viernes, noviembre 03, 2006

9. Quince de veinte

Me levanté temprano, la dejé a Ella en su oficina y marché con la misma desesperanzada fe de las vacas rumbo al matadero. Había permanecido despierto hasta las dos de la mañana estudiando el reglamento de tránsito de esta ciudad y sus mil inverosímiles vericuetos (por ejemplo, no cumplir con la pensión alimenticia de los hijos es causal para la suspensión del derecho a manejar), fue una especie de regresión a mi adolescencia, ese tiempo precioso en el que desperdicié no sé cuántas horas y energías analizando las un mil leyes y reglamentos de mi patria que me convertirían —vano intento— en un picapleitos titulado.

Arribé justo a tiempo al centro comercial donde se hallaba el local donde daría mis exámenes. Una fila de treinta personas esperaba en la puerta. No me desesperé, traía una cita que me permitiría escabullirme de esta primera barrera humana. Me acerqué y vi que un guardia se hallaba al otro lado de la puerta de vidrio. Ingresé con el desparpajo que aprendí en la Facultad de Derecho y entoné “buenos días, tengo una cita para…”, la estentórea voz del uniformado con sobrepeso cruzó los aires y cubrió la mía “a ver, repito una vez más, los que tienen cita hagan fila acá adentro, los que no, por favor, no insistan, deberán esperar afuera”, tres o cuatro señoras entusiastas y atropelladoras tuvieron que retirarse.


Una persistió. “Sólo es un momento”, dijo con dignidad ofendida, y el guardia volteó donde el señor cuyos documentos revisaba y se disculpó por la interrupción. “¿Si, señora?”, “he venido a dejar personalmente este documento”, el hombre lo ojeó (que no lo “hojeó”, porque no eran hojas, sino sólo lo miró superficialmente) y le dijo “debe mandarlo por correo”, “sí, ya sé, por eso lo traigo personalmente, para evitar el correo”, “señora, el envío es por correo y que usted lo traiga no cambia nada, al lado hay una oficina postal, allí debe dejarlo para que siga el trámite”, “por eso mismo, estoy acelerando el trámite”, “lamentablemente el trámite no se acelera, si usted me deja el papel lo único que sucederá es que yo, al término del día, enviaré su papel junto con otros muchos papeles por el mismo correo que usted puede utilizar ahora…”, “…pero…”, “lo lamento, señora, es el procedimiento”. Su última frase fue cortante. Dejó a la dama refunfuñando al lado y volvió a revisar los papeles del sujeto postergado. Antes alzó la mirada y recorriendo la fila volvió a decir “por favor, revisen sus papeles, tengan todos sus documentos a la mano, muestren su cita” y se hundió en las hojas que le mostraba el señor aquel.

Aburrido, me puse a jugar con mis documentos y los ordené por centésima vez, mi pasaporte, mi visa en regla, la licencia de conducir de mi país, mi partida de nacimiento, mi cita… ¡Mi cita...! Mi cita decía “para obtener duplicado”. Sudé frío. Maldije mi incapacidad frente a la burocracia, miré y remiré y no había nada que hacer, en vez de apretar el botón de “primera licencia” erré y marqué el del “duplicado”. La fila, que mientras pensaba que tenía todo en regla avanzó a paso de tortuga, se redujo precipitadamente y ya me encontraba frente al guardia que me pedía “sus documentos, por favor”. Le entregué todo y antes de que empezara a leer le dije “lamentablemente he cometido un error…”, me miró con cara desconfiada y continué. No se inmutó, cogió su lapicero, borroneó un papel que tenía en el escritorio de al lado y me preguntó: “¿hoy va a realizar también el examen práctico?”, contesté afirmativamente y volvió a preguntar “¿dónde están los papeles del automóvil?”.

Los papeles de la camioneta estaban en la guantera, “tráigalos”, salí, atravesé la fila de los sin cita —que ya sumaban medio centenar—, llegué al vehículo, saqué los papeles y mientras caminaba de regreso recordé al sujeto aquel en la compañía de alquileres de automóviles que dijo “si él es su esposo, no es necesario anotar su nombre como segundo conductor” y me molesté conmigo por esa desidia con la que uno deja pasar los detalles que luego te estallan en la cara. Presumí el escenario. “Lo lamento, este carro no está a su nombre”, “bueno pero en la empresa nos dijeron que…”, “señor, lo comprendo, y seguramente detrás de esa puerta la norma sirve, pero en esta oficina no, usted no puede utilizar ese carro para el examen práctico”, “pero, ¿puedo alquilar alguno de de esos que están afuera de las escuelas de manejo?”, “eso lo verá después, ahora pase a la derecha”.

A la derecha no había nadie, es decir, me paré en medio de la nada esperando que alguien me llamara o que alguna de las personas de los mostradores se liberara para atenderme. Andaba distraído cuando una joven uniformada me pasó la voz, me dijo “venga” y me llevó a otra oficina donde había otro mostrador. Llevaba en la solapa de la blusa un cartelito donde se leía “Susan”. Me pidió mis papeles, se los di y empezó a teclear a la velocidad del rayo. Fue muy amable, le expliqué el problema con el carro y me dijo, “eso lo vemos luego”. Terminó con el papeleo y me dijo “perfecto, vaya a la máquina cuatro y luego a la ventanilla tres”.

Fui a la máquina cuatro, una muchacha miraba la pantalla como quien está a punto de ser testigo de una revelación. La observaba casi con devoción, casi paralizada, casi extenuada. No se decidía a hacer nada. Pude ver sobre su hombro que se trataba de la pregunta número siete y era sobre las causas por las que puede suspenderse la licencia. No se movía. Susan me vio esperando y dijo: “pero si la máquina ya debiera estar libre”, preguntó y alguien le respondió que la jovencita tenía ya más de cuarenta y cinco minutos dando el examen. En ese momento algo pareció iluminarla y apretó un botón. Tras unos segundos angustiosos la pantalla empezó a parpadear y apareció un mensaje que decía algo como que ya había cometido los cinco errores permitidos y que se acercara a la ventanilla tres…

“¡Santo cielo!”, me dije, “la ventanilla tres es para los jalados, la señorita sabe que ayer me paró un patrullero, ¡qué modernidad!, ¡qué tecnología!, ¡ya estoy registrado en el sistema!, me arruiné…”. Desanimado me acerqué a la máquina y la miré como quien ve una advertencia, de repente, apareció un cartelito de bienvenida y empezó la tortura.

El examen teórico consta de dos partes, veinte preguntas del reglamento y veinte señales de tránsito que hay que reconocer y descifrar. Cada sección es independiente, para poder dar el práctico hay que responder satisfactoriamente el 75% de cada uno de los cuestionarios. “Esto es un infierno”, pensé, “la muchacha sólo ha respondido bien dos… ¡estoy perdido!”

Sin embargo no era tan fiero el toro como lo pintaban, leí con calma, reflexioné, exprimí el cerebro, opté por las respuestas más lógicas y respondí catorce preguntas sobre el reglamento sin equivocarme. “¡Ya está!”, pensé confiado, “esto es un paseo”. Contesté la quince, error, la dieciséis, ¡error!, la diecisiete, ¡Error!, la dieciocho, ¡ERROR! La máquina me tenía contra las cuerdas, una falla más y estaba perdido, “serénate, reflexiona, haz memoria…”, me decía mientras decidía si la respuesta era “A” o “C”… Apreté la “C” y… ¡eureka!

La prueba de las señales fue más sencilla, un error y listo, en veinte minutos había terminado…

Hice cola en la ventanilla tres, como siete personas antes que yo comentaban sus propios exámenes, algunos habían fracasado en ambas pruebas, otras en una y otros no. Los minutos pasaban lentos. Susan apareció como enviada por los dioses, “venga”, me dijo y obediente la seguí. Tecleó nuevamente en la máquina y habló: “¡listo!, ahora puede pasar al examen práctico”, “¿recuerda que había un problema con mi camioneta?”, “verdad, no puede usarla”, “¿y ahora”, “no hay problema, tome, es un permiso para salir, vaya, contrate un automóvil de cualquier academia de manejo, apenas arregle ese inconveniente regresa y pasa al examen de manejo, supongo que ha practicado, ¿no?”

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