jueves, febrero 15, 2007

16. Con lentes oscuros y lentejuelas

Parece muy sencillo eso de “la salida es por la otra puerta”, pero cuando tienes que atravesar un muro formado por infinidad de mujeres en minifalda, aligeradas de ropa, escotadas hasta la desvergüenza y entusiastamente alteradas por el alcohol y por la cadencia sensual de la música latina, eso se convierte en una tarea gigante, faraónica y titánica, más aún si al lado de cada uno de esos monumentos al pecado se contonea un prójimo demasiado próximo y con las hormonas revueltas como para entender que yo, sereno como un mártir y dueño y señor de mis impulsos, no era un libinidoso malintencionado que aprovecha las ocasiones que los oportunistas capturan sino una pobre víctima de mi volumen desplazándose torpemente por los intersticios de los cuerpos que en la pista de baile se deshidrataban llamativos y provocadores.

Ahora comprendo al pobre Ulises amarrado al palo mayor de su nave para que los cantos de las sirenas no lo arrastraran al mar; así yo, amarrado al mástil de mi conciencia (eufemismo maravilloso que alude a un vulgar instinto de supervivencia) evité que las sirenas bípedas que frente a mí se alzaban me tentaran y me arrastraran al mar tenebroso de los celos latinos. Así que atravesé la muralla humana con el heroico e inútil estoicismo de Leónidas en las Termópilas, y llegué a las puertas de vidrio como quien llega a la playa con el penúltimo suspiro, superando al espartano, sobreviviendo.

Pensé que allí terminaba la historia. Se abría ante mí una especie de pequeña explanada donde una docena de fumadores empedernidos agotaban los cigarrillos que llevaban a la boca con el apuro del que, sabiéndose necesitado de la nicotina y el alquitrán que envenenan generosamente sus pulmones, se siente atraído por una fuerza aún mayor y ansía regresar al centro de la pista de baile donde las canciones pegajosas y melodramáticas lo esperan ansiosas. Allí, frente al mar, a las puertas del Caribe, bajo un cielo hermoso y despejado, rodeado de vegetación y mirando la ciudad enorme y toda iluminada como en una postal de esas que ya nadie envía, me sentí seguro. Había logrado pasar la barrera humana que me separaba de la libertad y me disponía a partir rumbo al automóvil que me esperaba para conducirme, sereno y ligero, a la cama que mi cansancio evocaba nostálgico. Pero fue un espejismo.

Sí, un espejismo, con su desengaño, su desencanto, su frustración y su sorpresa. Como el caminante que ha atravesado el desierto y cree, con delusión, persuadido por la sed y la fatiga, que allá, a los pocos metros, se eleva un oasis abundante en frutas y agua cristalina, así yo, engañado por mi desesperación, después de haber soportado los diez mil decibeles de la música latina, pensé, creí o imaginé, que había llegado al paraíso terrenal, liberado de la atronadora banda sonora del interior y del cúmulo de debilidades que me acosaban. ¡Cruel error!, ¡pérfido engaño! Fui víctima de mí mismo y me hallé en medio de un infierno aún mayor que mi mayor pesadilla.

Unos metros más allá de la explanada, dando una vuelta a la derecha, como quien bordea el local de la discoteca, me encontré con un espacio más grande, al aire libre, que ocupaban varios cientos de jóvenes, más jóvenes aún que los que se hallaban bailando los ritmos tropicales. Describir el lugar es tratar de describir el caos, pero haré el intento. El espacio era un inmenso rectángulo en cuyos lados más largos se levantaban carpas, toldos, pabellones y tendales, separados unos de otros por biombos que, sin embargo, no ocultaban por completo el interior. Allá adentro se acumulaban las sillas, los sillones, las poltronas, los sofás y las hamacas, de los más variados colores y formas. Mesitas, velas, lámparas y ceniceros decoraban los espacios y todo parecía ante mis ojos como una de esas grandes tiendas árabes donde, en medio del desierto, se hallan las más hermosas huríes degustando las más sabrosas frutas y esperando, holgadas, tiernas, despreocupadas y deliciosas, al jeque poderoso que viene a relajarse de sus guerras en batallas más amables. Al fondo, en uno de los extremos más cortos del cuadrilátero, se abría un espacio mayor, como un gran ambiente donde los muebles desordenadamente colocados permitían que pequeños grupos se reunieran quién sabe a qué, porque conversar, no conversaban, sencillamente tomaban licor, se apelmazaban unos a otros y seguían el ritmo de la música, si a eso se le pudiera llamar música, haciendo uno que otro movimiento con la cabeza que los demás parecían entender como en un lenguaje cifrado que quedó fuera de mis posibilidades.

Irónicamente, el sonido, que el viento marino alejaba de esa explanada donde por un instante hallé la paz, era en esta nueva Gomorra atronador, absolutamente insoportable. No sabría decir de qué género musical se trataba pero en consultas posteriores todos los interrogados por mí han coincidido en que seguramente se trataba de música electrónica. ¿Cómo lograron deducirlo? Al parecer por los lentes oscuros que la mitad de los concurrentes llevaban puestos. A mí me extrañó. Me pregunté si habría un eclipse a medianoche o si los reflectores eran tan potentes que exigían anteojos para proteger a los jóvenes que allí bailaban, pero no. Varios me han explicado inútilmente —ya estoy demasiado viejo para entender esas cosas— no sé qué relación que existe en esa triada inseparable que conforman la música electrónica, el éxtasis y los lentes oscuros.

Al centro, inmenso, llamativo, lleno de personas alrededor, estaba el bar. No era una barra, eran cuatro barras que formaban un cuadrado dentro del cuadrilátero donde sucedía todo. Dentro, una serie de sujetos, jóvenes e hiperactivos, se exigían sirviendo una cantidad de tragos impresionante. Había una caja donde se cobraba por cada bebida que se pedía y una multitud frenética se agolpaba casi reclamando a gritos un cubalibre, un güisqui, un daikiri, un apelmartini, un quéséyoqué. Los bartenders se esmeraban y cumplían con todos los parroquianos que allí rendían pobre tributo a Baco.

¿Qué decir de las chicas? Escandalosamente jóvenes y espantosamente atractivas, el diablo mismo las había puesto allí para tentar al más templado de los castos con sus movimientos ávidos, descontrolados, epilépticos; no eran los insinuantes deslizamientos de quienes bailaban música latina, no, acá no había sensualidad, no había seducción, no había nada que se pareciera al cortejo de los animales que se reproducen en decenas de bailes alrededor del mundo. Esto era directo, sin cortapisas, sin rodeos, sin remilgos tercermundistas, sin apariencias, sin lugar para el no-creas-que-siempre-soy-así que caracteriza a nuestras mujeres. Acá el asunto era franco y directo, tan directo como los brazos de ellos rodeándolas sin vergüenza, los besos apasionados, las caricias públicas y los muebles que sin discreción alguna recibían los cuerpos de los que hace rato extrañaban la acompañada soledad de dos entre cuatro paredes.

Sin embargo, eso no fue lo más interesante. Algo había más poderoso que esos bailes y esas chicas, algo llamaba más la atención de todos los que a esa hora aún teníamos la lucidez necesaria como para perderla. En cada uno de los lados del cuadrado que formaba la barra se hallaba, trepada, una muchacha. Ninguna tendría más de veinticinco años y todas seguían el ritmo rabioso, delirante y enardecido de esa música sintetizada. Vestían o, mejor dicho, desvestían unos diminutos bikinis adornados con lentejuelas que brillaban al contacto con la infinidad de luces que iban y venían lastimándolo todo con su colorido psicodélico y extravagante. Los movimientos de las muchachas eran intensos, tanto y tan bien realizados, que decidí que era el momento preciso para emprender la huida en nombre de una reputación que aún no termino de arruinar.

Pasé por entre sujetos extraños, sujetas extrañables, distraídos, distrayentes y advenedizos. Alcancé el marco de la puerta no sin antes sortear un grupo delirante de individuos que saltaban alrededor de una tarima que sostenía una batería que atronaba al arrítmico ritmo de la música. Un guardia, que me esperaba allí, me miró casi con compasión y me dijo: “buenas noches”.

Diez minutos después dormía bajo el amparo de mis sábanas…

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