguir viviendo en la ilusión de estar allí pero no estar (algo que parece ser inherente a esta cultura).

Ya habré avanzado trescientos metros cuando me encuentro con la avenida principal y el semáforo prometido, el sol cae a plomo sobre mi cabeza y siento que traspasa sin rubor la tela que me cubre. La botella de agua ha sido providencial, me salva de la deshidratación pero no me redime de la distancia. Eso de dar pasos atrás y arrepentidos no se condice con mi natural y acriollada arrogancia, así que prosigo y me siento un nuevo explorador en un desierto de fierro y cemento.

A los pocos metros de haber comenzado a andar por la avenida me tropiezo con un paradero, una banca amplia, aparentemente cómoda, con un enorme respaldar donde los reyes del mercado no han perdido la ocasión para pintar un letrero inmenso promocionando no sé qué producto de limpieza. Junto al asiento hay un poste y en él un cartel, ni grande ni pequeño, donde se avisa el horario del bus, todos los días cada media hora comenzando a las 6:27 de la mañana y hasta las 6:47 de la tarde. Los fines de semana, será que nadie usa esa conexión, el servicio de buses no trabaja. Como eran las 11:25, me quedé para ser testigo de esa puntualidad asombrosa aunque, precavidamente, desprecié la aparente comodidad de la banca que ardía bajo el sol.

Después de haber descansado esos dos minutos y tras aprovechar la parada para beber un nuevo sorbo de agua, retomo mis andanzas mirando el bus grande y cómodo, con aire acondicionado, prácticamente vacío, que se detiene un instante como para permitirme subir y parte nuevamente rumbo a su siguiente estación. Mientras lo veo alejarse pienso en mi país, donde los buses pasan cuando quieren y el transporte público es un caos con microbuses atestados de gente que paran dónde mejor les parece y donde las personas son trasladadas con menos consideraciones que las que tienen las reses que van al camal.

Sigo andando, el sol golpea furioso como castigando mi osadía. Atravieso un gracioso puentecito que sube y baja sobre un canal y mi cansancio lo convierte en un espantoso obstáculo. Pocos metros me separan de la parte más alta del puente sin embargo parece interminables. Para distraerme observo el agua bajo mis pies y veo, cómodo y orondo, a un pato que nada ignorándome, lo sigo con la mirada y desaparece detrás de la sombra de unos matorrales que miro con la desesperación del niño pobre que ve los dulces a través de la vitrina de la pastelería.

En el punto más alto del puente veo cómo la ciudad se abre nuevamente para mí. Calles y edificios, cemento y acero, sol y calor. El sudor corre por mis sienes, mi peso –que no es poca cosa– se ha multiplicado por diez, las piernas no me responden, el aire se ha hecho pesado hasta el escándalo y estoy a punto de rendirme aunque deba humillar mi acriollada arrogancia, cuando, de repente a mi derecha, como una visión, como una señal, como un anuncio, veo un gran estacionamiento y una vieja lavandería. No hay muchos automóviles, pero hay algunos y eso ya es algo. La lavandería se ve como abandonada, aunque tras los cristales se anuncia movimiento. Acelero el paso frenética e irresponsablemente y veo una panadería que anuncia en un gran letrero jugos y dulces, bocaditos y panes, voy con más prisa, abandono cualquier cuidado bajo el sol y me agito con desesperación para alcanzar la puerta del local hasta que llego a ella y, así como los espejismos desaparecen, desaparece mi esperanza cuando leo “cerrado por reparaciones”.

Desesperanzado, me dispongo a echarme para esperar la muerte bajo el sol, sin embargo, como el herido en la batalla, doy una última mirada al campo donde dejo mi honor invicto, mi victoria maltrecha y mi orgullo inútil. Y, ¡oh milagros dorados de los tiempos de mi abuela!, como puesto por alguna fuerza divina aparece ante mí, a sólo quince metros de mi desfallecimiento, ¡un supermercado!

Corro –es un decir– y abro las puertas como el que, ahogándose, halla en un último esfuerzo el aire fresco de la vida. Un viento helado llega a mis pulmones y nunca tanta frialdad me pareció tan tierna, tan acogedora, tan familiar. Estornudo, sí, pero ésa ya es otra historia.

(enviado a la lista el 19 de agosto del 2006)

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